El chico me miró un rato, como sorprendido de que le hiciera esa pregunta. ¿Que si he enviado la grabación a la policía? Pues no, creo que no. Tú llevas viniendo sólo esta semana, ¿verdad? Sí, desde el lunes, contesté afirmando enfáticamente con la cabeza, puede que demasiado enfáticamente. No, no, entonces no –de pronto el chaval parecía aliviado, como si se sintiera a salvo–; las grabaciones se envían los domingos, justo después de cerrar. Se ocupa el jefe, ¿sabes? Pero, si quieres, podría borrar tus url. Ahora sonreía, una sonrisa seductora, había que reconocérselo; creía haber conseguido una carta ganadora. Sí, sí quiero, le respondí y, al mismo tiempo, incliné mi cuerpo hacia el suyo y apoyé la mano sobre su rodilla. Es que ... Me detuve como si me resultara penoso seguir hablando, a Miguel se le veía nervioso pero también excitado, de momento tocaba soltarle cuerda: me acerqué aún más. Es que estoy casada, ¿sabes? Y mi marido, pues es policía; comprenderás que no me haría ninguna gracia que se enterara de que ligo por internet. Claro, lo entiendo, por supuesto; y va el valiente y pone su mano sobre la mía. Pero, como te dije, no necesitas ligar por internet. Hasta aquí, pensé, ahora a volver a coger el mando, no se me entusiasme mucho el crío este. Así que, de golpe, eché para atrás mi silla y sujeté sus dos hombros, apretándolos. Atiende, chaval, no te equivoques. Quiero que borres mis grabaciones pero no quiero enrollarme contigo. Te propongo un trato: yo sigo viniendo aquí y cada día, cuando acabe mi sesión, borramos juntos mi historial de navegación. Si estás de acuerdo seremos amigos y nos llevaremos bien, pero nada más. Si no te gusta, me lo dices y no volverás a verme el pelo. Ya veré yo si te denuncio o no. Tú decides.
No tardó nada. Sí, claro que estoy de acuerdo: amigos. Y me tendió la mano con una amplia sonrisa, que traslucía satisfacción relajada, liberación de tensiones. Mira, me dijo, vas a comprobar cómo borramos tu historial. Abrió una ventana en la que se veían doce iconos que asemejaban ordenadores, uno por cada puesto de que disponía el local, e hizo doble clic sobre el identificado con el número seis. Nueva ventana, esta vez con un calendario del mes en curso. Ahora hay que ir abriendo cada uno de los días en que has venido, tú dirás. Lunes, miércoles y hoy viernes, contesté sin titubeos. Clicó sobre el lunes de la semana en curso y apareció un listado, a primera vista ininteligible, de filas de letras y números organizadas en columnas. Fíjate en las líneas en rojo, corresponden a los inicios de sesión de un cliente; tú el lunes llegaste a primera hora de la tarde, creo; éste tiene que ser tu historial. Y me seleccionó un buen paquete de filas consecutivas que iban desde las 16:20 hasta las 18:57, fiel registro de todas las webs a las que había accedido en esa primera visita al local. Ahora, tú misma. Y cogió mi mano derecha para apoyarla sobre el ratón y llevarla hasta el icono de una papelera que aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla: ¿lista? Sí, contesté, y pulsé el botón del ratón y luego el OK en una ventanita que me peguntaba si estaba segura de querer borrar esos registros. Ya está, me dijo, hemos suprimido todo rastro de tu navegación del lunes; venga, a ver cómo borras tú sola la de hoy y la del miércoles. Para entonces ya me había soltado la mano. Le sonreí. Eres un encanto, Miguel, creo que nos vamos a llevar muy bien. E inmediatamente procedí a suprimir los historiales de los otros dos días.
Esa tarde salí encantada del cyber: por una vez, las alborotadas hormonas de un espécimen macho me habían resultado provechosas. Si a Miguel no le hubiese atraído, si no se hubiese puesto en evidencia de forma tan imprudente y poco profesional, no me habría enterado de que mi historial se entregaba semanalmente a la policía, con el riesgo que suponía. A partir de la siguiente semana ya sólo fui al local de mi nuevo amigo, naturalmente. Cada día, cuando acababa de navegar, Miguel, en una muestra exagerada de querer ganarse mi confianza, me dejaba a solas en la oficina para que borrara el registro de las páginas visitadas. A los pocos días caí en la cuenta de que si eliminaba las url de la web de contactos en la que me había inscrito, mi coartada se venía abajo. Esperaba no necesitarla, cierto, pero si en algún momento se me pedían explicaciones de tantas tardes en un cyber, sería descaradamente incriminatorio que en los registros de esas jornadas no aparecieran mis visitas a dicha web. Suponía que esas grabaciones tampoco se guardarían mucho tiempo; es más, me imaginaba que una vez verificadas (y descartadas las eventuales alarmas) serían inmediatamente borradas, por lo que lo más probable es que, si en un futuro necesitaba esgrimir mi coartada, no existiera ese problema. Pero no podía correr riesgos, así que pasé a suprimir sólo las url de mis gestiones criminales, manteniendo en cambio las direcciones de mis falsos escarceos amorosos. Ahora el riesgo era que Miguel comprobara mis registros y le extrañara que no hubiese borrado esas páginas. Pero para entonces la entrega del chico me había convencido de que no tenía ninguna intención de volver a infringir el código profesional; por ese lado, pensé, estaba cubierta.
