En 1916 Nueva York era ya la ciudad más grande de Estados Unidos y a punto de desbancar a Londres del primer puesto mundial. Son un años de transición entre la llamada época dorada y la del jazz o de la prohibición (que empezaría en 1920). La metrópolis estaba recibiendo una fortísima inmigración, principalmente de los países del Sur de Europa (el aluvión de italianos que sería la base de la mafia estadounidense), pero también de negros que escapaban de los estados sureños y hacían crecer el barrio de Harlem, en la parte septentrional de Manhattan. Son también tiempos de intensa actividad constructora, una carrera por llenar la isla de rascacielos, en competencia babeliana. Ahí desembarcó en octubre Alberto Vargas y, por lo que se cuenta en casi todas las fuentes, quedó inmediatamente deslumbrado por la ciudad y decidió permanecer en ella, no volver al Perú.
Supongo que las cosas no fueron tan simples, no suelen tomarse decisiones de tal calibre a la ligera. De entrada, recordemos que Alberto había de coincidir en Nueva York con su hermano Max para juntos viajar a Perú. ¿Hubo tal encuentro? Quiero pensar que sí, pero que Max, proveniente de Londres, llegó algunos días después, de modo que el mayor pudo vivir a solas la intimidad del flechazo con la ciudad. Así, me imagino que cuando llegó Max se encontró con un Alberto al que casi ni reconocería, entusiasmado con el bullicio neoyorkino, con los rascacielos, con las mujeres, sobre todo con las mujeres. Sigo elucubrando y me atrevo a escenificar las discusiones entre ambos, mucho más juicioso el menor, tratando de convencer al mayor de que su deber, el de ambos, era regresar a Arequipa y empezar a vivir la vida que su padre les ha organizado. ¿Cómo vas a tirarlo todo por la borda, un futuro espléndido continuando el negocio de papá y yo velando por los intereses financieros familiares desde puestos directivos en la banca? Seguro que Alberto dudó; se me ocurre que es probable que tratara, a su vez, de entusiasmar a Max, de animarle a que vivieran juntos la aventura norteamericana. Si Max hubiese aceptado, todo habría sido más fácil. Probablemente, formando una piña, habrían podido engatusar al padre para que les permitiera pasar una temporada allí, prorrogar un tiempo más el periodo formativo, con la seguridad de estar alejados de la guerra europea. Además, Alberto hablaría un correcto inglés (british, claro), mientras que nuestro protagonista sólo lo chapurreaba. Pero el hermano menor no sucumbió a cantos de sirenas. Sospecho que habría varios cruces de telegramas (todavía no podía conectarse por teléfono) y me imagino la ira creciente del padre que, quizás, hasta se plantearía viajar para traer de las orejas a su díscolo primogénito. En las breves biografías que he consultado se cuenta que, finalmente, no hubo ruptura familiar. Max padre aceptó la voluntad de su hijo de seguir su vocación pictórica en los Estados Unidos pero, eso sí, advirtiéndole que tendría que arreglárselas por su cuenta, que le cortaba toda ayuda económica.
Si esto que he contado fue lo que pasó, quiero creer que Alberto dispuso de un tiempo suficiente para prepararse, anímica y materialmente, ante la nueva y desconocida vida a la que se lanzaba. Las "negociaciones" familiares descritas tuvieron que durar algunas semanas, porque tampoco creo que los barcos de pasajeros entre Nueva York y El Callao tuvieran una frecuencia muy alta. Por cierto, es muy probable que Max hijo tomara el vapor de la Grace Line –una compañía fundada a mediados del XIX por dos emigrantes irlandeses para exportar el guano peruano a los Estados Unidos– que justamente ese año de 1916 había iniciado viajes con pasajeros aprovechando la reciente apertura (1914) del Canal de Panamá (hasta entonces, quienes iban al Perú desembarcaban en Buenos Aires y transbordaban a un ferrocarril transandino). También supongo que, si como todos dicen, Max T. Vargas entendió y aceptó la vocación artística de su hijo, no le privaría de golpe de toda ayuda económica. Prefiero pensar que al menos le pasaría algún capital, aunque fuera escaso, para mantenerse hasta que encontrara algún trabajillo; qué sé yo: ya que se ahorraba el pasaje del viaje marítimo, que le permitiera quedarse con el importe del billete (o, a lo mejor, eso fue lo que hizo el propio Alberto sin pedir permiso). Como haya sido, lo cierto es que hacia finales del 16 un chaval de veinte años, que apenas habla inglés y que no tiene casi dinero, que hasta ese momento ha estado siempre protegido, se encuentra solo –por decisión propia, desde luego– en la inmensa urbe norteamericana. Ciertamente, no se puede negar que le echó huevos; muchas tenían que ser sus ganas de lanzarse a esa nueva vida en ese mundo totalmente nuevo para él.
