Había quedado con Lansky a las cuatro y media. Un nombre falso, claro, como Amaranta, el que yo había elegido para este negocio. El Gante quedaba cerca, no más de un cuarto de hora caminando. Un edificio de apartamentos en alquiler para estancias de corta duración, perfecto para quienes gustan del anonimato. En la planta baja, uno de los estudios lo dedicaban a la administración, abierta durante el horario comercial. Cuando llegabas por primera vez, tocabas en el interfono exterior el timbre de la oficina, pasabas a ésta, firmabas la ficha de alquiler y, si no lo habías hecho al reservar, pagabas en efectivo. Te daban la llave del apartamento asignado y, a partir de entonces, no hacía falta relacionarse con nadie. El edificio no tenía recepción ni portero, y lo habitual es que el pequeño vestíbulo de los ascensores estuviese desierto. Se entraba y salía, por tanto, sin testigos, salvo las pocas probables coincidencias con algún otro alquilado o visitante. Entre éstos, por cierto, eran mayoría los clientes de las numerosas prostitutas de paso en la ciudad que elegían el Gante como domicilio y centro de trabajo. Había sido yo la que había hecho y pagado la reserva a nombre de mi todavía desconocido socio, Rafael Lansky Meyer, tal como me lo había escrito en un reciente correo electrónico, asegurándome que contaba con el correspondiente documento acreditativo de esa identidad. Que para su oficio hubiese elegido el nombre de un mafioso judío del siglo pasado no me parecía una idea brillante, pero allá cada uno con sus manías; a mí no tenía por qué afectarme.
A Lansky lo había contactado por Internet. Llegar hasta él resultó largo y complicado, con varias vías muertas y momentos en los que sentí que podía estar cayendo en alguna trampa. Sería largo describir el proceso y tampoco es algo sobre lo que convenga informar abiertamente. Baste decir que fueron seis semanas de lentas pero progresivas aproximaciones, naturalmente siempre desde ordenadores de locales públicos y chats, cuentas de correo e identificaciones creadas expresamente, que habrían de ser borradas en cuanto acabara nuestro negocio común. Por fin llegó el momento en que ambos alcanzamos el suficiente grado de confianza mutua para poder asociarnos con un objetivo criminal. Durante ese mes y medio fui obsesivamente minuciosa. Enseguida comprendí que iba a tener que conectarme casi a diario durante un tiempo largo. En esta capital de provincias no hay tantos cybers como para no repetirlos, así que sería inevitable acabar haciendome familiar a los encargados de los locales que frecuentara. Podría llamarles la atención que una mujer como yo fuera tan asidua cliente e incluso, pensé, podrían querer saber qué webs visitaba. Como comprobaría más tarde, en cuanto empiezas a navegar por aguas procelosas los sistemas de seguridad garantizan que las direcciones url y demás zarandajas internáuticas no sean incriminatorias. Pero eso no lo sabía a ciencia cierta al principio y además, aunque tenía claro que era fundamental evitar cualquier posibilidad de relacionar al sicario conmigo, ello no me eximía –más bien, por el contrario, me lo exigía– de justificar convincentemente mi comportamiento. Dicho de otra forma, tenía que tener coartadas, aunque en el desarrollo de mi plan no fueran necesarias.
