Los segundos de silencio helado parecieron eternos; varios miles de personas con nuestros músculos rígidos, las miradas fijas, los cerebros cortocircuitados. De pronto, un recogepelotas, un chiquillo regordete, corrió hacia el cuerpo inanimado de Isner quebrando el hechizo del tiempo inmóvil. Inmediatamente, tres tipos del equipo sanitario del torneo se apresuraron también hacia el tenista caído, a la vez que la multitud del público se revolvía inquieta, dejándose oír un rumor de intensidad creciente. Yo me mantenía en el fondo de mi pista, desconcertado, sin saber qué hacer; peor, sin siquiera acertar a pensar ordenadamente. Poco a poco, con esfuerzo, comencé a caminar hacia la red, mientras veía cómo llegaba una camilla, cómo depositaban con extremo cuidado al americano en ella, cómo a paso rápido lo sacaban del campo. Miré hacia la silla elevada; el árbitro principal ya no estaba ahí, sino junto a la entrada hacia los vestuarios, formando un corro con los otros árbitros al que se sumaban dos tipos con el uniforme de la organización. Me aproximé a ellos. En cuanto llegué se hizo el silencio; el mayor, un hombre barrigón y calvo, me detuvo apoyando sus dos manos en mis hombros. Mr. Ivanović, me dijo, por favor diríjase a su vestuario y espere allí; luego lo repitió muy despacio, silabeando cada palabra. Asentí sin hablar y me metí en el túnel. Antes, miré hacia las gradas: una multitud que bullía apelotonada hacia las salidas.
Bajo la ducha traté de ordenar mis pensamientos. ¿Qué había pasado? Isner había caído fulminado, ¿un infarto? Pero, ¿y la mancha de sangre en la camiseta? Como si le hubieran disparado. ¿Un tirador desde la grada? Jamás había ocurrido eso en Wimbledon, ni en ningún otro torneo importante. ¿Y para qué? Fuera lo que fuese lo sucedido, no me convenía en absoluto. Me sería prácticamente imposible mantener mi anonimato, culminar con éxito mi plan. Seguía reconcomiéndome cuando apareció el mismo calvo barrigón de antes quien escuetamente, sabedor de que no dominaba el inglés, me pidió que por favor lo siguiera. Cargando mi bolsa y ya vestido de calle me hizo pasar a la sala de prensa, pero esta vez no había periodistas, sólo dos tipos serios con el pelo muy corto y rasgos casi idénticos, que se veía a la legua que eran policías, acompañados de una chica rubia, muy joven, quien resultó ser la intérprete. El interrogatorio se inició sin ninguna introducción: Mr. Ivanović, podría facilitarnos su pasaporte; no lo llevo encima, contesté, sólo la tarjeta identificativa del torneo. Ambos se miraron un instante, como si confirmaran algo previamente hablado. ¿En qué hotel está? Les di el nombre y dirección del establecimiento. Lo conozco, dijo uno de ellos, el más rapado, no es habitual que ahí se alojen tenistas profesionales. Es que realmente no soy profesional sino un mero aficionado. Sí, lo sabemos, intervino el otro, está causando sensación y también mucha curiosidad; de hecho, como imaginará, necesitamos conocer algo más de usted, tendremos que pedir información a Montenegro. Claro, contesté, en todo caso, estoy a su disposición; ¿puedo saber qué le ha sucedido a John? Por supuesto, se enteraría inmediatamente en cuanto salga de aquí; le han disparado. ¿Cómo? Y no tuve necesidad de fingir mi asombro, por más que la idea ya se me hubiera ocurrido. Alguien desde las gradas bajas, suponemos, probablemente con una pistola deportiva de calibre .22, a lo largo de esta noche sabremos más. E Isner, ¿cómo está? No ha muerto, me contestó el más rapado, pero no pinta nada bien; en estos momentos deben estar operándolo. Entonces interrumpió el otro: Mr. Ivanović, si no le importa rellene este formulario; luego le rogaría que se desplace directamente a su hotel y no salga hasta que uno de nuestros hombres le visite por la mañana para requerirle el pasaporte.
Obedecí lo que me dijeron; en esa situación no debía hacer nada que centrase en mí la atención de la policía. Habían apuntado mi móvil y sin duda ya lo tendría pinchado; tampoco podía llamar desde el hotel pues enseguida sabrían a quién. De otra parte, nada de pasear por el barrio ya que lo más seguro era que hubiese alguien para vigilarme. Tendría que hacer acopio de toda mi paciencia y serenidad, y aguantar las ganas de llamar a Sara para que moviese sus contactos y averiguase qué podía haber pasado. Tampoco podía contactar con Zlatan y eso casi me carcomía más. De pronto me preguntaba si había calado bien al esloveno, si había hecho bien en fiarme de él, aunque sólo fuera parcialmente. ¿La apuesta que le propuse que compartiéramos tendría alguna relación con el disparo a Isner? Desde luego, por unas ganancias de cien mil libras no merecía la pena el riesgo de un atentado en Wimbledon. Pero, ¿y si la puja hubiera sido mucho más alta? ¿Y si mi confidencia hubiera animado a Zlatan a jugar por su cuenta, o peor, a involucrar a alguno de sus amigos poco recomendables? Dudé si entrar en la web de la casa de apuestas; los días anteriores lo había hecho a través de la wi-fi del hotel y era probable que el servidor guardara las conexiones de los clientes. Maldije mi imprevisión, un error garrafal que, aunque no hubiese ocurrido nada, podría ser una fisura en mi plan perfecto. Y ahora se volvía mucho más peligroso: si a la policía se le ocurría investigar y descubría que había estado fisgando en una web de apuestas deportivas mi propio partido, ¿cómo iba a explicarlo? Tenía que preparar algo convincente; no sé, que me había llamado algún familiar desde Montenegro para decirme que pensaba apostar a mi favor y eso me había picado la curiosidad. Noté que el nerviosismo se me estaba filtrando. ¿Qué hago, me dije, borro o no el historial del navegador de mi portátil? Decidí que no, porque si los policías supieran las webs que había visitado, hacerlo añadiría otro motivo de extrañeza. Además, estoy dejándome llevar por el pánico. Para investigar mis conexiones a Internet tendrían que sospechar que he participado en el crimen; y para requisarme el ordenador las sospechas habrían de ser lo suficientemente sólidas como para conseguir una orden judicial. Tengo que tranquilizarme, me dije.
