De pequeño te repiten que hay que ser obediente y te piensas que la obediencia es una virtud. Como en mi infancia había una perfecta identidad entre ética y religión, casi aseguraría que nos enseñaron la obediencia como una de las virtudes del buen cristiano y, consecuentemente, la desobediencia como un pecado, el de más frecuente confesión en nuestras etapas previas a la tumultuosa adolescencia. Sin embargo, busco en el nuevo catecismo de la Iglesia Católica y no encuentro la obediencia en la relación de virtudes: ni teologales, ni cardinales, ni "dones del Espíritu Santo", ni "frutos del Espíritu"; tampoco está entre las siete virtudes especulares de los siete pecados capitales. En el nuevo Catecismo, sólo encuentro referencias a la obediencia en relación a la fe ("obedecer en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma"). De hecho, en la tradición occidental y cristiana (supongo que también en las otras dos grandes religiones monoteístas), la obediencia humana –la de nuestras vidas cotidianas– deriva en lógica jerárquica de esa abstracta obediencia en la fe, por la sencilla razón de que la autoridad de Dios se va delegando en las autoridades mundanas. De ahí la legitimación de los monarcas y hasta de los padres frente a los niños.
Pero sea o no del catecismo, es innegable que desde pequeños logran que interioricemos que hay que respetar, acatar y cumplir la voluntad de quien manda, porque si el comportamiento de los ciudadanos no fuera obediente "por defecto" la sociedad no funcionaría. De hecho, el "éxito" de la educación es justamente que acatemos sin cuestionar una estructura jerárquica en la que nos insertamos y, consiguientemente, obedezcamos la autoridad de nuestros superiores (sean éstos personas o normas). Naturalmente, para que esto funcione razonablemente bien –dentro del adverbio son admisibles las desobediencias controladas– no conviene que pensemos demasiado, que nos preguntemos sobre el contenido sustantivo de lo que hemos de obedecer, si es justo, si es bueno, etc. Y, en efecto, en la gran mayoría de nuestros actos de obediencia no lo hacemos; actuamos siguiendo la orden, las más de las veces sin ser siquiera conscientes de que lo es y de que la estamos obedeciendo.
Porque resulta que, ya de mayores, la obediencia no se considera una virtud, digamos que no tiene muy buena prensa: nadie se ufana de ser muy obediente. Es más, cuando decimos de otro obediente estamos siempre rebajándole en nuestra consideración, incluso humillándolo. Por eso, una de las claves para mantener en el tiempo la autoridad es ejercerla haciendo que te obedezcan –si no, no hay autoridad– sin que sea demasiado evidente que lo están haciendo. Casi siempre, tanto el que manda como el que obedece saben de sobra lo que cada uno está haciendo (mandar y obedecer) y la realidad de la relación jerárquica, pero ésta debe escenificarse difuminada con sutileza, en ambigüedad impresionista, nunca con los trazos brutales del crudo realismo. El culmen de la inteligencia en el mando es conseguir que te obedezcan creyendo que lo hacen libremente, convencerles de que lo que hay es una colaboración casi igualitaria, un armónico "trabajo en equipo".
El mundo de la política es un universo endógeno –bastante cerrado por mor de la partitocracia prevalente– en el que las cualidades humanas se manifiestan para un observador externo (yo mismo, por ejemplo) con una nitidez y contrastes mucho más acusados que entre las personas corrientes. Si te fijas en los comportamientos de los políticos ves esas cualidades que influyen en nuestra personalidad y comportamiento en un estado mucho más puro, más "elemental" que en la vida cotidiana, como si se expresaran sin matices, casi como caricaturas exageradas. De ahí que sea realmente entretenido para quien guste de reflexionar sobre el comportamiento humano y sus motivaciones fijarse en el de los políticos; no tanto en sus apariciones de cara a la galería (cada vez más ensayadas y controladas), aunque también desvelan bastantes pistas, sino en su actuar del día a día, en el ejercicio cotidiano de sus funciones. A un nivel geográficamente reducido (local y autonómico), desde hace muchos años he tenido la suerte de conocer y tratar a muchos políticos, y puedo asegurar que se aprende un montón de la naturaleza humana a través de ellos.
