Long long time ago –hace treinta y pico años– una amiga medio inglesa me regaló, en una edición barata, una antología de poemas isabelinos (e isabelino, claro está, remite al reinado de la pelirroja inglesa y aún años después). El librito estaba en inglés y, para colmo, en un inglés de época (isabelina, vaya por Dios); es decir, no era precisamente una lectura fácil para un españolito con la deficiente formación en idiomas que nos tocó a los de mi generación. Aún así, como la chica me lo había dado con mucho entusiasmo y además era muy guapa (¿que qué tiene que ver? amos, hombre), pues me esforcé en leerlo, y leer, estaremos de acuerdo, equivale a entender. Fueron esfuerzos arduos y muy poco productivos: apenas traduje malamente tres o cuatro poemas, y ninguno demasiado largo. Además, mis pobres resultados no dieron pie a estrechar mi relación con esa rubia deliciosa y se acabó el mes de vacaciones sin dar tiempo a que pasaran sino anticipos de lo que nunca vino. No la he vuelto a ver y ya casi ni la recuerdo (he tardado un buen rato en lograr traer su nombre a la memoria, se llamaba Mónica), pero sí me acuerdo del poeta que tanto me costó traducir: John Donne.
El caso es que ayer, de regreso de mis tareas agrícolas de fin de semana (poco más que arrancar malas hierbas, dado el mal tiempo reinante), leo en el epílogo del último post de Lansky una referencia a uno de aquellos poemas isabelinos, en concreto al titulado The sun rising. Petulante, busqué entre mis viejos papeles el cuaderno de aquellos tiempos y sorprendentemente encontré mi traducción de entonces (siempre me es una sorpresa encontrar algo) que no me resistí a endosar en los comentarios al post de Lansky, pese a su obvia impertinencia. Pero no quedó ahí la cosa sino que, ya puesto, quise comprobar tantos años después la calidad de aquella traducción juvenil, comparándola con otras que, presumí, podría encontrar fácilmente en la red. Y sí, pude encontrar unas cuantas versiones del poema de Donne traducido, cuatro para ser exactos. En mi opinión –que confieso que puede estar condicionada por cierta ternura hacia aquel chaval que fui–, la traducción que hice merece al menos un aprobado, en especial si consideramos los atenuantes personales. Es más, incluso me gusta más que una de las cuatro que encontré, curiosamente la de fecha más antigua. No obstante, he de reconocer sin paliativos que la otras son netamente superiores en calidad, especialmente la que más me ha gustado y que, significativamente, es la que más se repite en las búsquedas de internet, la de Jordi Doce, cuya primera estrofa transcribo a continuación (quien quiera conocer la mía que la consulte en los comentarios al post de Lansky):
Viejo necio afanoso, ingobernable sol,¿por qué de esta manera,a través de ventanas y visillos, nos llamas?¿Acaso han de seguir tu paso los amantes?Ve, lumbrera insolente, y reprende más biena tardos colegiales y huraños aprendices,anuncia al cortesano que el rey saldrá de caza,ordena a las hormigas que guarden la cosecha;Amor, que nunca cambia, no sabe de estaciones,de horas, días o meses, los harapos del tiempo.
Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Licenciado en filología inglesa y doctor en letras por la universidad de Sheffield, porta sin duda mucho más equipo que el que yo tenía (y sigo teniendo) para afrontar estas tareas traductoras. Lo cierto es que no lo conocía y anoche pasé un rato curioseando su blog y leyendo poemas propios y ajenos (traducciones), gustando de esos versos suyos. Luego, me topé con un libro que recoge unas conferencias pronunciadas en un ciclo denominado Poesía en traducción que, coordinado por el mismo Jordi Doce, se celebró en el Círculo de Bellas Artes de Madrid entre marzo de 2006 y febrero de 2007. Aproveché para leer el último de los ensayos, a cargo de Andrés Sánchez Robayna, poeta y catedrático de Literatura española en la Universidad de La Laguna, además de experimentado traductor de poesía (dirige también el Taller de Traducción Literaria de dicha Universidad). El artículo es de esos que, sin revelarte grandes descubrimientos, tiene la no menos valiosa virtud de ordenarte ideas que a uno le bullen confusas en la cabeza de modo que, tras su lectura, te quedas con la sensación de que todo cuadra mejor.
Dice Sánchez Robayna que, para él, la traducción (y aquí no debe limitarse sólo a la de poesía) es una forma privilegiada de leer. Traducir sería leer con la mayor intensidad de la inteligencia y de la sensibilidad, obligarse a poseer hasta lo más íntimo un texto dada la exigencia de traspasarlo, convertirlo, a otro idioma, el que nos es propio. Desde mis modestísimos y siempre dolorosamente esforzados ejercicios de lector en lenguas ajenas (sólo en inglés e italiano) no puedo estar más de acuerdo. Ayer mismo, por ejemplo, empecé la biografía de Curzio Malaparte escrita por Maurizio Serra, que me he conseguido en e-book. Está en italiano y, por tanto, su lectura me obliga a mucha más atención que si fuera en castellano. Al no ser poesía, dispongo de un grado mayor de relajo, sin que haya necesariamente de ir construyendo, frase a frase, la equivalente española; me basta captar el "significado suficiente", incluso permitiéndome algunas elipsis que no son sobreentendidos sino ignorancias. Por otra parte, una de las nada desdeñables ventajas de los e-books es la posibilidad de resaltar una palabra y obtener su traducción (siempre que tengas cargado un diccionario de la correspondiente lengua), lo que aligera sobremanera el ritmo de lectura. Pero, en resumen, lo cierto es que esta lectura en lengua ajena (en la que voy traduciendo, al margen de que tal traducción la transcriba) es bastante más exigente y, en consecuencia, mucho más fructífera en la interiorización que hago del texto.