Aún así, necesitaba despejar algunas dudas y, pese al riesgo –en todo caso mucho menor– me conecté a la red a través del 4G de mi móvil. La casa de apuestas tan sólo decía que el partido se había suspendido en el quinto set y que el monto acumulado casi era medio millón de esterlinas; considerando la cuantía de la apuesta de Zlatan (si se había atenido a lo acordado) no parecía nada raro. Por cierto, en ese momento se seguían aceptando pujas, pero mi victoria ya sólo se pagaba a 1,17. Obviamente el partido no iba a continuar y, salvo alguna decisión inesperada, ya estaba en la cuarta ronda donde el lunes 4 de julio, tal como había visto camino al vestuario, jugaría contra Denis Kudla, un ucraniano nacionalizado americano. Pero ahora parecía que faltaba mucho, un larguísimo fin de semana en el que con toda certeza iban a ocurrir bastantes cosas, tantas que tal vez todo se fuera al garete, que nunca se celebrara ese partido y que tuviera que darme por contento no ya con ganar la gran apuesta, sino con salir de ese embrollo sin demasiados problemas.
De momento, lo mejor que podía hacer era dormir para estar fresco a la mañana siguiente, cuando vinieran a pedirme el pasaporte. Supuse que en esa inminente visita no me harían apenas preguntas, seguramente se limitarían a quedarse con la documentación y comunicar con la policía montenegrina, solicitándoles información sobre un tal Janko Ivanović, residente en Podgorica (no es que la capital de Montenegro sea muy populosa –poco más de 150.000 habitantes– pero lo suficiente para que haya un buen montón de Jankos Ivanović). La dirección de mi pasaporte correspondía a un apartamento en uno de los edificios más altos del ensanche de la ciudad –la llamada Nova Varoš– en el que en efecto había residido durante unos meses como Janko Ivanović y que seguía pagando religiosamente para que en el buzón figurara ese nombre, así que por ese lado no debía haber problema. De otra parte, el número de mi documento era el de un Janko Ivanović, nacido y también residente en la capital montenegrina y que hacía mucho –durante las guerras yugoslavas– había emigrado a Australia. Naturalmente, la huella dactilar era la mía, pero eso no me preocupaba porque era altamente improbable que en los archivos de Montenegro se conservara registro de ésta. En todo caso, si mi personalidad despertaba el interés de algún detective excesivamente escrupuloso –ya fuera en Londres o en Podgorica–, desenredar la madeja le costaría demasiado esfuerzo; pasaría bastante tiempo antes de que pudieran localizar al Ivanović al que suplantaba y, para entonces, de uno u otro modo el juego habría acabado. No, pensé, no tengo por qué preocuparme por este flanco, la única información sobre mí que pueden obtener a corto plazo es la que yo mismo les facilite. El mayor riesgo es que localicen a personas que me hayan conocido durante los últimos años, mientras he estado fuera de mi falso apartamento montenegrino y por el que sin duda me preguntarán. Se trata de repasar y mejorar la historia que tenía preparada, pero no tan a fondo como para soportar un interrogatorio policial.
(He's) The great imposter - The Fleetwoods (American Graffitti, 1973)
He estad de cachondeo el fin de semana y no he podido leer la otra entrada hasta ahora, justo antes que esta. Me ha gustado el inesperado giro y espero la siguiente.
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado. En breve sigo.
EliminarMadre mía, ahora empieza lo bueno...
ResponderEliminarO lo malo ... :)
EliminarNo espero nada bueno del desenlace de este asunto. Y yo que pensaba apostar unos ahorrillos...
ResponderEliminar¿Qué crees que pasará? Porque yo no estoy muy seguro. Pero, en todo caso, no te rajes que a lo mejor sacas una pasta.
EliminarDos nuevos posts ya tras este, y seguimos en vilo sobre el resultado de la gran apuesta. No me atrevo a rogarte que nos saques cuanto antes de la zozobra, no vayas a hacer como el amigo George R R Martin, que mata un Stark cada vez que un lector le mete prisa para que publique el siguiente tomo. Pero no sé ya las historias interesantes que nos has empezado para nunca acabarlas, y te aseguro que me parece una pésima costumbre. (Casi tan mala como la de anunciar matices que nunca haces). Anda, hombre, déjate de botones y de trepas y lleva a buen puerto, o a malo, como prefieras, las maquinaciones paradeportivas del servocroata este.
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