Después de la Guerra Civil, a mi abuelo, telegrafista, lo trasladaron como jefe provincial a Gerona. Ahora no tengo aquí la breve biografía de los años infantiles de mi padre que después de su muerte hizo mi hermano así que no puedo asegurarlo, pero creo que cuando se trasladaron a Gerona ya había muerto mi abuela biológica y mi abuelo había contraído segundas nupcias con la adusta señora a la que conocí como mi “abuelita”. Tampoco puedo dar una fecha precisa, pero calculo que estamos hablando de los primeros cuarenta, así que mi padre sería ya todo un adolescente entre doce y catorce años, a diferencia de sus dos hermanos menores, aún niños. En fin, que aunque mis abuelos residieron esa temporada (que creo que no fue larga) en Gerona, a mi padre lo mandaron interno a los Jesuitas de Sarriá, en Barcelona. Tengo entendido que está considerado uno de los colegios de la élite catalana y, desde luego, mi abuelo nunca anduvo sobrado de recursos económicos. Imagino que, en calidad de afecto al Régimen desde los primeros días (de niño me contó que el 19 de julio del 36, al conocerse el alzamiento de Marruecos, en su calidad de jefe de correos de un pueblo gallego instó al cabo de la Guardia Civil a detener al alcalde socialista republicano) le harían un precio especial, aunque ya para entonces estaba muy apartado del franquismo triunfante, como siguió hasta su jubilación, sin aprovecharse de los beneficios de la victoria. Bueno, no me enrollo porque ni es el objeto del post ni, la verdad, sé gran cosa de la vida y milagros de mi abuelo cuando no era el anciano que yo recuerdo. Lo que cuenta es que mi padre hizo uno o dos cursos, probablemente los últimos del bachillerato, interno en San Ignacio (estaba entonces prohibido llamarlo Sant Ignasi), en el hoy barrio barcelonés de Sarriá.
De esa breve temporada, aparte de las enseñanzas académicas, a mi padre le quedó un cierto dominio del catalán (así que su parla no debería estar tan prohibida) del cual dio algunas muestras en mi presencia, y no me refiero sólo al empeño en recitarnos de vez en cuando, intentando que lo memorizáramos, un puñetero trabalenguas sobre dieciséis jueces que se comían el hígado de un ahorcado al que ellos mismos habían condenado*; bastante desagradable, la verdad. Pero también y sobre todo, hizo amistad con el vástago de una familia de la alta burguesía barcelonesa, Fernando D, que mantuvo durante toda la vida. Recuerdo bien la última vez que vi a Fernando: fue en el funeral de mi padre, a finales de 2000, y el hombre, muy deteriorado físicamente, estaba absolutamente compungido, llorando a moco tendido; no sabría decir, en cambio, cuándo lo conocí. Fernando y mi padre, uno en Barcelona y otro en Madrid, habían seguido en contacto desde muchachos y, al menos en lo familiar, parecían llevar vidas paralelas: ambos se habían casado más o menos por la misma fecha y ambos tenían seis hijos emparejados en edades casi todos. La principal diferencia estribaba en lo económico: mientras Fernando se había dedicado a los negocios –supongo que apoyándose en sus vínculos familiares– y contaba con una desahogada situación, la de mi padre podía calificarse de apurada (no éramos pobres, pero el dinero llegaba para lo justo, sin ningún extra). Cuando, niños todavía, Fernando viajaba a Madrid y nos hacía una visita, siempre nos dejaba algún regalito o, al menos, una moneda de cinco duros (todo un capital). Y en el verano del setenta y tres nos regaló a mi hermana y a mí un mes de vacaciones con su familia en la casa que tenían en Playa de Aro. Por entonces, aunque ya claramente orientado al turismo de masas, no era lo que es hoy. Lo cierto es que guardo fantásticos recuerdos de esas vacaciones, en las que, probablemente por primera vez, experimenté la sensación de libertad y de aventura con Luis, el hijo mayor de Fernando, de mi misma edad.