Alguna vez ya he escrito sobre la vanidad por lo que ahora no voy a referirme a su tremenda importancia en las motivaciones de quienes se dedican a la política, y cómo les crece exponencialmente hasta –a muchos– dominarles por completo (en detrimento de sus inteligencias). En este post lo que quería simplemente era dejar constancia de la importancia de la obediencia en el mundo de la política. Aquí sí es una virtud incuestionable, un factor fundamental del comportamiento a la hora de premiar al obediente con un cargo. No digo que en el "mundo exterior" no lo sea; ciertamente, alguien con fama de desobediente (se le llama normalmente conflictivo, rebelde, indisciplinado, etc) lo tiene crudo para ser seleccionado en un puesto de trabajo, por ejemplo. Pero en la vida real digamos que la obediencia no puntua, sino que es la desobediencia manifiesta lo que quita puntos. En la política se valora directamente el grado de obediencia, muy por encima de muchas otras cualidades (por ejemplo, la capacidad profesional). Consiguientemente, el aspirante a un cargo, además de estar en el partido que lo va a otorgar –condición necesaria pero no suficiente–, tiene que exhibir casi impúdicamente su capacidad de ser ciegamente obediente. Fulano hará siempre lo que le mande y nunca me pondrá en cuestión; si el que ha de nombrar piensa así de un candidato al cargo, éste cumple maravillosamente la parte más importante del perfil.
Por supuesto, como en la "vida real", esas exhibiciones patéticas de servilismo han de hacerse compatibles con la idea tan querida entre los humanos de dignidad y aquí no valen disimulos, pues justamente el objetivo del obediente es que quede manifiestamente claro que lo es. La opción que han encontrado es cambiar el nombre, y calificar lo que es descarada obediencia ciega como lealtad –la lealtad sí tiene marchamo virtuoso–. Y sí, estos personajes son leales, pero no a quien los nombra, sino al cargo. Pero, como la mayoría de ellos comparten motivaciones y comportamientos, prefieren no poner en evidencia la lábil sustancia de sus lealtades, sin que se tenga en cuenta que antes el obediente era "leal" al que ahora ha caído en desgracia, siempre que haya sabido mostrar a tiempo su "lealtad" al que pasa a ocupar el poder. En el fondo, los que están en el poder lo saben de sobra –saben de qué están hechas esas lealtades– pero eso no les importa demasiado. Al fin y al cabo, los más obedientes, esos que se arrastran a lamerles los zapatos, no suelen representar riesgos para ellos (nunca les harán sombra) y son muy fácilmente controlables. Así que ya saben, una de las vías más seguras para conseguir un puesto a través de la política es ser muy obediente y demostrarlo con entusiasmo. Si a veces te asaltan escrúpulos o vergüenza (a medida que perseveres van desapareciendo, no te preocupes) basta con que te repitas a ti mismo que eres un hombre leal. Y no te preocupes, probablemente no llegarán a tus oídos lo que de verdad opinan de ti quienes te han nombrado, son lo suficientemente atentos para procurar no herir tu dignidad.
Y empeñé mi virtud - Javier Krahe (Sacrificio de Dama, 1993)
Ciertos mayores se desesperan cuando los más jóvenes no los obedecen en sus caprichos más absurdos. Por fortuna, estas actitudes empiezan a ser más infrecuentes.
ResponderEliminar¿Y quiénes son los más jóvenes para cuestionar la arbitrariedad de las órdenes de los mayores? Es broma. Pero –ya en serio– esa actitud que describes no me parece habitual; más bien, lo frecuente es que los jóvenes simplemente no obedezcan.
EliminarObediencia, libre albedrio, capacidad de elegir obedecer o no obedecer, obediencia debida, Autodomesticación, ejercicio del poder, a quien se obedece y a quien no, y diferencia entre lealtad y obediencia, etcétera. Pero los políticos que describes no tienen lealtad, no a sus votantes o ciudadanos, sino solo fidelidad conformista (¿perruna?) hacia quien les ampara o promociona; son obedientes, como lo fueron los capos de campos de exterminio, solo cumplen órdenes, no las cuestionan, no leales a sus congéneres, solo es oportunismo, conformismo y búsqueda de la instalación confortable por encima de los dilemas y elecciones de los demás mortales. Y muy de acuerdo contigo: se aprende mucho de la naturaleza humana, sobre todo de sus peores facetas, tratando con políticos, y sobre todo de los de ‘medio pelo’.
ResponderEliminarA la que me refiero en el post no es obediencia debida sino perseguida como vía de pormoción o simplemente de supervivencia. Aunque sí que tiene muchas semejanzas con aquélla; la principal, que ni se plantean el porqué de la orden, su contenido. Lo importante es obedecer, da igual qué.
EliminarAh, ¿sí?, yo solo había puesto un listado de variantes
EliminarEn la misteriosa vastedad del universo, lo que podamos llamar libertad u obediencia es más bien irrelevante.
ResponderEliminarCiertamente, SBP. Todo es cuestión del contexto; a medida que lo amplías la relevancia se va desvaneciendo hasta desaparecer. Claro que también nosotros.
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