¿Qué fue lo que tanto le entusiasmó de Nueva York? Según afirma Paul Chutkow en un artículo de 1996 en la revista Cigar aficionado, fueron, por encima de todo, las mujeres. No eran tímidas como las remilgadas peruanas, ni arrogantes como las regordetas suizas, ni altaneras como las coquetas parisinas. Vargas las veía únicas: le gustaba su desenvoltura, sus aires de independencia, sus saludables aspectos, la sensualidad natural que desprendían, sin artificios. De cada edificio salían torrentes de chicas –escribiría años después recordando esos días– y yo me quedaba mirándolas atónito, admirando esa expresión de seguridad que exhalaban, como si dijeran "aquí estoy, ¿a que te gusto?" Y sí, claro que le gustaban; tanto como para decidir que allí había de quedarse y dedicarse a retratarlas, a homenajearlas. Conseguiría ese anhelo aunque entonces no fueran sino fantasías que, imagino, él mismo se cuestionaría en no pocos momentos de desazón: ¿tenía talento suficiente? ¿tendría la suerte que siempre se necesita? No deberían ser pocas sus dudas.
Pero, ¿eran así, como las veía Alberto, las neoyorkinas de 1916? Uno podría pensar que las mujeres habían alcanzado para esas fechas alto grado de autonomía personal y, desde luego, esa conclusión sería completamente errónea. Por entonces, las mujeres mantenían un rol social subordinado completamente al del hombre, en especial si estaban casadas. Hacia principios del pasado siglo, en casi todos los Estados de la Unión, los bienes de las mujeres casadas pasaban a ser propiedad del marido y ésta no podía tomar decisiones de índole económica. De otra parte, la mayoría de las mujeres no se había incorporado a la vida laboral (siempre que no contemos como tal los duros trabajos que hacían en sus casas) y, desde luego, no tenían derecho a voto. No obstante, estos años a los que nos referimos son también los finales de la que se ha dado en llamar en la historiografía del feminismo en los USA "la primera ola" (first wave) que va desde la famosa convención de Seneca Falls (1848) hasta la aprobación de la IX Enmienda a la Constitución norteamericana (1920) que garantizaba el voto a las mujeres. Más de setenta años de luchas lideradas por damas blancas, predominantemente de clases altas e incluso conservadoras, centradas sobre todo en obtener el derecho al sufragio electoral. Pero, salvo contadas excepciones, las impulsoras de esta primera ola no eran revolucionarias, no planteaban cambios radicales en el rol social de la mujer,ni siquiera, al menos a corto plazo, que ésta adquiriera un protagonismo real en la dinámica social. De hecho, el comienzo "fáctico" de la emancipación femenina, más que a las reivindicaciones formales, se debió, tanto en Estados Unidos como en Europa, a la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral. La Gran Guerra –mucho más en nuestro continente que en el americano– supuso el primer gran impulso en este sentido. Pero, ciertamente, en 1916 la mujer norteamericana distaba mucho de la asombrada impresión que recibió Alberto.