Contados los antecedentes, pasemos a hablar de fútbol. Empezaré aclarando que, aún habiéndome criado en Madrid, nunca fui de ninguno de los dos principales clubes de la capital e incluso al Real le tenía manía (y no se la he perdido), creo que por la prepotencia chulesca tan habitual entre sus aficionados que casi, por ósmosis quizá, parecía haber adquirido carácter institucional. Ahora bien, por mucho que se le imputara ser el equipo del Régimen y por tanto contar con ayudas para obtener más triunfos de lo que merecía, hay que reconocer que el Madrid del final de mi infancia y adolescencia era muy bueno. Mi infancia y adolescencia se correspondieron con el Madrid de Di Stéfano (del cual no me acuerdo) y de sus sucesores inmediatos, que cuasi-monopolizaron el campeonato español (y Europa) desde mediados de los cincuenta hasta finales de los sesenta. Justo en el cambio de década esa supremacía se rompió con dos ligas que no pudo ganar (la del 69-70 se la llevó el Atlético de Madrid y la del 70-71 el Valencia), pero con los yeyés, los Pirri, Amancio, Velázquez, no sé si aún seguía Gento, volvió a ganar las dos ligas siguientes. Por tanto, cuando en otoño del 73 empezaba quinto de bachillerato, yo, como la mayoría de mis amigos, daba por sentado que el Madrid volvería a ganar la liga. Pero esa temporada para mí iba a ser especial, porque gracias a Fernando, que no sé que cargo tenía en la federación española de fútbol en Barcelona (o algo así), se me ofrecieron pases para ambos estadios madrileños. De modo que casi todos los domingos, eligiendo de acompañante un amigo distinto entre los cuatro más íntimos de entonces, acudía ya al Bernabeu ya al Manzanares a ver “en vivo y en directo” un partido de la primera división y a vivir la inmersión en el enardecimiento de las masas. Después de tan intensa dosis adolescente de estadio, quedé saciado y en los siguientes cuarenta años no habré ido más de diez o quince veces. Me sigue gustando el fútbol (aunque ya no veo cualquier partido), pero prefiero verlo en la tele (bien es cierto que las retransmisiones actuales nada tienen que ver con las pésimas en blanco y negro de finales de los sesenta y primeros setenta).
Esa temporada iba a ser especial, y no porque yo fuera al fútbol casi todos los domingos. La gran novedad era que, después de varios años, se volvía a permitir el fichaje de extranjeros (estaba prohibido desde mediados de los cincuenta, salvo los llamados “oriundos”, fuente de bastantes fraudes). De este modo vino a la liga (porque en la Copa seguían sin poder jugar) el genial delantero del Ajax, Johan Cruyff; tras un largo culebrón, el 13 de agosto del 73 el Barcelona acordó con el club de Amsterdam el traspaso por la exorbitante cantidad de 60 millones de pesetas (360.000 €). También, con menos alharaca, había llegado a Barcelona el peruano Sotil. El Madrid, por su parte, se reforzaba con el alemán Günter Netzer, un medio centro ofensivo que provenía del Borussia Mönchengladbach. Aún así, ni uno ni otro de los grandes rivales tuvieron buen comienzo: tras enfrentarse en el Nou Camp en la sexta jornada con un aburrido empate sin goles, el Madrid iba noveno y el Barça decimoséptimo. Bien es verdad que Johan aún no había debutado; lo haría dos domingos después, el veintiocho de octubre del 73, ante el Granada, famoso en la época por tener una de las defensas más leñeras. Cruyf marcó dos goles de los cuatro del equipo y, a partir de ahí, el Barça dio un cambio radical, tanto que sólo cinco jornadas después alcanzaba el primer puesto del que ya no se bajó en lo que quedaba de temporada. En cambio, el Madrid seguía renqueando y así, en enero del 74, sustituyeron a Miguel Muñoz por el canario Molowny, recurso habitual de pagarla en el entrenador que, como en la mayoría de los casos, no dio los resultados esperados. Y por fin llegamos a la fría tarde del 17 de febrero de 1974, jornada vigésimo segunda, en la que el líder visitaba el Bernabeu con muchas expectativas entre los catalanes que apenas se atrevían a pronunciar en voz alta. Ese fin de semana, Fernando D viajó a Madrid, para ver el partido en el palco, dado su cargo. Lo acompañaba Luís, su hijo, quien fue mi acompañante en ese partido, para cabreo de los cuatro habituales de los otros domingos.