Quizá, antes de continuar con este testimonio inculpatorio que no ha de ver nadie hasta que mis crímenes hayan prescrito (veinte años, creo que es el plazo), sea conveniente decir algo sobre mí, lo mínimo para que el futuro lector cuente con datos suficientes para la mejor comprensión de la historia. Empecemos pues por lo más fácil: soy (habría de decir era) una mujer de treinta y cuatro años, alta, morena y guapa, bastante guapa. No se piense que estoy orgullosa de serlo; ser físicamente agraciada no es ningún mérito y que sea una ventaja o un inconveniente supongo que depende de los avatares de la vida de cada una. En mi caso habría preferido no ser tan atractiva, desde luego. O, al menos, no haber atraído al marido de mi madre y haber sido la causa involuntaria de una cadena de desagradables acontecimientos que culminaron en la ruptura conyugal. Y no sólo eso; también supuso que me diera cuenta de que llevaba casi cinco años de relación con un capullo machista. Estoy hablando de sucesos que se precipitaron hace poco más de un año y significaron un abrupto corte en la plácida línea que seguía mi vida. En cuanto acabó la tormenta, entendí (todos lo entendimos) que lo mejor era que me mudara de casa de mi madre a un pequeño apartamento, sola y agobiada de remordimientos por culpas que no eran mías. Fue el Gante, en efecto, donde encontré residencia durante las primeras semanas, hasta que conseguí un alquiler más barato y céntrico. En ese tiempo mi actividad, aparte de encerrarme en casa y ver la tele, se limitó a la rutina laboral. Soy enfermera y trabajo en un gran hospital público; doy el dato porque importa en esta narración. Pasado un tiempo, cuando las dos nos fuimos recomponiendo, mi madre y yo volvimos a vernos, a hablar, a querernos. Lo que pensé que era una fractura, se convirtió en un refuerzo de nuestra relación, como si ésta pasara ahora a otro nivel de intimidad, de amor. En estos últimos meses hemos hablado mucho; mi madre me ha contado muchas cosas de ella y de mí que yo ignoraba. Escucharla, sentir las emociones que sus palabras me despertaban, meditar en mi dormitorio largas horas … Son estos los antecedentes que me llevaron a concebir el plan que ejecuté.
Así que –volviendo al relato– la coartada que me inventé fue apuntarme a una web de búsqueda de pareja, e ir asiduamente a sólo dos cybers a consultar mi buzón los requerimientos de posibles pretendientes, mientras más discretamente avanzaba en el tortuoso proceso de contactar con un sicario de confianza. Que mis precauciones estaban fundadas quedó confirmado en la primera semana por el encargado de uno de los locales, un chaval diez años menor que yo que, echándole audacia e imprudencia, me abordó para proponerme que en vez de perder el tiempo en la red saliera a cenar con él esa misma noche. El pobre tonto me lo puso muy fácil: fingí un ataque de furia, amenazando con denunciarlo por violar la confidencialidad que la empresa debía garantizarme. Por lo que has hecho, si no acabas en la cárcel, ten por seguro que pierdes el trabajo, le grité mientras veía divertida como el gallito se iba encogiendo. Por favor, suplicó con un hilo de voz, perdóname, perdóname. Me callé y lo miré en silencio; no pretendía, claro está, fastidiar al pobre chico. En esos breves segundos de silencio lo que pensaba era cómo sacar beneficios de mi ventaja. Pasemos a la oficina, le dije, quizá seas capaz de convencerme para que no te joda la vida.
Decir la oficina resultó presuntuoso a la vista de aquel cuartucho anexo, de no más de seis metros cuadrados y sin ventanas. El mobiliario consistía en varias carcasas de ordenadores o discos duros en una estantería metálica adosada a la pared, una balda que hacía las veces de mesa de trabajo y sobre la que descansaban un monitor y un teclado y un montón de cajas de cartón de embalar apiladas en la otra parte. Nos sentamos junto al monitor, en las dos únicas sillas que había. Miguel –así se llamaba el chaval– trató de justificar con excusas de mala novela romántica el porqué había fisgado en mi navegación. Hice como que lo entendía, pero sin aflojar mi indignación impostada, y le pedí que me explicara cómo lo había hecho. Me explicó que las url por las que pasaban todos los clientes quedaban grabadas en un fichero del servidor. En teoría, los encargados del local no debían ni verlas, pero podían y él lo había hecho. Pero, pregunté, ¿para qué se graban? Porque cada semana han de enviarse a la policía, me contestó. Sentí un pavor helado, pero me sobrepuse. Es por la paranoia del terrorismo islámico –siguió Miguel–, se supone que quieren controlar a quienes visitan webs de esas de propaganda de los del DAES, pero para mí que no les da tiempo a chequearlas. Yo pensaba a toda velocidad: las páginas que había visitado en esos pocos días no eran suficientemente gruesas para meterme en problemas pero quizá si lo bastante para llamar la atención, sobre todo en un usuario que navegaba alternativamente entre ellas y una web de relaciones amorosas. Supuse que la policía simplemente rastrearía de forma automática las url facilitadas por los cybers para ver si aparecían direcciones previamente fichadas como peligrosas. Naturalmente, no sólo serían de terrorismo islámico; la misma rutina se seguiría en la lucha contra la pornografía infantil y pedofilia, por ejemplo. Pero también para prevenir una amplia variedad de delitos que pudieran gestarse en Internet, entre ellas las contrataciones de sicarios, desde luego. Dime, Miguel, la grabación de las webs que he visitado en estos días, ¿la has enviado ya a la policía?
