Viernes uno de julio, pista uno de Wimbledon, inicio del partido a las 15:30 con puntualidad británica. Enfrente tenía al gigante de Carolina del Norte, nada menos que 208 centímetros, veintitrés más que yo; a esa altura súmesele la longitud de su brazo diestro para comprender desde dónde descendían sus mortíferos servicios. Había alcanzado el noveno puesto en el ranking de la ATP, pero ya hacía más de cuatro años; si limitaba sus aces no tenía de qué preocuparme. Nos saludamos junto a la silla del árbitro, antes de practicar el peloteo de rigor, durante el cual apenas mostré buenos saques mientras él me disparaba torpedos supersónicos. Supongo que se las estaría prometiendo muy felices, aunque ya había escondido el gesto arrogante que se le había dibujado unos minutos antes, cuando pasé por la zona mixta. Estaba con su novia, una chica atractiva pero no del tipo modelo espectacular. Sabía que se llamaba Madison y que diseñaba joyas; me había llamado la atención durante la semifinal de Miami del pasado año, cuando Isner perdió con Djokovic pese al desaforado entusiasmo animador de la chica. En fin, que ahí estaban los tortolitos, abrazándose sin recato cuando yo pasé a su lado, caminando con la cabeza algo gacha (pose ensayada) con aire de cansado, de quien casi ni puede con la bolsa de las raquetas. Entonces el gringo me echó una mirada a medias entre inquisitiva y despectiva y le susurro algo a la bella Maddy, quien no pudo reprimir una risita tenue, como un gorjeo. Luego, ya en la pista, se notaba que intentaba reprimir ese exceso de confianza, mostrándome su sonrisa de niño bueno. Espero que sigas en forma, pensé, porque en este partido vas a tener que esforzarte mucho más de lo que prevés.
El primer set discurrió exactamente como me había propuesto: un duelo de sacadores. Isner me dobló en números de aces (6 a 3), pero a la vista de los gestos de desconcierto ante algunas devoluciones mías, seguro que le parecieron pocos. Yo, en cambio, no quise forzar el servicio y preferí que cada punto fuera bastante más largo, que corriera. Mi estrategia quedó claramente reflejada en las estadísticas de esa manga: once errores no forzados del americano por sólo dos míos. En todo caso, cada uno ganó sus seis servicios con relativa holgura –varios 40-0 y ningún deuce– y nos plantamos como era inevitable en el tie-break. También en el desempate quise mantener la ficción de igualdad de modo que, con la misma tónica, llegamos hasta el 5-4 a mi favor, después de que yo hubiera fallado en la devolución de todos sus saques. Así que John se dispuso a jugar sus dos bolas de servicio bastante confiado en que me las ganaría fácil. Me disparó el primero y le solté un revés paralelo que botó como una exhalación en la esquina contraria, casi sin darle tiempo a correr. De pronto parecía que el tipo había quedado grogui; mientras seguían los aplausos, caminó casi errático al otro cuadro, se veía que intentaba ordenar sus pensamientos, decidir qué golpe escoger para evitar el set point. Optó por un saque potente buscándome el cuerpo y he de reconocer que le salió muy bien; apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás y flexionar la espalda para poder armar un globo estratosférico, un golpe de defensa desesperada, de esos que casi siempre se van más allá de la línea de fondo. No fue así, claro, la pelota cayó sobre la línea, para la sorpresa de mi nervioso contrincante (incluso se le escapó un shit perfectamente audible y que no recibió el warning que merecía) que corrió de espaldas para regalarme una bola blanda a media pista que disfruté rematando sin piedad a su contrapié. Lo siento, chico, ya has perdido el primero.