Lo que pasó esa tarde forma parte de la historia del fútbol español –de la fausta del Barcelona y de la infausta del Madrid– y es suficientemente conocido como para evitarme cualquier amago de crónica. Diré sólo que aluciné (aunque entonces todavía no se usaba esta palabra) con el juego del Barça y me impresionó ese 9 desgarbado que, efectivamente, era tan bueno como decían. Mi amigo Luis estaba que no cabía en sí de gozo, emocionado hasta las lágrimas y, como me dijo, con la euforia de estar siendo partícipe de la historia con mayúsculas, algo que yo no he sentido nunca, quizá por alguna carencia sensitiva o quizá porque no tengo muy claro cuando hay que ponerle mayúsculas a la historia. Cuando acabó el partido, tal como habíamos quedado con su padre, nos acercamos al pasillo que daba acceso al palco de autoridades (recuerdo que era un estadio muy distinto del actual, anterior a las reformas). Fernando estaba aún más exultante que su hijo cuando apareció y nos dijo que lo acompañáramos adentro. Ahí estaban varios señorones que me eran desconocidos, en un reparto contrastado de júbilos y cabreos. En un rato, después de que se asearan, iban a subir Rinus Michels, el entrenador del Barça, con dos o tres jugadores, entre ellos Cruyff. Así lo conocéis, nos dijo Fernando; a mí, la verdad, no me ilusionaba demasiado, me sentía muy fuera de lugar, incómodo. En efecto, media hora después apareció la pequeña embajada de los vencedores y entre ellos el extraordinario holandés. Hubo un excitado remolino de presentaciones: manos que se estrechaban, palmadas en los hombros, abrazos incluso. En un breve momento de esa ceremonia de la confusión, Fernando y el que supuse que era el presidente del Barcelona, Agustín Montal, se plantaron frente a nosotros, los dos críos arrinconados, escoltando al héroe del día. Mira Johan, dijo Fernando, éste es Luis, mi hijo, y Miroslav, un buen amigo nuestro. Y Cruyff, con una sonrisa seria, nos dio a cada uno la mano, nos dijo algo así como hola amigo y siguió su ronda. Así que uno de los más grandes genios del fútbol me dio la mano y me llamó amigo. Lo cierto es que nunca lo valoré especialmente; de hecho, creo que ni siquiera lo comenté entre los compañeros al día siguiente ni casi a nadie más en los más de cuarenta años que han pasado desde el famosísimo cero a cinco del Bernabeu.
Ahora, a su muerte, me ha apetecido contarlo. Ayer incluso me compré el Marca porque traía un suplemento especial dedicado al “genio que reinventó el fútbol”, apreciación que me parece acertada y justa. No tuvo nada que ver con que me saludara un instante en el palco del Bernabeu, desde luego, pero a partir de entonces me convertí en un seguidor y admirador de Cruyff. Ese verano se jugó el Mundial de Alemania; Holanda, la naranja mecánica, llegó a la final y a mí me habría gustado que ganara (pero enfrente estaba Beckenbauer con los suyos y encima jugaban en casa). Luego, cuando yo ya era “mayor” (había acabado la universidad), Johan se convirtió en entrenador y revolucionó el fútbol, más todavía que como jugador. Su dream team abrió el camino para acercar fútbol y estética, creó una escuela (porque es verdad que ha habido muestras anteriores de belleza futbolística, como el jogo bonito de Brasil, pero se me antojan resultado más de las genialidades artísticas de unos individuos brillantes que de unos planteamientos preconcebidos y ensayados). En fin, sería ridículo que yo me pusiera ahora a elogiar la genialidad de ese holandés irreverente y único, pero sí quiero dejar constancia de mi tristeza: se nos va otro de los más grandes, uno de los que ha contribuido a hacernos la vida más feliz, al menos a quienes disfrutamos con el buen fútbol.
* Setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat; si el penjat es despengés es menjaria els setze fetges dels setze jutges que l’han jutjat.
* Setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat; si el penjat es despengés es menjaria els setze fetges dels setze jutges que l’han jutjat.
Yo le he hecho mi propio homenaje en mi blog, como seguramente habrás visto.
ResponderEliminarSin embargo, y aún estando de acuerdo con tus apreciciones, la mayor aportación de Cruyff y su "escuela" fue más... metafísica, diría que moral: en unos tiempos en que se hablaba detesón, de rabia, de furia (española) este tío salía al campo y sudaba la camiseta, pero la sudaba como sudan los amantes follando y dusfrutando, y eso se notaba y era una alegría verlos...
Es muy destacable también ahora, con la obsesión de demasiados deportistas. Me recuerda a lo que comentamos acá por el caso de Agassi, quien llegó a odiar el tenis.
EliminarNo, no he visto todavía tu blog. Los fines de semana los paso sin internet (aunque puedo entrar puntualmente mediante el móvil).
EliminarDesde luego, Cruyff daba la impresión de divertirse, pero eso no quita que, sobre todo como entrenador, revolucionara la manera de entender cómo jugar al fútbol.