Llegué tarde al hotel, un establecimiento discreto en el West End, no tan cómodo como debería pero escogido por motivos sentimentales, recuerdos de mi primera estancia londinense, la de un adolescente que cruzó Europa en tren en pos de su primer amor. Antes de recluirme en la habitación me permitía vagar sin rumbo durante una hora por esas calles pensando en Sonja, rememorando las escenas de aquellos calurosos días de un julio ya muy lejano, nuestra abrupta despedida. De algún modo, esos recuerdos casi difuminados marcaban el punto final de una primera etapa, el adiós definitivo a Montenegro, el brutal desgajamiento de mis raíces. Había pasado un cuarto de siglo y –ya lo he dicho– yo era otro, un extraño a su propio pasado. Y además, el yo que ahora era estaba también a punto de acabarse, de desvanecer sin dejar rastro por tercera vez en mi vida. Quizá por eso me abandonaba un tanto morbosamente a retazos de memoria casi ajenos, y hasta fantaseaba con la posibilidad remota de cruzarme con Sonja en ese barrio que no era ya el que fue brevemente nuestro. Porque algo me decía que ella seguiría en Londres, que como yo, pero por razones muy distintas, nunca regresó a Budva. Pero esa noche los pensamientos no corrían fluidos hacia mis dieciséis años; la sesión con los periodistas se imponía sobre ellos como un tutor antipático que exige atención. Me molestaba comprobar que un incidente más que previsto podía alterar la rutina fríamente planificada. Quedan tres partidos, me decía, tan sólo una semana durante la cual debo gestionar la curiosidad de la prensa, del público. Y tenía claro cómo: iba a ser un tenista autodidacta, muy tímido que rehuía a toda costa la fama; venir a Wimbledon era un reto personal, un sueño que tenía desde niño y que, una vez cumplido, no estaba dispuesto a que alterara mi vida tranquila en Montenegro. Por eso les iba a pedir que no preguntaran sobre mí, que sólo estaba dispuesto a hablar de los partidos, que por favor respetaran mi voluntad de anonimato.
Esa noche tuve pesadillas y, sin embargo, desperté con el cuerpo totalmente descansado, los músculos distendidos, como si sonrieran. Era el último día de julio, un jueves que amanecía soleado, cargado de buenos presagios. Fui al gimnasio cercano a Piccadilly del que me había hecho socio un año antes, durante el último campeonato, cuando, como uno más del público, me dediqué a estudiar con detenimiento a todos los jugadores. Allí trabajaba Zlatan, un esloveno que me había presentado Sara, un tipo de una fortaleza y capacidad física excepcional, ex-practicante de alto nivel de varios deportes –el tenis entre ellos– y que renegaba de todos. Tanto tiempo sudando juntos que podía decirse que nos habíamos hecho amigos, lo suficiente para que ambos supiéramos del otro cosas que escondíamos. Pero no tantas o, al menos, Zlatan no conocía lo que yo prefería que siguiera ignorando, aunque sin duda sospechaba. Sospechaba, por ejemplo, que mi nombre no era con el que me llamaba, que mis repetidas estancias en Londres durante los pasados doce meses no se debían a negocios financieros, que mis entrenamientos y buena forma no obedecían a una obsesión de ejecutivo. Sin embargo, Zlatan no quería saber, no por falta de curiosidad sino porque entendía que yo no quería que supiese, actitud que apreciaba y por la que, sobre muchas otras, lo consideraba amigo. Esa mañana nos dimos una buena paliza de pesas, estiramientos y ejercicios aeróbicos, una más de nuestras ya muchas sesiones. A la una estaba en mi habitación del hotel; tenía interés en ver el partido de segunda ronda de Nadal, para ver si se sacaba la espina de la humillante derrota del año anterior frente a Dustin Brown. El mallorquín iba por la parte baja del cuadro, así que no necesitaba estudiarlo, pero me caía bien y llevaba mucho tiempo siguiéndole con especial benevolencia. Pero tampoco este Wimbledon iban a irle bien las cosas, se le notaba descentrado, muy lejos de exhibir esa fortaleza mental de temporadas atrás. Ni siquiera acabé de ver el partido, aunque luego me enteraría que, por los pelos, consiguió pasar a tercera ronda.
