Como dije en el post anterior, casi nada he logrado encontrar sobre los cinco años europeos de Alberto Vargas. El "casi" lo cubre una fotografía proveniente de los archivos del propio artista donados a la Smithsonian en 1986 –cuatro años después de su muerte– por Astrid Conte, su sobrina. La imagen está datada hacia 1912 y es el típico retrato de alumnos con sus profesores, agrupados en composición piramidal, probablemente en el patio de la escuela, con abundante arboleda otoñal al fondo. Se cuentan dieciséis estudiantes, que posan de pie, superpuestos en tres filas escalonadas, salvo dos de ellos, los más aniñados (¿los más empollones también?) que aparecen sentados en los extremos de la grada inferior, cada uno con una pequeña máquina. En el centro de la imagen, también sentados, los tres maestros. El fotógrafo nos deja clara la jerarquía. En posición y actitud prevalente el que debía ser el jefe de estudios o similar, un cuarentón de orgulloso mostacho con los brazos cruzados y el globo terráqueo a sus pies; mira serio a la cámara y, a la vez, seguro de su incuestionada autoridad. Lo flanquean dos mujeres más jóvenes, ambas con las manos descansando sobre el regazo, ambas modosas, algo sumisas también.
A diferencia de los retratos colectivos actuales (y desde hace mucho tiempo), nadie sonríe. El jolgorio de la juventud no debía considerarse, pienso, un valor a recogerse en la que sin duda era una fotografía "oficial". Los chicos estaban en ese colegio para convertirse en hombres responsables, serios y reflexivos. Todos pues con los labios cerrados, sin el menor amago de sonrisa. Trajeados, aunque no con prendas uniformes: las chaquetas son de distintos tejidos y colores, algunos las llevan abotonadas, otros abiertas. Los hay con corbatas, con pajaritas y sin colgajos al cuello; unos visten chalecos pero la mayoría camisas blancas, todas ellos, eso sí, de rígidos cuellos almidonados; los cabellos bien peinados, cortos, por supuesto, pero no demasiado. Los hermanos Vargas son fácilmente identificables, sus rasgos andinos los diferencian del resto de pálidos colegiales centroeuropeos. Max en el extremo izquierdo de la segunda fila, con el brazo metido dentro de la chaqueta, en imitación napoleónica. Alberto, nuestro protagonista, se sitúa en el extremo opuesto de la misma fila, también el brazo derecho en la misma pose, y el izquierdo dentro del bolsillo del pantalón. Está claro que los hermanos se habían puesto de acuerdo previamente, sin duda a iniciativa del mayor, quien adopta el posado con mucho más aplomo, desafiante. Acaso quisieran mostrar más seguridad de la que sentían, forasteros en ese entorno ajeno. En el atuendo y tocado de Alberto aprecio que, al menos en esa edad (dieciséis), debía ser un tanto presumido. Su peinado engominado de marcada raya, el arqueamiento del cuerpo, su mirada, apuntan a la exhibición impostada de la imagen del latin lover, con reminiscencias de un Rodolfo Valentino (que todavía, sin embargo, no valía como referencia, pues el futuro sex-symbol italiano era más o menos de la misma edad que Alberto).
Desconozco cuál fue la institución en la que escolarizaron a los dos hermanos (parece que estaba en Zurich –no puedo asegurarlo– y con toda probabilidad sería un internado). Dada la edad de los chicos, correspondería a lo que hoy llamamos educación secundaria que, por aquel entonces, no estaba tan reglada ni mucho menos era obligatoria. Si la foto muestra, como hay que suponer, el conjunto de alumnos que compartían la misma clase, llama la atención que los chavales no fueran de la misma edad (los propios hermanos se llevaban un año y se notan diferencias también entre otros). De otra parte, la presencia de abundantes artefactos mecánicos en el retrato sugiere que se trataba de una especie de escuela de "artes y oficios", lo que hoy podría ser un centro de formación profesional. Las dos grandes láminas apoyadas en primera línea aluden a las artes decorativas (al estilo del arts and crafts de William Morris, por ejemplo) y a la mecánica. Tiene sentido que Max Vargas internara allí a Alberto, dado que deseaba que aprendiera a fondo las técnicas fotográficas (nótese que el muchacho que está delante de él sostiene una cámara con trípode). Más raro es que también lo hiciera con el segundo, a quien había destinado para la banca. Se me ocurre que quizá Max junior sólo pasara en esa escuela una primera etapa de su estancia europea y luego, con algo más de edad, los hermanos se separarían para que el menor se enfocara hacia estudios económicos. De algunos textos cabe deducir que lo enviaron a Londres, pero no tengo certeza. Más firme parece la conjetura de que, durante esos cinco años, Alberto permaneció en Suiza.