Claro que Estados Unidos es y era muy grande, y Nueva York es y era un caso singular que en absoluto representaba la realidad sociológica del país. No me cabe duda de que, en el opresivo marco general, los márgenes de libertad o de autonomía de las neoyorkinas eran considerablemente más altos que en el resto de los USA. Téngase en cuenta que, por esos años, Nueva York era la puerta de entrada de una potente corriente inmigratoria y daba cabida a las más diversas gentes, lo que necesariamente derivaba en una mayor tolerancia. De otra parte, la proporción de mujeres, en especial chicas jóvenes, que se decidían a trabajar –aunque sólo fuera como etapa de transición, entre la high school y la boda– era muchísimo más alta que en cualquier otra parte de la nación. Y es que la ciudad contaba con abundante oferta de puestos trabajos "adecuados" para las mujeres, sobre todo en el creciente sector administrativo (oficinas). A este respecto, conviene referirse a un sector laboral que resulta muy significativo en este proceso de reconversión del rol femenino, de emancipación de la mujer, si se prefiere. Hablo del negocio del espectáculo (el show bussiness) que, obviamente, requería abundante número de trabajadoras femeninas. Puede que, en términos cuantitativos, las artistas de variedades, teatro o cine (mudo) no fueran el sector mayoritario del empleo femenino, pero sin duda la repercusión social de lo que hacían –tanto dentro como fuera de su oficio– las convirtió en referencias señeras de la evolución sociológica de la mujer. Y no ha de olvidarse que, por entonces, Broadway era el centro del mundo del espectáculo. Así que sí, que podemos entender el arrobamiento del joven Alberto ante las mujeres neoyorkinas; y también podemos creernos que ese entusiasmo fuera un factor decisivo, incluso el principal, para adoptar la arriesgada decisión de quedarse en la Gran Manzana.
¿Qué fue lo que tanto le entusiasmó de Nueva York? Según afirma Paul Chutkow en un artículo de 1996 en la revista Cigar aficionado, fueron, por encima de todo, las mujeres. No eran tímidas como las remilgadas peruanas, ni arrogantes como las regordetas suizas, ni altaneras como las coquetas parisinas. Vargas las veía únicas: le gustaba su desenvoltura, sus aires de independencia, sus saludables aspectos, la sensualidad natural que desprendían, sin artificios. De cada edificio salían torrentes de chicas –escribiría años después recordando esos días– y yo me quedaba mirándolas atónito, admirando esa expresión de seguridad que exhalaban, como si dijeran "aquí estoy, ¿a que te gusto?" Y sí, claro que le gustaban; tanto como para decidir que allí había de quedarse y dedicarse a retratarlas, a homenajearlas. Conseguiría ese anhelo aunque entonces no fueran sino fantasías que, imagino, él mismo se cuestionaría en no pocos momentos de desazón: ¿tenía talento suficiente? ¿tendría la suerte que siempre se necesita? No deberían ser pocas sus dudas.
Pero, ¿eran así, como las veía Alberto, las neoyorkinas de 1916? Uno podría pensar que las mujeres habían alcanzado para esas fechas alto grado de autonomía personal y, desde luego, esa conclusión sería completamente errónea. Por entonces, las mujeres mantenían un rol social subordinado completamente al del hombre, en especial si estaban casadas. Hacia principios del pasado siglo, en casi todos los Estados de la Unión, los bienes de las mujeres casadas pasaban a ser propiedad del marido y ésta no podía tomar decisiones de índole económica. De otra parte, la mayoría de las mujeres no se había incorporado a la vida laboral (siempre que no contemos como tal los duros trabajos que hacían en sus casas) y, desde luego, no tenían derecho a voto. No obstante, estos años a los que nos referimos son también los finales de la que se ha dado en llamar en la historiografía del feminismo en los USA "la primera ola" (first wave) que va desde la famosa convención de Seneca Falls (1848) hasta la aprobación de la IX Enmienda a la Constitución norteamericana (1920) que garantizaba el voto a las mujeres. Más de setenta años de luchas lideradas por damas blancas, predominantemente de clases altas e incluso conservadoras, centradas sobre todo en obtener el derecho al sufragio electoral. Pero, salvo contadas excepciones, las impulsoras de esta primera ola no eran revolucionarias, no planteaban cambios radicales en el rol social de la mujer,ni siquiera, al menos a corto plazo, que ésta adquiriera un protagonismo real en la dinámica social. De hecho, el comienzo "fáctico" de la emancipación femenina, más que a las reivindicaciones formales, se debió, tanto en Estados Unidos como en Europa, a la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral. La Gran Guerra –mucho más en nuestro continente que en el americano– supuso el primer gran impulso en este sentido. Pero, ciertamente, en 1916 la mujer norteamericana distaba mucho de la asombrada impresión que recibió Alberto.