A media tarde pasé un rato revisando las hojas de cálculo que me había enviado Sara por correo con la evolución de las apuestas durante mis dos partidos. En el de Moriya, antes de empezar, se pagaba 1,25 veces la apuesta por la victoria del japonés y 25 veces a quienes creyeran en mí; cuando jugué contra Berankis, los ratios iniciales estaban en 1,15 y 28 respectivamente. Es decir, apostar a mi favor resultó muy beneficioso para los pocos que lo hicieron, si es que hubo alguno. Durante los partidos los números fueron cambiando a medida que el puntaje me daba ventaja, como consecuencia del cálculo continuo de probabilidades del ordenador. Aún así, gracias a que con ninguno saqué ventajas apabullantes, como partía con coeficientes relativos muy inferiores, hasta el final siempre estuve por debajo o, lo que es lo mismo, en todo momento quien hubiese apostado por mí habría recibido más premio que quien lo hiciera por mi oponente. Al día siguiente me tocaba enfrentarme a Isner, el californiano de potente servicio. Comprobé en la web de la casa de apuestas que mi victoria se pagaba 20 a 1, bastante menos que en los dos partidos anteriores, bajada que había que atribuir a que el comportamiento del tenista desconocido empezaba a mosquear aconsejando reducir riesgos. Desde luego, tendría que hacer que el enfrentamiento fuera apretado para limitar el crecimiento de mi calificación en las apuestas. Tampoco podía darle demasiada ventaja a Isner y luego remontar (mi táctica para el encuentro definitivo), porque eso alarmaría demasiado. Mientras miraba las cifras de la Excel empecé a sentirme tentado por un primer experimento, por quebrar mi propósito inicial de resolverlo todo en una única jugada. Después de todo, me dije, si la apuesta no es muy llamativa no ha de levantar sospechas como antecedente del golpe final. Naturalmente, Sara no podía ser quien apostara (sería lo mismo que quemarla) y ni siquiera debía enterarse. A mi chica no le gustaba nada salirse de los planes, algo que la convertía en demasiado previsible; esa ventaja quería seguir manteniéndola.
Llamé a Zlatan y le propuse cenar juntos en un libanés que a ambos nos gustaba. Una de las facetas secretas de mi amigo eran sus relaciones con el mundo de las apuestas peligrosas (y siempre amañadas) de Londres; alguna vez me había insinuado la conveniencia de invertir en un combate de boxeo o una carrera de caballos. En esa velada fui yo el que sacó el tema, preguntándole primero si, ahora que se estaba disputando, Wimbledon no era objeto de apuestas clandestinas. Algo, me contestó, pero nada interesante; el tenis no da mucho juego, está demasiado analizado con tanta mierda de estadísticas. Hay un tipo nuevo, que no pertenece al circuito, un montenegrino que ha pasado la segunda ronda, ¿no lo has visto? Zlatan me miró fijamente, casi podía leer en su frente las preguntas que se estaba haciendo. No, respondió, ya sabes que odio el tenis. El caso, continué, es que estaba pensando en apostar algo de dinero pero no quiero que conste mi nombre. ¿De Montenegro, dices? Me gusta Montenegro, mi abuelo era de allí. ¿Y cuánto estás pensando apostar? No sé, digamos que cinco mil libras; se paga a veinte, así que ganaríamos cien mil. ¿Ganaríamos? Claro, Zlatan, iríamos a medias. Volvió a escrutarme, el ceño fruncido. ¿Y cuánto quieres que ponga yo? Había pensado que mil libras, ¿te parece bien? Mi amigo guardó un largo silencio, pensativo; finalmente habló. Tú conoces a ese tenista, seguro; no sé cuáles son tus planes y tampoco quiero saberlo a menos que te apetezca explicármelo. Te tengo aprecio, ambos venimos del mismo rincón del mundo –también este tenista que nadie conoce– así que cuenta conmigo. Nos miramos los dos un largo rato, no hacía falta que nos dijéramos más. Saqué cuatro mil libras de la billetera y las dejé sobre la mesa. Haz la apuesta mañana, poco antes de la una; luego, si te apetece, date un salto a Wimbledon para ver el partido. No, no me apetece, contestó, e intuyo que tú tampoco tienes ganas de que lo vea, y con una sonora carcajada se guardó los billetes.