Aclaración: Desde hace unos días tenía más o menos acabado un relato corto sobre un crimen. Si bien la historia se cerraba satisfactoriamente, no terminaba de convencerme, me parecía que me pedía mayor desarrollo y algún que otro cambio. Ayer descubrí que el cambio es que el protagonista-narrador debería ser una mujer, y no un hombre como era en mi cuento. Además, decidí que las varias subtramas que se ramificaban desde la línea argumental trazada merecían algo más de desarrollo. En otras palabras, que había de reescribirlo y me iba a salir algo más largo. Sé que Vanbrugh pensará (con motivos sobrados) que otra historia que comienzo y dejaré empantanada. En este caso hay más probabilidades de que la culmine porque, como he dicho, la trama y su desenlace lo tengo ya escrito. Pero no soy capaz de prometer nada.
ResponderEliminarOtra cosa que he hecho ha sido cambiar el nom de guerre de uno de los personajes principales, adoptando el de un habitual visitante de este blog. La idea surge después de ver que lo mismo ha hecho él con mi nick internáutico pero, sobre todo, porque creo que le va bien al personaje. En todo caso, de más está añadir que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Hombre, si dices que lo tienes ya acabado... lo mismo esta vez es la buena... yo no pierdo la esperanza.
ResponderEliminar(Una sugerencia tonta, porque si la aceptaras el relato se complicaría y aumentarían las probabilidades de que lo dejaras a medias: ¿por qué no lo enlazas con la historia del tenista corrupto y sus apuestas amañadas? A ver si matamos dos pájaros de un tiro, nunca mejor dicho).
Una experiencia muy interesante, la lectura simultánea de tu relato y del de Lansky. Dos técnicas muy diferentes, dos ritmos narrativos muy distintos, pero también algunas coincidencias significativas, como la narración en primera persona.
Tu sugerencia no me parece nada tonta; de hecho, aunque no en ahora, he considerado en más de una ocasión enlazar las tramas de dos o más relatos ininterrumpidos de los varios que tengo. En este caso, sin embargo, lo veo complicado a priori aunque no imposible, desde luego. Pero, de momento, me limitaré a continuar el desarrollo de esta historia y esos experimentos los postergo para tiempos más tranquilos (lo de postergar, como sabes, es una de mis especialidades).
EliminarLa narración en primera persona es algo a lo que suelo recurrir. Una vez, hace ya tiempo, Lansky lo calificó de manía mía y hube de escribir un post justificativo. Decía entonces el motivo (no del todo consciente) podía deberse a facilitarme el entender al personaje, ponerme en su lugar. Coinciden los dos relatos en el uso del narrador-protagonista, sí, pero no sé si por los mismos motivos.