Dije antes que durante las largas seis semanas previas a mi primer encuentro cara a cara con Lansky fui obsesivamente minuciosa, y en esta confesión he de dejar constancia, siquiera somera, de las acciones que lo atestiguan. Aunque no fueran más que episodios tangenciales a la trama objeto de esta crónica, he de señalar, a título de inventario, que asistí a varias citas concertadas a través de la web de parejas. Venía a ser consecuencia obligada de mi coartada; habría resultado raro que una chica guapa se pasara tanto tiempo buscando ligue y no hubiese salido con nadie. Fueron 15 citas y siete tipos distintos; ciertamente unos promedios aceptables, pero los promedios, ya se sabe, no son buenos indicadores de la realidad. Lo cierto es que cinco de los siete candidatos no pasaron de un primer y breve encuentro en la misma cafetería, muy convenientemente cercana al cyber, y todos en las primeras dos semanas. Los otros dos, en cambio, tuvieron algo más de miga, bastante más, para ser honesta. Tanta que, cuando estaba a punto de encontrarme con Lansky, todavía seguía viéndolos, dejándome llevar por un cierto "diletantismo hedonista" que me absolvía de tomármelos en serio, negándome a atender la lucecita roja del cerebro; ya habría tiempo. Si no narro nada de esos encuentros no es porque sea especialmente pudorosa sino, simplemente, porque lo que durante ellos ocurrió no guarda conexión con la trama del relato. Pero no descarte quien estas páginas esté leyendo que alguno de estos amigovios (me divierte la palabra, me he propuesto usarla) vaya más adelante a verse involucrado en la trama. Por mucho que una intente controlar los acontecimientos de su vida –y, sobre todo, mantenerlos separados y ordenados–, ésta se empeña en llevarte la contraria y obligarte, en consecuencia, a afear la nítida sencillez de tu plan original.
El otro asunto del capítulo antecedentes del que debería dar noticia podría titularse definición del objetivo. El objetivo, por supuesto, era la futura víctima, de la cual ya hablaré más adelante, así genero un tenue velo de misterio como, si en vez de un testimonio, estuviera escribiendo una novela policiaca. Pero diré desde ahora que mi objetivo era un varón, de cincuenta y muchos, cargo público de relevancia en el gobierno autonómico y de más que discutible catadura moral. Lo que yo llamé definirlo venía a ser, básicamente, acumular la mayor información posible sobre el individuo. Esta información, a su vez, la dividí en dos grandes grupos: la que tenía por objeto conocer la personalidad, vida y obra de mi futura víctima, como si mi intención fuese escribir su biografía; y otra, mucho más práctica, sobre sus rutinas cotidianas. He de aclarar que las labores de definición del objetivo las inicié con bastante anterioridad a mis ya descritas actividades internáuticas, más o menos unos tres meses antes del día L, el de mi primer encuentro con Lansky en el edificio Gante. Así que para esa fecha contaba con un exhaustivo dossier de los movimientos casi diarios del objetivo, y había sido capaz de establecer un patrón de rutinas. Quizá piense algún lector que el seguimiento metódico de un cargo público sea una tarea poco accesible para una ciudadana común que, además, tiene sus propias obligaciones laborales. Contesto, en primer lugar, que estos señores (y señoras, para ser políticamente correcta) no guardan, al menos en esta región, ninguna precaución de seguridad por lo que es relativamente fácil, si se cuenta con paciencia e ingenio suficientes, tenerlos controlados durante gran parte de sus jornadas. Eso sí, tomé las precauciones elementales, recurriendo a diversos trucos y disfraces que no viene al caso detallar. En cuanto al trabajo, empecé mis investigaciones aprovechando el mes de vacaciones que alargué dos semanas sumando horas acumuladas del horario flexible y días de asuntos propios. Pasado ese plazo, los patrones básicos de sus rutinas estaban ya bastante claros, pero aún así mantuve el seguimiento aunque con menor intensidad. Por último, reconoceré que contaba con un cómplice que, sin embargo, no sabía que lo era. Pero de esa persona hablaré también más adelante.
