La forma sigue a la función, dijo Louis Sullivan a finales del XIX (no, Roberto, no fue Lloyd Wright) y unos años después Adolf Loos dijo que el ornamento era un delito (se pasaba, claro, pero es que estaba hastiado de los modernistas de Viena). La oposición tampoco es tal. Al fin y al cabo, adornar(se) siempre ha sido un deseo de los humanos; por tanto, la mera forma, aún cuando carezca de función tal como la entendieron los funcionalistas de la primera mitad del siglo pasado (sobre todo en mi gremio), adquiere una función: la ornamental. Diseño un objeto para cumplir una función, vale, pero también puede que, a veces, al objeto elaborado (o encontrado) sin más función que servir de adorno se le encuentre una función más prosaica. En este caso, la función sigue a la forma.
Normalmente –de modo extremadamente simplón– asociamos forma con belleza y función con utilidad. Pero, quién sabe qué es lo bello, cómo modular el grado de belleza o fealdad de una forma. En cambio, es mucho más sencillo (o mucho menos discutible) medir la utilidad de algo, cuánto de bien (o de mal) cumple la función para la que se destina. Viene un funcionalista trasnochado y nos asegura que la belleza máxima radica en aquellas formas que expresan la perfecta adecuación a su función, que todo en su configuración obedece a un propósito de utilidad. En su momento, hace unos cien años, solían recurrir a argumentos de la evolución biológica; hoy han quedado un tanto desprestigiados, al menos en sus formulaciones más esquemáticas.
Botones y ojales, su contrapartida, son un ejemplo perfecto; cualquiera pensaría que en ambos casos la forma ha seguido a la función. En un momento de la historia del vestido se empiezan a hacer prendas abiertas y se requiere cerrarlas. Antes de los botones se prueban otras soluciones: alfileres, nudos, corchetes ... Incluso coser apretadamente los puños, lo que obligaba a descoserlos cada día para desvestirse. De pronto, un genio anónimo, como un Arquímedes en su bañera, suelta su eureka: coso una pequeña pieza en un lado de la tela y hago una abertura en el otro por la que pueda pasar la primera de canto pero no en su posición normal. Pero lo que pasó no fue eso.
Los botones, entendidos como pequeñas piezas que se cosían al ropaje, existen desde la Prehistoria. Pero no para cerrar partes del vestido, sino como meros elementos ornamentales. Quizá calificarlos así no sea justo; con toda probabilidad serían signos comunicativos (¿pero acaso no lo es todo adorno?), objetos que "informaban" al otro de mis cualidades (de mi estatus social) y también talismanes protectores o con cualquier otra finalidad que hoy no denominaríamos funcional. Conchas de molusco talladas, piezas de huesos, trocitos de marfil ... Incluso después de "inventarse" el abotonado, cuando ya el botón había pasado a ser un objeto útil desde los presupuestos funcionalistas, siguió manteniendo y hasta exacerbando su valor decorativo. En los siglos XVI y XVII, los aristócratas y potentados rivalizaban en colmar sus vestimentas de botones que podían ser carísimas joyas.
Y los ojales, a su vez, parece que tuvieron existencia propia antes de ser casados con los correspondientes botón. No lo he podido documentar de forma clara, pero de lo que he encontrado infiero que en las vestimentas de la Europa Oriental en los primeros siglos del pasado milenio empezaron a hacerse ojales. Quizá fuera para fijar en ellos otros objetos con finalidad también decorativa, pero intuyo que lo más probable es que estas hendiduras se practicaran en ambas partes de la tela de modo que, superponiéndose, permitieran el paso de lazos con los que unirlas. En algunos sitios se dice que fueron los cruzados quienes importaron este sistema de cierre de las ropas hacia los reinos occidentales. En otras partes leo que fue hacia el siglo XIV cuando, en Alemania, alguien tuvo la feliz idea de combinar en un mismo vestido botones y ojales. Sin embargo, en otro sitio relatan que la gran presentación pública de la simbiosis botones-ojales se produjo el 2 de febrero de 1421 en la fiesta a doce mil invitados de todo el mundo que celebró el emperador Zhu Di, para inaugurar la Ciudad Prohibida. Él, su concubina preferida, los mandarines y los eunucos de su corte, se presentaron ricamente vestidos con sedas naturales ajustadas a sus cuerpos por botones preciosos que cumplían su labor sostenidos por unas pequeñas ranuras reforzadas en los bordes.
Fuera un alemán ingenioso o el sastre de la corte imperial china, hay que reconocer que la invención, que ahora nos parece tan obvia que ni se nos ocurre pensar sobre ella, fue brillante. Aunque quizá el término invento no sea el que mejor le corresponde y debamos calificarlo de descubrimiento: el desconocido autor simplemente encontró una utilidad nueva a dos objetos ya existentes o –para contradecir a Sullivan– la función siguió a la forma. En todo caso, gran parte de los resultados de la creatividad humana responden justamente a ese mecanismo: saber ver en lo que tenemos muy visto nuevas utilidades (o incluso nuevas bellezas).
Three button hand me down - Faces (First Step, 1970)
Como la rueda, como el plano inclinado, como la flecha, como el molino, es bastante seguro que botones y ojales fueran descubiertos muchas veces con diversas variantes y de forma independiente, aunque también se transmitieran como ‘descubrimiento’. Una cosa no invalida sino que complementa la otra. Es la vieja polémica en etnología entre localistas y globalistas. Ambos aspectos son ciertos y se matizan y relativizan respectivamente. Los ojales y botones, cuando se estetizan” son los famosos alamares de los uniformes, pierden su función prioritaria de sujeción para hacerse ornamentales. Pero lo mismo que se dice de ojales y botones puede afirmarse del vestido en su conjunto, de su función de proteger de la inclemencia se complementa con al de adornar, señalar estatus, etc. Hay una pintura rupestre en Austria que muestra a un hombre cubierto de pieles, para el frío y la lluvia, claro, pero lleva colgando unas plumas de los hombros, ¿para volar?
ResponderEliminarEl axioma biológico de “la función crea el órgano”, una suerte de funcionalismo en biología como en arquitectura, no es que esté anulado, está muy matizado. La Naturaleza, o la Evolución, no es un diseñador inteligente, como afirman los neo creacionistas, sino un improvisador chapucero, pero genial que puede transformar un bote de tomate vacío en un carburador y lo que antes servía para una cosa ahora sirve para otra y mañana en otra. Cambiar de función o quedar sin uso aparente, como nuestro famoso apéndice, como los ornamentos de los trajes.
¿Lo útil es bello y lo bello útil? Difícil conciliar ambos asuntos, pero en la artesanía, una forma de repetir diseños largamente probados, pero fabricados manualmente, —y en eso se distingue tanto del ‘arte’ como de la ‘industria’— es muy frecuente que el diseño simple y eficaz de un objeto que sirve perfectamente a su función nos termine pareciendo hermoso, hay una relación, aunque difícil de definir.
Creo que Lansky ha hablado del asunto mejor de lo que podría hacerlo yo y por tanto, me suscribo a sus palabras.
ResponderEliminarSuscribo la opinión de Ozanu.
ResponderEliminar