Bien, la siguiente manga tenía que llevársela él, igual que había ocurrido en la edición del año anterior. La verdad es que describir el curso de los juegos resultaría muy pesado (para mí y para el lector) porque el set se desarrolló de forma muy parecida al anterior. O sea, que cada uno ganó con comodidad sus servicios (aunque estuvimos igualados en aces) y volvimos a desembocar en el fatídico juego de desempate. Y vuelta a repetir el monótono ejercicio de saques mortíferos con puntos que acababan en no más de tres golpes a favor del servicio. Así hasta el 7-6 para Isner y servicio para mí. Boté la pelota bastante más de lo habitual mientras, de reojo, anotaba la tensión en la cara del americano; luego la lancé hacia arriba y la dejé caer sin golpearla, abortando el saque. Me estaba divirtiendo. Por fin hice el servicio, un violento raquetazo cruzado que tenía todas las papeletas para ser un ace en la misma T, pero que el juez de silla cantó fuera. Hice un exagerado aspaviento de enfado y pedí el "ojo de halcón" aunque sabía de sobra que la bola no había entrado. Isner, en cambio, no parecía estar tan seguro por la ansiedad con que fijó la vista en la pantalla. Confirmado mi error (intencionado) dediqué al público y a mi adversario algunos gestos de preocupación; volví a botar en demasía la pelota, creo que hasta incurrí un poco en sobreactuacion. Luego estrellé la bola contra la cinta de la red para que cayera dócilmente de mi lado. Se escuchó un "oooh" en las gradas e Isner no pudo reprimir un salto de alegría. Bien chaval, ya has empatado el partido, uno a uno.
Empezábamos el tercero y éste me lo iba a llevar yo, pero, para darle algo de variedad al partido (hay que entretener al público) no sería de juegos cortos: que mi kilométrico amigo corriera un poco más, no le iba a dejar que siguiera con el recital de saques directos. Y eso hice, me revelé como un restador magnífico, devolviendo saques imposibles que volaban a 240 kilómetros por hora y obligando a Isner a ganar cada uno de sus servicios con mucho más esfuerzo que el anterior. Cuando yo sacaba, en cambio, recurría a la irregularidad que ya tenía que caracterizarme ante los aficionados: servicios espeluznantes que alternaba con errores bastante tontos (en esta manga me permití superar al americano en fallos), de modo que también alargaba los juegos, si bien corriendo bastante menos. En el octavo juego empecé a asustar consiguiendo una bola de break que habría significado el 5-3 pero que no materialicé.Gané mi siguiente servicio y me preparé para rematar el set con el saque de Isner. Como la ocasión lo merecía, me ocupé de darle emoción: ganaba él un punto y yo el siguiente, y así sucesivamente hasta contabilizar diez deuces. No había sido así el partido con Cilic del año pasado a cuyo esquema me estaba ajustando, pero es que tampoco se trataba de repetir al milímetro la puntuación, me bastaba con que el resultado final del set fuera el mismo. Tras el décimo empate, le repetí el mismo resto paralelo con el que me había llevado la primera manga, pero esta vez para ponerme en ventaja. De nuevo la misma expresión de desconcierto en el de Carolina, el mismo andar errático al cambiar de lado. Y los nervios le traicionaron, no consiguió la concentración necesaria y me lanzó un servicio flojito, impropio de él, y, para colmo, corrió hacia la red con la ingenua intención de volear mi resto. Estuve en un tris de compadecerme y dejar que se diera el gusto, pero no, ya valía. Solté un globo suave, una parábola que descendió suavemente hasta el fondo de la pista. Sólo pudo girar la cabeza desconsolado para comprobar que perdía el punto y el set. A seguir peleando, chico.
