Sigue ahí, mirándome fijamente desde sus ojos inexistentes, negras cuencas vacías. Flota etéreo por detrás del cuerpo desnudo de mi mujer; ella sobre mí, él sobre ella. Boca arriba, trato de no mirarlo, pero lo veo aún cerrando los párpados. Los abro y recorro la piel húmeda de K, mis manos aprietan sus caderas, se acompasan al ritmo lento y profundo de éstas. Es un niño pequeño, de unos cinco o seis años, tez sonrosada, pelo rubio revuelto, el torso desnudo y a partir de la cintura el cuerpo se va transparentando, difuminándose, como si se disolviese en el aire de la habitación o, tal vez, como si surgiera de él, condensándose en ese ente irreal, ajeno a nuestro mundo. Sé que es una alucinación y quiero rechazarla, mientras K se inclina sobre mi pecho, me sostiene la cara, besa mis lágrimas y me abraza sin interrumpir la estrecha comunión de nuestros sexos. Tengo miedo de mirarla, terror de que el niño ciego y fantasmal se funda en su cuerpo, que la mujer con la que estoy haciendo el amor me mire desde negras cuencas vacías.
Camino por un largo pasillo de suelo y paredes brillantes. Los revestimientos son de algún tipo de material plástico muy reflectante y en el techo se empotra un tubo interminable de excesiva luz fluorescente. Busco la puerta correcta entre las infinitas que se suceden a ambos lados de ese corredor interminable. Sé que sólo una permite el regreso, escapar de este escenario de pesadilla. Estoy cansado, agotado, porque llevo muchísimo tiempo caminando sin detenerme, aunque no sé por qué ni cuándo empecé. De hecho, siento que siempre he estado caminando por este pasillo, un siempre que anula el fluir de tiempo para convertirlo en un ahora suspendido. Así que tampoco sería adecuado decir que estoy caminando y sin embargo el pesado cansancio de mis piernas corrobora la paradoja. Sólo sé que he de abrir una puerta, la puerta, pero no abro ninguna porque ninguna por las que paso (¿paso?) es la correcta. Lo sé sin necesidad de abrirlas, como sé que de atravesar cualquiera de las infinitas erróneas entraría en un mundo que no me corresponde, sin posibilidad de regreso.
Estoy en la consulta del ginecólogo y veo en el monitor las imágenes ecográficas del que habría podido ser mi hijo: pequeña masa humanoide encerrada en una cavidad carnosa. Está muerto, traduzco para mí las palabras pretenciosamente analgésicas del médico; está muerto, me repito con monocorde brutalidad. Y siento una extraña náusea, y un vacío en el útero que no tengo, y aflojamiento en las piernas. Evoco otra escena de una década antes, tan igual y tan distinta. Mientras sigo caminando los recuerdos se confunden en este presente eterno, con la sola compañía del niño desnudo y etéreo de negras cuencas vacías, el niño que soy yo y que nunca, salvo en el efímero espejismo de un sueño, he dejado de ser.
Nothing's what I cry for - Dana Fuchs (Love to Beg, 2011)
Déjame adivinar, ¿sigues leyendo a Murakami?
ResponderEliminarNo, hace ya unos diez dias que lo acabe. ¿Te recuerda al japones? Si es asi, ha sido inconsciente; la inspiracion me vino oyendo en la radio la experiencia de un tipo. Luego la adapte a vivencias propias, debidamente deformadas.
EliminarVivencias propias las hay, eso se me hace evidente... y también ajenas
Eliminar¿Ajenas? ¿Aludes a algo que se me escapa, Lansky?
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