Supondré pues que nuestro protagonista, primero con su hermano y luego solo, residió en Zurich ese fundamental lustro en que se deja de ser adolescente. Imagino que vivía en compañía exclusivamente masculina, lo que, sumado a su condición de extranjero, le llevaría a forjar un carácter reservado y probablemente algo fanfarrón, a la defensiva. Suiza no era París, sino un país provinciano y tranquilo, al que iban los burgueses a descansar y tomar aires puros por motivos terapéuticos (recuérdese La Montaña Mágica, que transcurre más o menos en ese tiempo). También por entonces, gracias a su neutralidad y tolerancia, había no pocos revolucionarios en sus ciudades. Nada menos que Lenin, por ejemplo, que además había residido en París en 1911, durante la estancia de los Vargas. Podemos fantasear con que el chaval con ínfulas de artista hubiera visto al ruso sentado en una terraza de Montmartre o en una cantina de Zurich y le hubiera llamado la atención para hacerle una caricatura, a las que era muy aficionado. Lástima que entre los papeles que dejó Alberto a su muerte no haya aparecido. Pero, en fin, no disponemos más que de la imaginación al pensar en el chico en ese periodo de formación. Me pregunto, por ejemplo, cómo sería su despertar hacia el otro sexo. Frustrante, probablemente; sin apenas ocasiones de tratar con chicas de su edad y, por tanto, sin desarrollar las necesarias habilidades para la relación con las féminas, a las que, por otro lado, tanto admiraría.
Hacia el verano de 1916, Max ordena a sus hijos que regresen al Perú, preocupado por su seguridad. Europa llevaba más de un año sufriendo la Gran Guerra; sin embargo, Alberto estaba a salvo, gozando de la tradicional neutralidad helvética. En esas circunstancias, no parece demasiado lógico hacerle salir del remanso alpino y cruzar el continente hasta Londres, donde estaba el hermano, para desde ahí viajar a América. Además, puestos a sopesar peligros, más arriesgado todavía era un viaje en barco con los submarinos alemanes pululando por el Atlántico. Aún así, me imagino a doña Margarita alimentando angustias maternales a medida que llegaban a Arequipa las noticias bélicas. De otra parte, habían pasado ya cinco años, tiempo suficiente para que los dos chicos hubiesen adquirido suficiente formación profesional. El caso es que, cuando Alberto ya estaba en camino, recibe un telegrama paterno diciéndole que se quede en París y consiga un pasaje desde El Havre a Nueva York, donde se reuniría con Max junior para volver ambos a Arequipa. ¿Por qué ese cambio de planes? Ni idea, quizá el Canal no fuera seguro o a lo mejor los padres pensaron que era mejor idea separar a los chicos, por eso de diversificar riesgos. Ante mi carencia de datos, todo son conjeturas. Como, por ejemplo, imaginarme que adquirió un camarote en el S.S. Chicago, el paquebote de 508 pies de eslora que cubría la línea El Havre-Nueva York para la Compagnie Générale Transatlantique en una travesía de trece días. Supongo que no viviría experiencias muy notables durante el viaje, ni sufriría demasiados contratiempos para que los yanquis le dejaran pasar sus barreras inmigratorias de la isla Ellis; pocos meses después, los Estados Unidos declararían la guerra a los imperios centrales y se darían órdenes de ser más escrupulosos con las que pasaban la aduana, no fueran a colárseles enemigos. En octubre de 1916 desembarca en Nueva York.