”Rafael Lansky Meyer, tal como me lo había escrito en un reciente correo electrónico, asegurándome que contaba con el correspondiente documento acreditativo de esa identidad. Que para su oficio hubiese elegido el nombre de un mafioso judío del siglo pasado no me parecía una idea brillante, pero allá cada uno con sus manías; a mí no tenía por qué afectarme.”. ¡Qué bien!, una leve puntadita, no aporta nada al relato, pero dice mucho de quién lo escribe bajo el muy original y hasta excelso nick de Miroslav Panciutti, con dos tés. Llamar Amaranta a su personaje, en cambio, es genial, la que ni decae ni se marchita, tendrá treinta y tantos siempre.
ResponderEliminarEres tan… susceptible, amigo Lansky; lo cual no sé en qué ocasiones es una ventaja y en cuales otras te mengua.
EliminarEsa "leve puntadita" como la llamas quizá a ti te parezca que dice mucho de quien escribe, pero te aseguro que ni se me había pasado por la cabeza ningún intención de dar ninguna puntadita. Más bien me da la impresión de que tu hipersensibilidad se dispara a buscar cualquier cosa que puedas interpretar como una voluntad de agravio por mi parte. Lo siento, pero no puedo autocensurarme más allá de lo explícito, buscando connotaciones subconscientes o algo así.
A mi protagonista que un sicario usase como nombre el de un mafioso no le pareció la mejor manera de no llamar la atención, que ella entendía que debía ser un requisito de su oficio. No lo veo como un pensamiento absurdo.
Parece que mi explícita advertencia del primer comentario contigo no vale; insistiré pues. Mi personaje Lansky, salvo haber tomado el nombre de tu nick internáutico, no eres tú, del mismo modo que tu Miroslav Pancciuti, como me aclaraste en tu relato, no soy yo. Que mi protagonista considere poco apropiado ese seudónimo para un sicario no equivale a que yo lo considere poco adecuado para un bloguero. Pero, en fin ...
Tienes razón, diculpa:no era tu opinión, sino la de tu personaje Amaranta
EliminarUna crítica constructiva: los anacronismos no son las únicas formas de ser inverosímil en un relato. En fin, me parece muy poco verosímil que tu treintañera Amaranta sepa quién fue el gánster Lansky. Te supongo más culto que tu personaje y sin embargo tú no conocías a Lansky hasta que yo explique el origen del nick. Amaranta no está perfilada como especialmente interesada en la historia de la primera mitad del siglo XX en estados Unidos ni en nada parecido.
EliminarÍtem más: creo que has cometido un error frecuente en algunos narradores: has traspasado a tu personaje elementos que no le son propios, sino que son tuyos, como el del conocimiento del gánster Lansky
EliminarYa pensé, en efecto, que era poco probable que una treintañera conociera a Lansky. Pero, siendo una chica despierta como es mi personaje, lo primero que haría en cuanto se topara con el nombre (que le llamaría la atención) es teclearlo en google y voilá.
EliminarEn cuanto a que yo no conocía a Lansky hasta que explicaste el origen del nick ... Desde mi adolescencia me han interesado los gangster americanos y he leído montón de libros sobre ellos (amén de pelis), mucho antes de conocerte. No sé de dónde te sacas eso; creo que me confundes con otra :)
Tu siguiente comentario ya lo he respondido. Pero, en fin, puede que tengas razón (no en el conocimiento de Lansky, auya ignorancia es muy fácil de salvar). Al fin y al cabo, se dice que todo autor traslada parte de sí a sus personajes. Amaranta será mi parte femenina :)
EliminarYa... dejas en manos del lector que complete lo que tu no cuentas en el relato, que Amaranta ha buscado 'Lansky' en google... A veces funciona, una elípsis, pero lo hace mejor en el cine que en narrativa
EliminarUna elipsis, sí, pero a mí se me antoja bastante obvia. Aún así, asumo tu crítica constructiva y el seudónimo será la excusa para romper el hielo en la primera conversación entre Amaranta y Lansky. Calculo que para la tercera entrega.
EliminarNo está mal, aunque me ha hecho recordar el relato que empezaste del tenista...
ResponderEliminar¿Tú crees? A ver si la sugerencia de Vanbrugh es más factible de lo que me parece a primera vista.
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