Esa noche tuve pesadillas y, sin embargo, desperté con el cuerpo totalmente descansado, los músculos distendidos, como si sonrieran. Era el último día de julio, un jueves que amanecía soleado, cargado de buenos presagios. Fui al gimnasio cercano a Piccadilly del que me había hecho socio un año antes, durante el último campeonato, cuando, como uno más del público, me dediqué a estudiar con detenimiento a todos los jugadores. Allí trabajaba Zlatan, un esloveno que me había presentado Sara, un tipo de una fortaleza y capacidad física excepcional, ex-practicante de alto nivel de varios deportes –el tenis entre ellos– y que renegaba de todos. Tanto tiempo sudando juntos que podía decirse que nos habíamos hecho amigos, lo suficiente para que ambos supiéramos del otro cosas que escondíamos. Pero no tantas o, al menos, Zlatan no conocía lo que yo prefería que siguiera ignorando, aunque sin duda sospechaba. Sospechaba, por ejemplo, que mi nombre no era con el que me llamaba, que mis repetidas estancias en Londres durante los pasados doce meses no se debían a negocios financieros, que mis entrenamientos y buena forma no obedecían a una obsesión de ejecutivo. Sin embargo, Zlatan no quería saber, no por falta de curiosidad sino porque entendía que yo no quería que supiese, actitud que apreciaba y por la que, sobre muchas otras, lo consideraba amigo. Esa mañana nos dimos una buena paliza de pesas, estiramientos y ejercicios aeróbicos, una más de nuestras ya muchas sesiones. A la una estaba en mi habitación del hotel; tenía interés en ver el partido de segunda ronda de Nadal, para ver si se sacaba la espina de la humillante derrota del año anterior frente a Dustin Brown. El mallorquín iba por la parte baja del cuadro, así que no necesitaba estudiarlo, pero me caía bien y llevaba mucho tiempo siguiéndole con especial benevolencia. Pero tampoco este Wimbledon iban a irle bien las cosas, se le notaba descentrado, muy lejos de exhibir esa fortaleza mental de temporadas atrás. Ni siquiera acabé de ver el partido, aunque luego me enteraría que, por los pelos, consiguió pasar a tercera ronda.
A media tarde pasé un rato revisando las hojas de cálculo que me había enviado Sara por correo con la evolución de las apuestas durante mis dos partidos. En el de Moriya, antes de empezar, se pagaba 1,25 veces la apuesta por la victoria del japonés y 25 veces a quienes creyeran en mí; cuando jugué contra Berankis, los ratios iniciales estaban en 1,15 y 28 respectivamente. Es decir, apostar a mi favor resultó muy beneficioso para los pocos que lo hicieron, si es que hubo alguno. Durante los partidos los números fueron cambiando a medida que el puntaje me daba ventaja, como consecuencia del cálculo continuo de probabilidades del ordenador. Aún así, gracias a que con ninguno saqué ventajas apabullantes, como partía con coeficientes relativos muy inferiores, hasta el final siempre estuve por debajo o, lo que es lo mismo, en todo momento quien hubiese apostado por mí habría recibido más premio que quien lo hiciera por mi oponente. Al día siguiente me tocaba enfrentarme a Isner, el californiano de potente servicio. Comprobé en la web de la casa de apuestas que mi victoria se pagaba 20 a 1, bastante menos que en los dos partidos anteriores, bajada que había que atribuir a que el comportamiento del tenista desconocido empezaba a mosquear aconsejando reducir riesgos. Desde luego, tendría que hacer que el enfrentamiento fuera apretado para limitar el crecimiento de mi calificación en las apuestas. Tampoco podía darle demasiada ventaja a Isner y luego remontar (mi táctica para el encuentro definitivo), porque eso alarmaría demasiado. Mientras miraba las cifras de la Excel empecé a sentirme tentado por un primer experimento, por quebrar mi propósito inicial de resolverlo todo en una única jugada. Después de todo, me dije, si la apuesta no es muy llamativa no ha de levantar sospechas como antecedente del golpe final. Naturalmente, Sara no podía ser quien apostara (sería lo mismo que quemarla) y ni siquiera debía enterarse. A mi chica no le gustaba nada salirse de los planes, algo que la convertía en demasiado previsible; esa ventaja quería seguir manteniéndola.
