Pasar a verla. Una acción que se me enunció mentalmente, de improviso. Tardé un rato en cuestionármela, bastante. Pensé luego: las neuronas se me bloquean, me hago viejo. O no, a lo mejor era yo –pero, ¿quién soy yo?– el que las bloquea. Tardé, tardé un rato, tanto que me di cuenta cuando caminaba junto al parque, a unos metros solo de la bocacalle de tantos años. No siempre sabemos por qué hacemos una u otra acción, como si fuéramos marionetas gobernadas por algún dios griego, movidos por un Destino de cortos vuelos, dobla la esquina, llégate hasta el portal, pulsa el interfono.
Obedecí, no quise pensar, quizá el absurdo imposible condujera hacia la redención. Mi dedo directo, memoria dérmica. Sonó el timbrazo, zumbido largo, desagradable. Los ladridos de los padres, la respuesta automática que reconstruye la cotidianeidad perdida. –¿Sí? –Hola, ¿Alicia? un silencio, se suspende el tiempo, el mundo, se rompe la lógica. Siento frío, el cielo se ha oscurecido, ya es tarde. –No (titubeando), Alicia no está. Bueno, Alicia ... Silencio, pero silencio denso, tanto que los mensajes que encierra no pueden sostenerse, parece que van a desprenderse, a desparramarse sobre el aire frío. Y entonces sería el desastre.
–Vero (pronuncio su nombre, mi voz suena desesperada, agrietada por un gallo), Vero déjame subir para que la esperemos. ¿Qué desatino he dicho? ¿Acaso me he vuelto loco? Oigo –creo oír, tal vez mis oídos lo estén inventando– un sollozo, un sollozo apagado, enmudecido, ronco. Siento un desgarro en el abdomen, las piernas me tiemblan, he de apoyarme sobre la pared, la cara pegada al interfono, al silencio eléctrico, al fantasma del miedo. –Vero, por favor (casi es un susurro, un lamento que intenta vocalizarse).
–Eres tú, ¿eres tú? Pero, ¿cómo ...? No acaba la pregunta (pero mi cerebro la completa: ¿cómo te atreves?) No acaba porque el sollozo amagado se desborda en torrente. Con las dos manos, enmarcándolo, sujeto el interfono, pego mi boca a la rejilla sucia, lloro un no prolongado, un lamento atávico ascendiendo de las tripas que se me desangran como rajadas por mil cuchillas. –Maldito seas, maldito, maldito, maldito ... Escucho la condena del odio mientras el dolor hace que mi cuerpo se retuerza, que resbale por la pared, hasta quedarme ovillado en los escalones del portal. –Vete, maldito seas, vete y no vuelvas más.
Fui piedra durante la eternidad de esa pena, pero volvió el tiempo y me pude ir. La penitencia no cesaría. Si no hubiera sido así, si no fuera por ti, si no por mí.
If not for you - Sophie Madeleine (Runaway Orchestra, 2013)
Pues da que pensar. ¿Es un maltratador? Parece que sí, sin duda...
ResponderEliminarLa verdad que el relato nace de un recuerdo en el que no hay ningún maltratador. Pero sí, una de las posibilidades de su ambigüedad narrativa, es que se tratara de un maltratador.
EliminarSólo hay algo más impúdico e impertinente que un teléfono: un interfono
ResponderEliminarCon no tenerlo, asunto resuelto. Ahora bien, si vives en un edificio de varias viviendas me temo que es imprescindible, aún a riesgo de tener que soportar timbrazos de inoportunos maleducados (como los de los repartidores de publicidad).
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