En resumen, que había hecho mis tareas y elaborado un dossier más que razonablemente completo sobre mi objetivo. Teniendo en cuenta la información sobre el carácter de mi víctima así como el preciso conocimiento de sus rutinas e incluso de su agenda de actos no ordinarios para las dos siguientes semanas, perfilé el escenario del crimen. Con el término escenario me estoy refiriendo a la anticipación precisa del dónde, cuándo y cómo habría de realizarse el crimen. Desde el principio, había decidido que el sicario al que contratara no sería más que el ejecutor, que tendría que atenerse estrictamente al escenario por mí diseñado. Ahora, a punto de conocer en persona a mi "proveedor", basándome en los breves correos que habíamos intercambiado, sospechaba que Lansky no iba a aceptar dócilmente mis instrucciones.
No tardó nada. Sí, claro que estoy de acuerdo: amigos. Y me tendió la mano con una amplia sonrisa, que traslucía satisfacción relajada, liberación de tensiones. Mira, me dijo, vas a comprobar cómo borramos tu historial. Abrió una ventana en la que se veían doce iconos que asemejaban ordenadores, uno por cada puesto de que disponía el local, e hizo doble clic sobre el identificado con el número seis. Nueva ventana, esta vez con un calendario del mes en curso. Ahora hay que ir abriendo cada uno de los días en que has venido, tú dirás. Lunes, miércoles y hoy viernes, contesté sin titubeos. Clicó sobre el lunes de la semana en curso y apareció un listado, a primera vista ininteligible, de filas de letras y números organizadas en columnas. Fíjate en las líneas en rojo, corresponden a los inicios de sesión de un cliente; tú el lunes llegaste a primera hora de la tarde, creo; éste tiene que ser tu historial. Y me seleccionó un buen paquete de filas consecutivas que iban desde las 16:20 hasta las 18:57, fiel registro de todas las webs a las que había accedido en esa primera visita al local. Ahora, tú misma. Y cogió mi mano derecha para apoyarla sobre el ratón y llevarla hasta el icono de una papelera que aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla: ¿lista? Sí, contesté, y pulsé el botón del ratón y luego el OK en una ventanita que me peguntaba si estaba segura de querer borrar esos registros. Ya está, me dijo, hemos suprimido todo rastro de tu navegación del lunes; venga, a ver cómo borras tú sola la de hoy y la del miércoles. Para entonces ya me había soltado la mano. Le sonreí. Eres un encanto, Miguel, creo que nos vamos a llevar muy bien. E inmediatamente procedí a suprimir los historiales de los otros dos días.
Esa tarde salí encantada del cyber: por una vez, las alborotadas hormonas de un espécimen macho me habían resultado provechosas. Si a Miguel no le hubiese atraído, si no se hubiese puesto en evidencia de forma tan imprudente y poco profesional, no me habría enterado de que mi historial se entregaba semanalmente a la policía, con el riesgo que suponía. A partir de la siguiente semana ya sólo fui al local de mi nuevo amigo, naturalmente. Cada día, cuando acababa de navegar, Miguel, en una muestra exagerada de querer ganarse mi confianza, me dejaba a solas en la oficina para que borrara el registro de las páginas visitadas. A los pocos días caí en la cuenta de que si eliminaba las url de la web de contactos en la que me había inscrito, mi coartada se venía abajo. Esperaba no necesitarla, cierto, pero si en algún momento se me pedían explicaciones de tantas tardes en un cyber, sería descaradamente incriminatorio que en los registros de esas jornadas no aparecieran mis visitas a dicha web. Suponía que esas grabaciones tampoco se guardarían mucho tiempo; es más, me imaginaba que una vez verificadas (y descartadas las eventuales alarmas) serían inmediatamente borradas, por lo que lo más probable es que, si en un futuro necesitaba esgrimir mi coartada, no existiera ese problema. Pero no podía correr riesgos, así que pasé a suprimir sólo las url de mis gestiones criminales, manteniendo en cambio las direcciones de mis falsos escarceos amorosos. Ahora el riesgo era que Miguel comprobara mis registros y le extrañara que no hubiese borrado esas páginas. Pero para entonces la entrega del chico me había convencido de que no tenía ninguna intención de volver a infringir el código profesional; por ese lado, pensé, estaba cubierta.