A diferencia de los retratos colectivos actuales (y desde hace mucho tiempo), nadie sonríe. El jolgorio de la juventud no debía considerarse, pienso, un valor a recogerse en la que sin duda era una fotografía "oficial". Los chicos estaban en ese colegio para convertirse en hombres responsables, serios y reflexivos. Todos pues con los labios cerrados, sin el menor amago de sonrisa. Trajeados, aunque no con prendas uniformes: las chaquetas son de distintos tejidos y colores, algunos las llevan abotonadas, otros abiertas. Los hay con corbatas, con pajaritas y sin colgajos al cuello; unos visten chalecos pero la mayoría camisas blancas, todas ellos, eso sí, de rígidos cuellos almidonados; los cabellos bien peinados, cortos, por supuesto, pero no demasiado. Los hermanos Vargas son fácilmente identificables, sus rasgos andinos los diferencian del resto de pálidos colegiales centroeuropeos. Max en el extremo izquierdo de la segunda fila, con el brazo metido dentro de la chaqueta, en imitación napoleónica. Alberto, nuestro protagonista, se sitúa en el extremo opuesto de la misma fila, también el brazo derecho en la misma pose, y el izquierdo dentro del bolsillo del pantalón. Está claro que los hermanos se habían puesto de acuerdo previamente, sin duda a iniciativa del mayor, quien adopta el posado con mucho más aplomo, desafiante. Acaso quisieran mostrar más seguridad de la que sentían, forasteros en ese entorno ajeno. En el atuendo y tocado de Alberto aprecio que, al menos en esa edad (dieciséis), debía ser un tanto presumido. Su peinado engominado de marcada raya, el arqueamiento del cuerpo, su mirada, apuntan a la exhibición impostada de la imagen del latin lover, con reminiscencias de un Rodolfo Valentino (que todavía, sin embargo, no valía como referencia, pues el futuro sex-symbol italiano era más o menos de la misma edad que Alberto).
Desconozco cuál fue la institución en la que escolarizaron a los dos hermanos (parece que estaba en Zurich –no puedo asegurarlo– y con toda probabilidad sería un internado). Dada la edad de los chicos, correspondería a lo que hoy llamamos educación secundaria que, por aquel entonces, no estaba tan reglada ni mucho menos era obligatoria. Si la foto muestra, como hay que suponer, el conjunto de alumnos que compartían la misma clase, llama la atención que los chavales no fueran de la misma edad (los propios hermanos se llevaban un año y se notan diferencias también entre otros). De otra parte, la presencia de abundantes artefactos mecánicos en el retrato sugiere que se trataba de una especie de escuela de "artes y oficios", lo que hoy podría ser un centro de formación profesional. Las dos grandes láminas apoyadas en primera línea aluden a las artes decorativas (al estilo del arts and crafts de William Morris, por ejemplo) y a la mecánica. Tiene sentido que Max Vargas internara allí a Alberto, dado que deseaba que aprendiera a fondo las técnicas fotográficas (nótese que el muchacho que está delante de él sostiene una cámara con trípode). Más raro es que también lo hiciera con el segundo, a quien había destinado para la banca. Se me ocurre que quizá Max junior sólo pasara en esa escuela una primera etapa de su estancia europea y luego, con algo más de edad, los hermanos se separarían para que el menor se enfocara hacia estudios económicos. De algunos textos cabe deducir que lo enviaron a Londres, pero no tengo certeza. Más firme parece la conjetura de que, durante esos cinco años, Alberto permaneció en Suiza.
