De acuerdo al Preámbulo de la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo (y modificada el 7 de octubre de 2015), recordar a las víctimas del terrorismo tiene un significado político: que debemos defender los valores democráticos que son los que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente. En la modificación del Código Penal aprobada mediante la Ley Orgánica 2/2015 se define el terrorismo como cualquier delito grave que se cometa con alguna de las siguientes finalidades: (1) subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo; (2) alterar gravemente la paz pública; (3) desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional; o (4) provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella.
Nótese que esta definición convierte en terrorista toda acción criminal que tenga por objeto subvertir el orden jurídico vigente. Así, por ejemplo, Michael Collins y sus compañeros habrían sido terroristas en su lucha por la independencia de Irlanda, del mismo modo que lo fueron Fidel Castro y sus guerrilleros. Ciertamente, así fueron considerados en su momento, aunque las cosas cambiaron con sus triunfos. Se trata, sin duda, de una definición muy amplia. En la mayoría de los casos –en los de tan triste actualidad como los yihadistas, por ejemplo– no se presenta ninguna duda en calificarlos de terroristas. Sin embargo, cabe imaginar otros crímenes que, aunque no tengan en la motivación de su autor ninguna finalidad política, puedan ser considerados terroristas, a los efectos de una mayor dureza en la pena. En todo caso, lo que la Ley no requiere es que la finalidad de los terroristas sea acabar con la democracia e imponer un proyecto totalitario y excluyente.
En el fondo, lo que hace la reciente modificación del Código Penal es tipificar como terrorismo el uso de la violencia con fines políticos o, lo que es lo mismo, elevar a su máximo grado los delitos contra el orden jurídico vigente. De esta manera, en España se zanja el debate secular de la legitimidad de la violencia contra el Poder injusto, partiendo de la base –supongo yo– de que el orden jurídico vigente es justo y legítimo, por lo cual la única forma de alterarlo es de acuerdo a sus propias reglas al efecto. No digo, ni mucho menos, que en la actualidad y en nuestro país pueda justificarse el recurso a la violencia política, pero de ahí no concluyo que sea adecuada una definición tan amplia del terrorismo. Hago notar, de paso, que los actos que quedan excluidos de este delito son los que suelen conocerse como terrorismo de Estado y, casualmente, fueron estas acciones de Estado las que dieron origen al término.
En todo caso, para fortalecer la legitimidad ética de la condena de cualquier violencia contra el orden jurídico no basta con llenarse la boca de declaraciones sobre nuestra sociedad democrática, sino profundizar en la efectiva democratización de ésta. Cabe recordar que hasta hace muy poco el tiranicidio era moralmente legítimo (incluso es uno de los tópicos de la Constitución estadounidense, atribuido a Jefferson) y de ahí la legitimación de los actos revolucionarios (violentos) cuando se trata de subvertir un orden injusto. Por tanto la mejor deslegitimación de los argumentos que defienden la necesidad de la violencia, es hacer evidente la falsedad de las imputaciones de injusticia que a nuestro sistema social puedan hacer los terroristas. Y creo que si somos honestos habremos de reconocer que nos falta bastante para que podemos calificar a nuestro ordenamiento social como justo y profundamente democrático.
Sin embargo, lo cierto es que el comportamiento habitual de los Estados en los que impera la libertad y la democracia cuando han sido golpeados por actos terroristas suele ser reducir el contenido real de esas libertad y democracia en sus sociedades. No tenemos más que fijarnos en el estilo impuesto por los USA a partir de los atentados del 11S así como en las mucho más recientes respuestas de Francia. Ahora, con motivo de la masacre de París, se vuelve a abrir el debate sobre el inestable equilibrio entre seguridad y libertad. Aunque decir que se abre un debate es una exageración, al menos en esta España de sangrante mediocridad intelectual. Yo he de reconocer que no tengo las ideas nada claras, pero lo que sí veo con meridiana nitidez es que lo único que hacen nuestros líderes políticos es cacarear declaraciones huecas, preñadas de demagogia y con fines meramente electoralistas. Retorcidos barroquismos gramaticales o tajantes afirmaciones de loable "buenismo" (y, por supuesto, políticamente inmaculadas) que son incapaces de ocultar la hedionda hipocresía que esconden.