Dije antes que durante las largas seis semanas previas a mi primer encuentro cara a cara con Lansky fui obsesivamente minuciosa, y en esta confesión he de dejar constancia, siquiera somera, de las acciones que lo atestiguan. Aunque no fueran más que episodios tangenciales a la trama objeto de esta crónica, he de señalar, a título de inventario, que asistí a varias citas concertadas a través de la web de parejas. Venía a ser consecuencia obligada de mi coartada; habría resultado raro que una chica guapa se pasara tanto tiempo buscando ligue y no hubiese salido con nadie. Fueron 15 citas y siete tipos distintos; ciertamente unos promedios aceptables, pero los promedios, ya se sabe, no son buenos indicadores de la realidad. Lo cierto es que cinco de los siete candidatos no pasaron de un primer y breve encuentro en la misma cafetería, muy convenientemente cercana al cyber, y todos en las primeras dos semanas. Los otros dos, en cambio, tuvieron algo más de miga, bastante más, para ser honesta. Tanta que, cuando estaba a punto de encontrarme con Lansky, todavía seguía viéndolos, dejándome llevar por un cierto "diletantismo hedonista" que me absolvía de tomármelos en serio, negándome a atender la lucecita roja del cerebro; ya habría tiempo. Si no narro nada de esos encuentros no es porque sea especialmente pudorosa sino, simplemente, porque lo que durante ellos ocurrió no guarda conexión con la trama del relato. Pero no descarte quien estas páginas esté leyendo que alguno de estos amigovios (me divierte la palabra, me he propuesto usarla) vaya más adelante a verse involucrado en la trama. Por mucho que una intente controlar los acontecimientos de su vida –y, sobre todo, mantenerlos separados y ordenados–, ésta se empeña en llevarte la contraria y obligarte, en consecuencia, a afear la nítida sencillez de tu plan original.
El otro asunto del capítulo antecedentes del que debería dar noticia podría titularse definición del objetivo. El objetivo, por supuesto, era la futura víctima, de la cual ya hablaré más adelante, así genero un tenue velo de misterio como, si en vez de un testimonio, estuviera escribiendo una novela policiaca. Pero diré desde ahora que mi objetivo era un varón, de cincuenta y muchos, cargo público de relevancia en el gobierno autonómico y de más que discutible catadura moral. Lo que yo llamé definirlo venía a ser, básicamente, acumular la mayor información posible sobre el individuo. Esta información, a su vez, la dividí en dos grandes grupos: la que tenía por objeto conocer la personalidad, vida y obra de mi futura víctima, como si mi intención fuese escribir su biografía; y otra, mucho más práctica, sobre sus rutinas cotidianas. He de aclarar que las labores de definición del objetivo las inicié con bastante anterioridad a mis ya descritas actividades internáuticas, más o menos unos tres meses antes del día L, el de mi primer encuentro con Lansky en el edificio Gante. Así que para esa fecha contaba con un exhaustivo dossier de los movimientos casi diarios del objetivo, y había sido capaz de establecer un patrón de rutinas. Quizá piense algún lector que el seguimiento metódico de un cargo público sea una tarea poco accesible para una ciudadana común que, además, tiene sus propias obligaciones laborales. Contesto, en primer lugar, que estos señores (y señoras, para ser políticamente correcta) no guardan, al menos en esta región, ninguna precaución de seguridad por lo que es relativamente fácil, si se cuenta con paciencia e ingenio suficientes, tenerlos controlados durante gran parte de sus jornadas. Eso sí, tomé las precauciones elementales, recurriendo a diversos trucos y disfraces que no viene al caso detallar. En cuanto al trabajo, empecé mis investigaciones aprovechando el mes de vacaciones que alargué dos semanas sumando horas acumuladas del horario flexible y días de asuntos propios. Pasado ese plazo, los patrones básicos de sus rutinas estaban ya bastante claros, pero aún así mantuve el seguimiento aunque con menor intensidad. Por último, reconoceré que contaba con un cómplice que, sin embargo, no sabía que lo era. Pero de esa persona hablaré también más adelante.
En resumen, que había hecho mis tareas y elaborado un dossier más que razonablemente completo sobre mi objetivo. Teniendo en cuenta la información sobre el carácter de mi víctima así como el preciso conocimiento de sus rutinas e incluso de su agenda de actos no ordinarios para las dos siguientes semanas, perfilé el escenario del crimen. Con el término escenario me estoy refiriendo a la anticipación precisa del dónde, cuándo y cómo habría de realizarse el crimen. Desde el principio, había decidido que el sicario al que contratara no sería más que el ejecutor, que tendría que atenerse estrictamente al escenario por mí diseñado. Ahora, a punto de conocer en persona a mi "proveedor", basándome en los breves correos que habíamos intercambiado, sospechaba que Lansky no iba a aceptar dócilmente mis instrucciones.
Amaranta es lo que se llama una Listilla de Género (Genre Savvy), como se ve por su comentario sobre las novelas policíacas.
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