Llamé a Zlatan y le propuse cenar juntos en un libanés que a ambos nos gustaba. Una de las facetas secretas de mi amigo eran sus relaciones con el mundo de las apuestas peligrosas (y siempre amañadas) de Londres; alguna vez me había insinuado la conveniencia de invertir en un combate de boxeo o una carrera de caballos. En esa velada fui yo el que sacó el tema, preguntándole primero si, ahora que se estaba disputando, Wimbledon no era objeto de apuestas clandestinas. Algo, me contestó, pero nada interesante; el tenis no da mucho juego, está demasiado analizado con tanta mierda de estadísticas. Hay un tipo nuevo, que no pertenece al circuito, un montenegrino que ha pasado la segunda ronda, ¿no lo has visto? Zlatan me miró fijamente, casi podía leer en su frente las preguntas que se estaba haciendo. No, respondió, ya sabes que odio el tenis. El caso, continué, es que estaba pensando en apostar algo de dinero pero no quiero que conste mi nombre. ¿De Montenegro, dices? Me gusta Montenegro, mi abuelo era de allí. ¿Y cuánto estás pensando apostar? No sé, digamos que cinco mil libras; se paga a veinte, así que ganaríamos cien mil. ¿Ganaríamos? Claro, Zlatan, iríamos a medias. Volvió a escrutarme, el ceño fruncido. ¿Y cuánto quieres que ponga yo? Había pensado que mil libras, ¿te parece bien? Mi amigo guardó un largo silencio, pensativo; finalmente habló. Tú conoces a ese tenista, seguro; no sé cuáles son tus planes y tampoco quiero saberlo a menos que te apetezca explicármelo. Te tengo aprecio, ambos venimos del mismo rincón del mundo –también este tenista que nadie conoce– así que cuenta conmigo. Nos miramos los dos un largo rato, no hacía falta que nos dijéramos más. Saqué cuatro mil libras de la billetera y las dejé sobre la mesa. Haz la apuesta mañana, poco antes de la una; luego, si te apetece, date un salto a Wimbledon para ver el partido. No, no me apetece, contestó, e intuyo que tú tampoco tienes ganas de que lo vea, y con una sonora carcajada se guardó los billetes.
Caminando de vuelta al hotel concluí que Zlatan había deducido que yo era el tenista desconocido. No necesitaba ver el partido y, además, no viéndolo dejaba la pelota en mi tejado, me concedía elegantemente el derecho a mantener nuestra amistad en el plano que yo deseara. Sara se cabrearía mucho si se enterara de cuanto me he expuesto ante este esloveno escéptico y huraño y, sin embargo, yo no sentía la menor inquietud. Al llegar a mi habitación me puse en el ordenador el último partido de Isner en el Wimbledon del año pasado. Fue contra Cilic; cuatro horas y media, para al final caer ante el croata; partido largo, pero nada comparado con el maratoniano de 11 horas que el mismo californiano había ganado en 2010 contra el francés Nicolás Mahut, creo que el más largo de la historia (70-68 en el tie-break del quinto set). Vamos a darle mañana unas cuantas horas tenis, me dije. Y de pronto pensé que sería divertido repetir el del año pasado: le gano el primer set, me gana el segundo, le gano el tercero, me gana el cuarto y, finalmente, le gano el quinto. Y todos apretados, con un solo break, incluso con la muerte súbita del tercero. Replicar el puntaje no era buena idea, desde luego; podía llamar la atención a los maniáticos de las estadísticas. Pero me hacía gracia, tentaba demasiado al ánimo juguetón que me embargaba y, además, se trataba de un reto añadido que mejoraría mi motivación, bueno para mi estrategia, para mi objetivo final. Con esa decisión me fui a dormir y esa noche no tuve ninguna pesadilla.
Hit me with your best shot - Pat Benatar - (Crimes of Passion, 1980)
Precioso relato de 'work in progress'. Emocionante, has conseguido generar intriga, expectativas en algo tan a priori aburrido como un campeonato de tenis y sus apuestas. Te felicito
ResponderEliminarGracias, Lansky.
EliminarAburrido no el tenis sino el asunto en sí, quiero decir, espero próxima entrega y desenlace
ResponderEliminarSeguirán las entregas, porque me temo que en la próxima no llegaré al desenlace (la trama tiene su propia vida que deja que la controle)
EliminarLa trama se complica... y eso es bueno para mantener la tensión.
ResponderEliminarA ver si no se me complica en demasía ...
Eliminar