Supondré pues que nuestro protagonista, primero con su hermano y luego solo, residió en Zurich ese fundamental lustro en que se deja de ser adolescente. Imagino que vivía en compañía exclusivamente masculina, lo que, sumado a su condición de extranjero, le llevaría a forjar un carácter reservado y probablemente algo fanfarrón, a la defensiva. Suiza no era París, sino un país provinciano y tranquilo, al que iban los burgueses a descansar y tomar aires puros por motivos terapéuticos (recuérdese La Montaña Mágica, que transcurre más o menos en ese tiempo). También por entonces, gracias a su neutralidad y tolerancia, había no pocos revolucionarios en sus ciudades. Nada menos que Lenin, por ejemplo, que además había residido en París en 1911, durante la estancia de los Vargas. Podemos fantasear con que el chaval con ínfulas de artista hubiera visto al ruso sentado en una terraza de Montmartre o en una cantina de Zurich y le hubiera llamado la atención para hacerle una caricatura, a las que era muy aficionado. Lástima que entre los papeles que dejó Alberto a su muerte no haya aparecido. Pero, en fin, no disponemos más que de la imaginación al pensar en el chico en ese periodo de formación. Me pregunto, por ejemplo, cómo sería su despertar hacia el otro sexo. Frustrante, probablemente; sin apenas ocasiones de tratar con chicas de su edad y, por tanto, sin desarrollar las necesarias habilidades para la relación con las féminas, a las que, por otro lado, tanto admiraría.
Hacia el verano de 1916, Max ordena a sus hijos que regresen al Perú, preocupado por su seguridad. Europa llevaba más de un año sufriendo la Gran Guerra; sin embargo, Alberto estaba a salvo, gozando de la tradicional neutralidad helvética. En esas circunstancias, no parece demasiado lógico hacerle salir del remanso alpino y cruzar el continente hasta Londres, donde estaba el hermano, para desde ahí viajar a América. Además, puestos a sopesar peligros, más arriesgado todavía era un viaje en barco con los submarinos alemanes pululando por el Atlántico. Aún así, me imagino a doña Margarita alimentando angustias maternales a medida que llegaban a Arequipa las noticias bélicas. De otra parte, habían pasado ya cinco años, tiempo suficiente para que los dos chicos hubiesen adquirido suficiente formación profesional. El caso es que, cuando Alberto ya estaba en camino, recibe un telegrama paterno diciéndole que se quede en París y consiga un pasaje desde El Havre a Nueva York, donde se reuniría con Max junior para volver ambos a Arequipa. ¿Por qué ese cambio de planes? Ni idea, quizá el Canal no fuera seguro o a lo mejor los padres pensaron que era mejor idea separar a los chicos, por eso de diversificar riesgos. Ante mi carencia de datos, todo son conjeturas. Como, por ejemplo, imaginarme que adquirió un camarote en el S.S. Chicago, el paquebote de 508 pies de eslora que cubría la línea El Havre-Nueva York para la Compagnie Générale Transatlantique en una travesía de trece días. Supongo que no viviría experiencias muy notables durante el viaje, ni sufriría demasiados contratiempos para que los yanquis le dejaran pasar sus barreras inmigratorias de la isla Ellis; pocos meses después, los Estados Unidos declararían la guerra a los imperios centrales y se darían órdenes de ser más escrupulosos con las que pasaban la aduana, no fueran a colárseles enemigos. En octubre de 1916 desembarca en Nueva York.
El de los internados de Suiza es un curioso mundo, cuanto menos.
ResponderEliminarPues sí. En general, yo diría que todos los internados, pero sin duda, los de Suiza eran especiales.
EliminarCuando menos.
ResponderEliminarSi hiciéramos un símil cinematográfico, las entradas de una entrega serían como un largometraje de duración normal (digamos entre 80 y 120 minutos) y las que se desarrollan a lo largo de cinco, seis, siete u ocho serían películas monumentales e introspectivas del estilo de "El padrino", "El Gatopardo", "Guerra y Paz" o "1900". Sigue siendo todo muy interesante y está todo muy bien narrado, yo no puedo evitar empezar a poner rostros de actores a los personajes e imaginar posibles directores para una futura película que nunca va rodarse (King Vidor en los años cincuenta, Jack Clayton o David Lean en los sesenta, Coppola o Peter Weir en los setenta).
ResponderEliminarPues tú mismo, Antonio. Pergeña el guión a ver si se lo vendemos a Coppola. La verdad es que a medida que avanzo en la vida de este personaje, voy echando una mirada en derredor, a la época, el ambiente, etc. Supongo que, salvo que me canse (bastante probable, como bien sabe Vanbrugh), la serie se irá alargando por culpa de las para mi inevitables derivaciones.
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