La última muestra ha sido el tema central de la política mediática nacional de esta semana que acaba: lo importante que es, en la lucha contra el terrorismo, que todos los partidos políticos suscriban el llamado pacto antiyihadista. Los medios apenas nos han explicado el contenido real del pacto. De hecho, he tenido que buscármelo este fin de semana (y me he enterado de que es un documento viejo, firmado en febrero entre el PP y el PSOE tras los atentados de Charlie Hebdo); dudo que la gran mayoría de los españoles sepa lo que dice. Y es que en realidad eso no es relevante; lo único que importa es señalar (con fines electorales, claro) a quienes no se avengan a firmarlo, como es el caso de Podemos e Izquierda Unida. El inefable Pedro Sánchez lo expresó con contundencia: frente al terrorismo no cabe ser observadores; o se está o no. Que, por supuesto, lo que pretende transmitir a los españolitos es que quienes no firman el pacto no están en contra del terrorismo. Pero, ¿por qué no se debate sobre cada uno de los ocho puntos de ese acuerdo? ¿Acaso sólo se puede estar contra el terrorismo asumiendo esos y no otros?
Después de leer el documento no he quedado demasiado satisfecho, la verdad. Tras un preámbulo, que ocupa las tres cuartas partes del texto y que es un cúmulo de lugares comunes y frases huecas y biensonantes que no se creerán del todo ni sus redactores, vienen los ocho puntos. Tan sólo el tercero apunta, aunque muy ambiguamente, hacia medidas concretas que pueden traducirse en una mayor eficacia en la lucha del Estado contra el terrorismo, aunque esa mejora parece sugerirse que pueda venir justamente por la reducción de las garantías democráticas a fin de facilitar la actividad investigadora de la policía. El resto de puntos son vaciedades que cabe interpretar de muchas maneras, de modo que suscribir este acuerdo no garantiza que se mantenga el consenso en su aplicación práctica (de hecho, así ocurrió cuando el PSOE se opuso a la modificación del Código Penal que introducía la "prisión permanente revisable" en delitos de terrorismo). Así que me quedo con varias impresiones, todas ellas desoladoras. La primera que estamos ante un acto de imagen, de marketing, sin ningún contenido real. La segunda es que aún así, como en nuestra sociedad lo importante es la publicidad, habrá que concluir que sí es eficaz: no en la lucha contra el terrorismo, sino en la obtención de réditos electorales (probablemente, IU y Podemos perderán votos por no haberlo firmado). En tercer lugar que me recelo que tanto el PP como el PSOE piensan que un documento tan ambiguo les conviene para tener las manos libres en la adopción de eventuales medidas de gobierno. Y por último (podría señalar más, pero no es el momento) que se trata de una simple cortina de humo para continuar en la estupidización de la población española, camino que va justamente en la dirección contraria de una deseable profundización en la democracia.
En todo caso, para fortalecer la legitimidad ética de la condena de cualquier violencia contra el orden jurídico no basta con llenarse la boca de declaraciones sobre nuestra sociedad democrática, sino profundizar en la efectiva democratización de ésta. Cabe recordar que hasta hace muy poco el tiranicidio era moralmente legítimo (incluso es uno de los tópicos de la Constitución estadounidense, atribuido a Jefferson) y de ahí la legitimación de los actos revolucionarios (violentos) cuando se trata de subvertir un orden injusto. Por tanto la mejor deslegitimación de los argumentos que defienden la necesidad de la violencia, es hacer evidente la falsedad de las imputaciones de injusticia que a nuestro sistema social puedan hacer los terroristas. Y creo que si somos honestos habremos de reconocer que nos falta bastante para que podemos calificar a nuestro ordenamiento social como justo y profundamente democrático.
Sin embargo, lo cierto es que el comportamiento habitual de los Estados en los que impera la libertad y la democracia cuando han sido golpeados por actos terroristas suele ser reducir el contenido real de esas libertad y democracia en sus sociedades. No tenemos más que fijarnos en el estilo impuesto por los USA a partir de los atentados del 11S así como en las mucho más recientes respuestas de Francia. Ahora, con motivo de la masacre de París, se vuelve a abrir el debate sobre el inestable equilibrio entre seguridad y libertad. Aunque decir que se abre un debate es una exageración, al menos en esta España de sangrante mediocridad intelectual. Yo he de reconocer que no tengo las ideas nada claras, pero lo que sí veo con meridiana nitidez es que lo único que hacen nuestros líderes políticos es cacarear declaraciones huecas, preñadas de demagogia y con fines meramente electoralistas. Retorcidos barroquismos gramaticales o tajantes afirmaciones de loable "buenismo" (y, por supuesto, políticamente inmaculadas) que son incapaces de ocultar la hedionda hipocresía que esconden.