El pobre Isner volvía a estar deprimido y no era cuestión de que bajara su rendimiento, que teníamos todavía que durar bastante más. Este cuarto set va a ser para ti, lo animé mentalmente, y te lo voy a dejar ganar algo más fácilmente. Así que fuimos rápido, juegos de pocos puntos que siempre se llevaba el sacador hasta llegar por tercera vez al tie-break. Tampoco quise alargar el desempate, así que le regalé el primer punto con mi servicio y ya bastó con que cada uno mantuviéramos nuestro saque para que alcanzara el 7-4 final. Bien, a empezar el quinto sin favorito claro, el juego se estaba ajustando perfectamente a mi plan, seguro que las apuestas se habían animado y, desde luego, también el público (la pista se había ido llenando a medida que el partido se alargaba y crecía la incertidumbre por el resultado). Tras el breve descanso, el americano volvió a la pista visiblemente revitalizado; funcionaban los ejercicios de mentalización que le habrían recomendado sus psicólogos, me dije. Los cuatro primeros juegos se desarrollaron muy parecidos a los del set anterior, lo cual pareció reforzar la confianza de John en sí mismo. Que se venga arriba, decidí, e hice un servicio desastroso, regalándole un juego en blanco. El siguiente se lo dejé ganar cómodamente, admitiéndole dos aces: John se ponía 4-2 y se le veía eufórico. Mis dos primeros saques del séptimo juego volvieron a ser vergonzosos, una doble falta y un regaldo blandito para su drive que convirtió en un resto ganador: 0-30, a dos puntos del 5-2 y servicio para ganar el encuentro. Luego le encajé dos saques directos e inmediatamente un largo y violento peloteo que se anotó él; de nuevo bola de ruptura, nervios al verse tan cerca. No te me entusiasmes demasiado, le dije mentalmente, y pasé a ganarle los tres siguientes puntos sin casi dejarle opción de jugarlos. Por poco, me imagino que pensaría, pero no pasa nada, llevo un break de ventaja y tan sólo se trata de mantener mis dos siguientes servicios. Se puso a ello en el siguiente juego y no lo hizo nada mal, me resultó sencillo que se lo anotara convincentemente: 5-3 y restaba para llevarse el partido. Por supuesto que eso no ocurrió, y llegamos al décimo juego, su gran oportunidad de ganar el partido.
Estaba atardeciendo y calculé que en una media hora se suspendería el partido. Esa era mi idea, hacerle revivir al americano su partido del año pasado con Cilic y –ya para nota– que la interrupción se produjera con empate a diez juegos. Pero ello exigiría jugar doce games, lo cual ya era inimaginable; no obstante, procuraría hacerlos cortísimos, para que llegáramos al más alto puntaje posible. Así que, para empezar, le metí cuatro restos ganadores a sus cuatro servicios y a continuación, tras el descansillo que hice más breve de lo habitual, le fulminé con tres aces y una volea en la red. Con una pasmosa rapidez ya me había puesto 5 a 5 sin que John hubiera tenido tiempo de digerirlo. Luego a que ganara él su servicio, yo el mío y así sucesivamente, casi sin intercambios, para ver hasta donde se quedaba el marcador cuando el juez de silla decidiera que no había luz suficiente. En muy poco tiempo estábamos en 7 a 7 y el saque para Isner. Bueno, me dije, seguro que la suspensión vendrá tras este juego y me iré a dormir en desventaja; mañana prolongaré el partido hasta el 10-10 y luego le ganaré los dos últimos juegos. Para entonces ya llevábamos cuatro horas y veinte de partido, así que con las de mañana rozaríamos las cinco, unos treinta minutos más que lo que sufrió contra Cilic, no estaba nada mal. Pensando pues que éste iba a ser el último juego del día, decidí hacerlo un poco más entretenido para los espectadores y, de paso, facilitar el lucimiento de mi contrincante. Le devolví su primer cañonazo con un golpe defensivo y le dejé que dominara ese punto hasta que en el octavo golpe hice una dejada demasiado fácil, a la que llegó de sobra para meterme un revés cruzado ganador: grandes aplausos. El 30-0 lo consiguió con un ace casi perfecto (dudo que lo hubiera devuelto aunque hubiese querido). Luego otro punto largo, de fuertes y colocados drives desde el fondo de pista, mientras sutilmente me iba dejando desplazar hacia la derecha, abriéndole cada vez más espacio por mi revés. Tardó en atreverse, pero finalmente soltó el paralelo que le estaba insinuando y se colocó con 40-0, a casi nada de llevarse el juego. Y entonces, en medio del atronador aplauso que premiaba al americano, ocurrió lo inesperado. Isner acababa de empezar a caminar hacia el otro cuadro de servicio y de pronto cayó fulminado al suelo. Se hizo un silencio absoluto, todos mirábamos hipnotizados el cuerpo tendido sobre la hierba, boca abajo; en la camiseta blanca, a la altura del omóplato izquierdo, empezó a crecer una mancha roja oscura.