Claro que Estados Unidos es y era muy grande, y Nueva York es y era un caso singular que en absoluto representaba la realidad sociológica del país. No me cabe duda de que, en el opresivo marco general, los márgenes de libertad o de autonomía de las neoyorkinas eran considerablemente más altos que en el resto de los USA. Téngase en cuenta que, por esos años, Nueva York era la puerta de entrada de una potente corriente inmigratoria y daba cabida a las más diversas gentes, lo que necesariamente derivaba en una mayor tolerancia. De otra parte, la proporción de mujeres, en especial chicas jóvenes, que se decidían a trabajar –aunque sólo fuera como etapa de transición, entre la high school y la boda– era muchísimo más alta que en cualquier otra parte de la nación. Y es que la ciudad contaba con abundante oferta de puestos trabajos "adecuados" para las mujeres, sobre todo en el creciente sector administrativo (oficinas). A este respecto, conviene referirse a un sector laboral que resulta muy significativo en este proceso de reconversión del rol femenino, de emancipación de la mujer, si se prefiere. Hablo del negocio del espectáculo (el show bussiness) que, obviamente, requería abundante número de trabajadoras femeninas. Puede que, en términos cuantitativos, las artistas de variedades, teatro o cine (mudo) no fueran el sector mayoritario del empleo femenino, pero sin duda la repercusión social de lo que hacían –tanto dentro como fuera de su oficio– las convirtió en referencias señeras de la evolución sociológica de la mujer. Y no ha de olvidarse que, por entonces, Broadway era el centro del mundo del espectáculo. Así que sí, que podemos entender el arrobamiento del joven Alberto ante las mujeres neoyorkinas; y también podemos creernos que ese entusiasmo fuera un factor decisivo, incluso el principal, para adoptar la arriesgada decisión de quedarse en la Gran Manzana.
¡Juraría que había publicado un comentario! Decía que la foto de las mujeres con la cinta que dice "Purita" (y como acabe) me recuerda una película de D. W. Griffith, Intolerancia.
ResponderEliminarLa foto es de una manifestación de las sufragistas en 1916. Que te recuerde a Intolerancia me parece muy pertinente porque la peli de Griffith es justamente de ese año y, además, una de sus cuatro historias es sobre una huelga contemporánea. Bien traído.
ResponderEliminarPues sí que está bien traída la conexión entre la foto de las sufragistas y la película de Griffith. A mí las fotos de Nueva York me hacen pensar en el "Metrópolis" de Fritz Lang, pero eso es casi una obviedad. Y la de las sufragistas me recordó también el comienzo de la grandiosa "La carrera del siglo" de Blake Edwards, una de esas películas (como "El baile de los vampiros" o "Cantando bajo la lluvia") ideales para levantar el ánimo en días tristes.
ResponderEliminarEn próximos capítulos el cine de la época se meterá en la historia. Espero tus eruditos comentarios, Antonio.
EliminarHay personas que nacen con "wanderlust" y eso es un impulso demasiado fuerte e irrefrenable, quizás Alberto lo llevaba escrito en los genes.
ResponderEliminarNo conocía esa palabra, "wanderlust". Consultado su significado (pasión por viajar) no me parece que sea la apropiada para definir la de Alberto. La suya, su pasión, era dedicarse al arte, y centrar su arte en las mujeres. De hecho, no viajó demasiado a lo largo de su vida posterior.
EliminarMe está gustando mucho tu relato, Miroslav, incluidas las partes con las que especulas —con fundamento— para rellenar los huecos de la escasa biografía de Vargas. Sólo disiento de una frase demasiado categórica para mí gusto, cuando afirmas: "no suelen tomarse decisiones de tal calibre a la ligera." Yo podría afirmar justo lo contrario, como señal Babe, que las verdaderas decisiones que más influyen en nuestra vida a veces las tomamos a la ligera.
ResponderEliminarProbablemente me expresé mal. También yo creo (y a mi propia experiencia me remito) que las decisiones de mayor calibre para nuestras vidas se toman bastante a la ligera, a veces ni se toman (te dejas llevar). Lo que pasa es que creo que en el momento en que podrías elegir no eres consciente de que la decisión va a resultar ser de ese calibre. En el caso de Vargas, tuvo que ser consciente que estaba "quemando sus naves" y, por lo menos, algo debió de dudar y meditar. Decidió siendo muy consciente de que estaba tomando una decisión importante (creo yo). La mayoría de decisiones importantes que he tomado yo en mi vida no era consciente de que lo iban a ser tanto. Pero, en fin ...
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