La última muestra ha sido el tema central de la política mediática nacional de esta semana que acaba: lo importante que es, en la lucha contra el terrorismo, que todos los partidos políticos suscriban el llamado pacto antiyihadista. Los medios apenas nos han explicado el contenido real del pacto. De hecho, he tenido que buscármelo este fin de semana (y me he enterado de que es un documento viejo, firmado en febrero entre el PP y el PSOE tras los atentados de Charlie Hebdo); dudo que la gran mayoría de los españoles sepa lo que dice. Y es que en realidad eso no es relevante; lo único que importa es señalar (con fines electorales, claro) a quienes no se avengan a firmarlo, como es el caso de Podemos e Izquierda Unida. El inefable Pedro Sánchez lo expresó con contundencia: frente al terrorismo no cabe ser observadores; o se está o no. Que, por supuesto, lo que pretende transmitir a los españolitos es que quienes no firman el pacto no están en contra del terrorismo. Pero, ¿por qué no se debate sobre cada uno de los ocho puntos de ese acuerdo? ¿Acaso sólo se puede estar contra el terrorismo asumiendo esos y no otros?
Después de leer el documento no he quedado demasiado satisfecho, la verdad. Tras un preámbulo, que ocupa las tres cuartas partes del texto y que es un cúmulo de lugares comunes y frases huecas y biensonantes que no se creerán del todo ni sus redactores, vienen los ocho puntos. Tan sólo el tercero apunta, aunque muy ambiguamente, hacia medidas concretas que pueden traducirse en una mayor eficacia en la lucha del Estado contra el terrorismo, aunque esa mejora parece sugerirse que pueda venir justamente por la reducción de las garantías democráticas a fin de facilitar la actividad investigadora de la policía. El resto de puntos son vaciedades que cabe interpretar de muchas maneras, de modo que suscribir este acuerdo no garantiza que se mantenga el consenso en su aplicación práctica (de hecho, así ocurrió cuando el PSOE se opuso a la modificación del Código Penal que introducía la "prisión permanente revisable" en delitos de terrorismo). Así que me quedo con varias impresiones, todas ellas desoladoras. La primera que estamos ante un acto de imagen, de marketing, sin ningún contenido real. La segunda es que aún así, como en nuestra sociedad lo importante es la publicidad, habrá que concluir que sí es eficaz: no en la lucha contra el terrorismo, sino en la obtención de réditos electorales (probablemente, IU y Podemos perderán votos por no haberlo firmado). En tercer lugar que me recelo que tanto el PP como el PSOE piensan que un documento tan ambiguo les conviene para tener las manos libres en la adopción de eventuales medidas de gobierno. Y por último (podría señalar más, pero no es el momento) que se trata de una simple cortina de humo para continuar en la estupidización de la población española, camino que va justamente en la dirección contraria de una deseable profundización en la democracia.
La mayoría de los grandes retos que deberían resolver los políticos de las democracias parlamentarias, como el del terrorismo yihadista, el mal llamado cambio climático, la mejora de la productividad, la educación… requieren acciones planificadas para un largo alcance temporal, sin embargo, esos políticos, si quieren permanecer en el poder, tienen que trabajar mirando el corto alcance del horizonte de las elecciones cada cuatro años o similar espacio de tiempo. Es como si alguien para apuntar con un rifle a una diana lejana usara una lupa ¿Cómo resolver esa no ya contradicción, sino brecha espacio-temporal en términos de física moderna? No lo sé. Lo que sí sé es lo que esa brecha produce: una desconexión entre promesas y resultados, otra desconexión entre políticos y ciudadanos y un insufrible aplazamiento de las soluciones a los grandes problemas.
ResponderEliminarA lo que dice Lansky sólo añado esta frase de Benjamin Franklin, que no me harto de repetir: "Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para comprar un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad". La seguridad absoluta no existe, digan lo que digan. Aparte de que libertad y seguridad no son incompatibles, antes bien al contrario.
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