El primer set discurrió exactamente como me había propuesto: un duelo de sacadores. Isner me dobló en números de aces (6 a 3), pero a la vista de los gestos de desconcierto ante algunas devoluciones mías, seguro que le parecieron pocos. Yo, en cambio, no quise forzar el servicio y preferí que cada punto fuera bastante más largo, que corriera. Mi estrategia quedó claramente reflejada en las estadísticas de esa manga: once errores no forzados del americano por sólo dos míos. En todo caso, cada uno ganó sus seis servicios con relativa holgura –varios 40-0 y ningún deuce– y nos plantamos como era inevitable en el tie-break. También en el desempate quise mantener la ficción de igualdad de modo que, con la misma tónica, llegamos hasta el 5-4 a mi favor, después de que yo hubiera fallado en la devolución de todos sus saques. Así que John se dispuso a jugar sus dos bolas de servicio bastante confiado en que me las ganaría fácil. Me disparó el primero y le solté un revés paralelo que botó como una exhalación en la esquina contraria, casi sin darle tiempo a correr. De pronto parecía que el tipo había quedado grogui; mientras seguían los aplausos, caminó casi errático al otro cuadro, se veía que intentaba ordenar sus pensamientos, decidir qué golpe escoger para evitar el set point. Optó por un saque potente buscándome el cuerpo y he de reconocer que le salió muy bien; apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás y flexionar la espalda para poder armar un globo estratosférico, un golpe de defensa desesperada, de esos que casi siempre se van más allá de la línea de fondo. No fue así, claro, la pelota cayó sobre la línea, para la sorpresa de mi nervioso contrincante (incluso se le escapó un shit perfectamente audible y que no recibió el warning que merecía) que corrió de espaldas para regalarme una bola blanda a media pista que disfruté rematando sin piedad a su contrapié. Lo siento, chico, ya has perdido el primero.
Bien, la siguiente manga tenía que llevársela él, igual que había ocurrido en la edición del año anterior. La verdad es que describir el curso de los juegos resultaría muy pesado (para mí y para el lector) porque el set se desarrolló de forma muy parecida al anterior. O sea, que cada uno ganó con comodidad sus servicios (aunque estuvimos igualados en aces) y volvimos a desembocar en el fatídico juego de desempate. Y vuelta a repetir el monótono ejercicio de saques mortíferos con puntos que acababan en no más de tres golpes a favor del servicio. Así hasta el 7-6 para Isner y servicio para mí. Boté la pelota bastante más de lo habitual mientras, de reojo, anotaba la tensión en la cara del americano; luego la lancé hacia arriba y la dejé caer sin golpearla, abortando el saque. Me estaba divirtiendo. Por fin hice el servicio, un violento raquetazo cruzado que tenía todas las papeletas para ser un ace en la misma T, pero que el juez de silla cantó fuera. Hice un exagerado aspaviento de enfado y pedí el "ojo de halcón" aunque sabía de sobra que la bola no había entrado. Isner, en cambio, no parecía estar tan seguro por la ansiedad con que fijó la vista en la pantalla. Confirmado mi error (intencionado) dediqué al público y a mi adversario algunos gestos de preocupación; volví a botar en demasía la pelota, creo que hasta incurrí un poco en sobreactuacion. Luego estrellé la bola contra la cinta de la red para que cayera dócilmente de mi lado. Se escuchó un "oooh" en las gradas e Isner no pudo reprimir un salto de alegría. Bien chaval, ya has empatado el partido, uno a uno.
Empezábamos el tercero y éste me lo iba a llevar yo, pero, para darle algo de variedad al partido (hay que entretener al público) no sería de juegos cortos: que mi kilométrico amigo corriera un poco más, no le iba a dejar que siguiera con el recital de saques directos. Y eso hice, me revelé como un restador magnífico, devolviendo saques imposibles que volaban a 240 kilómetros por hora y obligando a Isner a ganar cada uno de sus servicios con mucho más esfuerzo que el anterior. Cuando yo sacaba, en cambio, recurría a la irregularidad que ya tenía que caracterizarme ante los aficionados: servicios espeluznantes que alternaba con errores bastante tontos (en esta manga me permití superar al americano en fallos), de modo que también alargaba los juegos, si bien corriendo bastante menos. En el octavo juego empecé a asustar consiguiendo una bola de break que habría significado el 5-3 pero que no materialicé.Gané mi siguiente servicio y me preparé para rematar el set con el saque de Isner. Como la ocasión lo merecía, me ocupé de darle emoción: ganaba él un punto y yo el siguiente, y así sucesivamente hasta contabilizar diez deuces. No había sido así el partido con Cilic del año pasado a cuyo esquema me estaba ajustando, pero es que tampoco se trataba de repetir al milímetro la puntuación, me bastaba con que el resultado final del set fuera el mismo. Tras el décimo empate, le repetí el mismo resto paralelo con el que me había llevado la primera manga, pero esta vez para ponerme en ventaja. De nuevo la misma expresión de desconcierto en el de Carolina, el mismo andar errático al cambiar de lado. Y los nervios le traicionaron, no consiguió la concentración necesaria y me lanzó un servicio flojito, impropio de él, y, para colmo, corrió hacia la red con la ingenua intención de volear mi resto. Estuve en un tris de compadecerme y dejar que se diera el gusto, pero no, ya valía. Solté un globo suave, una parábola que descendió suavemente hasta el fondo de la pista. Sólo pudo girar la cabeza desconsolado para comprobar que perdía el punto y el set. A seguir peleando, chico.
El pobre Isner volvía a estar deprimido y no era cuestión de que bajara su rendimiento, que teníamos todavía que durar bastante más. Este cuarto set va a ser para ti, lo animé mentalmente, y te lo voy a dejar ganar algo más fácilmente. Así que fuimos rápido, juegos de pocos puntos que siempre se llevaba el sacador hasta llegar por tercera vez al tie-break. Tampoco quise alargar el desempate, así que le regalé el primer punto con mi servicio y ya bastó con que cada uno mantuviéramos nuestro saque para que alcanzara el 7-4 final. Bien, a empezar el quinto sin favorito claro, el juego se estaba ajustando perfectamente a mi plan, seguro que las apuestas se habían animado y, desde luego, también el público (la pista se había ido llenando a medida que el partido se alargaba y crecía la incertidumbre por el resultado). Tras el breve descanso, el americano volvió a la pista visiblemente revitalizado; funcionaban los ejercicios de mentalización que le habrían recomendado sus psicólogos, me dije. Los cuatro primeros juegos se desarrollaron muy parecidos a los del set anterior, lo cual pareció reforzar la confianza de John en sí mismo. Que se venga arriba, decidí, e hice un servicio desastroso, regalándole un juego en blanco. El siguiente se lo dejé ganar cómodamente, admitiéndole dos aces: John se ponía 4-2 y se le veía eufórico. Mis dos primeros saques del séptimo juego volvieron a ser vergonzosos, una doble falta y un regaldo blandito para su drive que convirtió en un resto ganador: 0-30, a dos puntos del 5-2 y servicio para ganar el encuentro. Luego le encajé dos saques directos e inmediatamente un largo y violento peloteo que se anotó él; de nuevo bola de ruptura, nervios al verse tan cerca. No te me entusiasmes demasiado, le dije mentalmente, y pasé a ganarle los tres siguientes puntos sin casi dejarle opción de jugarlos. Por poco, me imagino que pensaría, pero no pasa nada, llevo un break de ventaja y tan sólo se trata de mantener mis dos siguientes servicios. Se puso a ello en el siguiente juego y no lo hizo nada mal, me resultó sencillo que se lo anotara convincentemente: 5-3 y restaba para llevarse el partido. Por supuesto que eso no ocurrió, y llegamos al décimo juego, su gran oportunidad de ganar el partido.
Estaba atardeciendo y calculé que en una media hora se suspendería el partido. Esa era mi idea, hacerle revivir al americano su partido del año pasado con Cilic y –ya para nota– que la interrupción se produjera con empate a diez juegos. Pero ello exigiría jugar doce games, lo cual ya era inimaginable; no obstante, procuraría hacerlos cortísimos, para que llegáramos al más alto puntaje posible. Así que, para empezar, le metí cuatro restos ganadores a sus cuatro servicios y a continuación, tras el descansillo que hice más breve de lo habitual, le fulminé con tres aces y una volea en la red. Con una pasmosa rapidez ya me había puesto 5 a 5 sin que John hubiera tenido tiempo de digerirlo. Luego a que ganara él su servicio, yo el mío y así sucesivamente, casi sin intercambios, para ver hasta donde se quedaba el marcador cuando el juez de silla decidiera que no había luz suficiente. En muy poco tiempo estábamos en 7 a 7 y el saque para Isner. Bueno, me dije, seguro que la suspensión vendrá tras este juego y me iré a dormir en desventaja; mañana prolongaré el partido hasta el 10-10 y luego le ganaré los dos últimos juegos. Para entonces ya llevábamos cuatro horas y veinte de partido, así que con las de mañana rozaríamos las cinco, unos treinta minutos más que lo que sufrió contra Cilic, no estaba nada mal. Pensando pues que éste iba a ser el último juego del día, decidí hacerlo un poco más entretenido para los espectadores y, de paso, facilitar el lucimiento de mi contrincante. Le devolví su primer cañonazo con un golpe defensivo y le dejé que dominara ese punto hasta que en el octavo golpe hice una dejada demasiado fácil, a la que llegó de sobra para meterme un revés cruzado ganador: grandes aplausos. El 30-0 lo consiguió con un ace casi perfecto (dudo que lo hubiera devuelto aunque hubiese querido). Luego otro punto largo, de fuertes y colocados drives desde el fondo de pista, mientras sutilmente me iba dejando desplazar hacia la derecha, abriéndole cada vez más espacio por mi revés. Tardó en atreverse, pero finalmente soltó el paralelo que le estaba insinuando y se colocó con 40-0, a casi nada de llevarse el juego. Y entonces, en medio del atronador aplauso que premiaba al americano, ocurrió lo inesperado. Isner acababa de empezar a caminar hacia el otro cuadro de servicio y de pronto cayó fulminado al suelo. Se hizo un silencio absoluto, todos mirábamos hipnotizados el cuerpo tendido sobre la hierba, boca abajo; en la camiseta blanca, a la altura del omóplato izquierdo, empezó a crecer una mancha roja oscura.
Crime of the century - Supertramp (Crime of the Century, 1974)
Estás consiguiendo gracias a tu talento narrativo hacer verosimil a ese improbable tenista prodigioso. Vamos, que no puede ser verídico alguien que juega al tenis así, con su componente siempre azaroso.
ResponderEliminarSí, no es creíble que alguien pueda dominar el juego con tal maestría. Pero esa es la premisa de partida que el lector, por muy imposible que le parezca, ha de aceptar. A partir de ahí, intento mantenerme dentro la máxima verosimilitud.Gracias por lo de "talento narrativo"; ya me gustaría.
ResponderEliminarOstras...
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