Pero del artículo de Sánchez Robayna quiero resalta, en especial, su contundente afirmación de que "la traducción de un poema ha de ser, ante todo, un poema". Citando una frase de Borges ("ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción"), asegura que la traducción literaria (él se refiere específicamente a la de poesía) es en lo fundamental una discusión estética, por encima de las dimensiones semánticas, psicológicas, sociológicas, etc (por más que éstas estén siempre presentes). Dicho de otra forma, una buena traducción de un buen poema da como resultado un buen poema en la lengua de destino. Hay, naturalmente, muchas consideraciones a tener en cuenta, tanto para convenir qué es un buen poema como para matizar las pautas a tener en cuenta en toda traducción poética. Pero éstas no cuestionan la veracidad radical de la afirmación que, aprovechando mis modestos divertimentos cotidianos (de los cuales son testigos quienes pasan por este blog), me ha hecho pensar en la traducción de canciones, por ejemplo, las de Dylan, cargadas casi todas de gran fuerza poética. Ahora que estoy embarcado en una serie sobre el repertorio dylaniano en las lenguas romances, no he dejado de pensar en más de una muestra sobre las divergencias entre las letras propuestas en francés o italiano (todavía no he llegado al español) y las que podrían ser la traducción "literal" al idioma correspondiente. Como alguna vez me ha dicho Vanbrugh, lo importante es que las nuevas letras sean buenas en sí mismas.
Naturalmente, aunque un poema traducido (o una canción) no haya de corresponderse literalmente con el original, sí hay que respetar algunas pautas mínimas, criterios y nunca recetas. No voy ahora a referirme a estas pautas, varias de las cuales las apunta Sánchez Robayna en su artículo, entre otras razones porque todas responden al sentido común. Sí me interesa destacar que la aplicación de las mismas depende casi totalmente de la sensibilidad literaria del traductor. Por eso, siempre las mejores traducciones son las de quienes escriben con maestría en la lengua de destino (incluso aunque apenas conozcan la de origen, por paradójico que parezca); y esto es especialmente verdad en poesía, tanto que me temo que hay que ser poeta para osar traducir poemas en otros idiomas. Al traducir, en suma, se está recreando el texto, exprimiendo su expresividad artística en una materia distinta de aquélla con la que fue creado. Conocía yo una célebre igualdad dicha en italiano (traduttore = traditore), la misma idea que se contiene en una frase de Robert Frost citada por Robayna: "la poesía es lo que se pierde en la traducción". Traiciones y pérdidas no son, en absoluto, consustanciales a la traducción, sino a las malas traducciones. Lo que pone de relieve la altísima relevancia de los buenos traductores para quienes, como yo, apenas dominamos la lengua propia.
Pero del artículo de Sánchez Robayna quiero resalta, en especial, su contundente afirmación de que "la traducción de un poema ha de ser, ante todo, un poema". Citando una frase de Borges ("ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción"), asegura que la traducción literaria (él se refiere específicamente a la de poesía) es en lo fundamental una discusión estética, por encima de las dimensiones semánticas, psicológicas, sociológicas, etc (por más que éstas estén siempre presentes). Dicho de otra forma, una buena traducción de un buen poema da como resultado un buen poema en la lengua de destino. Hay, naturalmente, muchas consideraciones a tener en cuenta, tanto para convenir qué es un buen poema como para matizar las pautas a tener en cuenta en toda traducción poética. Pero éstas no cuestionan la veracidad radical de la afirmación que, aprovechando mis modestos divertimentos cotidianos (de los cuales son testigos quienes pasan por este blog), me ha hecho pensar en la traducción de canciones, por ejemplo, las de Dylan, cargadas casi todas de gran fuerza poética. Ahora que estoy embarcado en una serie sobre el repertorio dylaniano en las lenguas romances, no he dejado de pensar en más de una muestra sobre las divergencias entre las letras propuestas en francés o italiano (todavía no he llegado al español) y las que podrían ser la traducción "literal" al idioma correspondiente. Como alguna vez me ha dicho Vanbrugh, lo importante es que las nuevas letras sean buenas en sí mismas.
Naturalmente, aunque un poema traducido (o una canción) no haya de corresponderse literalmente con el original, sí hay que respetar algunas pautas mínimas, criterios y nunca recetas. No voy ahora a referirme a estas pautas, varias de las cuales las apunta Sánchez Robayna en su artículo, entre otras razones porque todas responden al sentido común. Sí me interesa destacar que la aplicación de las mismas depende casi totalmente de la sensibilidad literaria del traductor. Por eso, siempre las mejores traducciones son las de quienes escriben con maestría en la lengua de destino (incluso aunque apenas conozcan la de origen, por paradójico que parezca); y esto es especialmente verdad en poesía, tanto que me temo que hay que ser poeta para osar traducir poemas en otros idiomas. Al traducir, en suma, se está recreando el texto, exprimiendo su expresividad artística en una materia distinta de aquélla con la que fue creado. Conocía yo una célebre igualdad dicha en italiano (traduttore = traditore), la misma idea que se contiene en una frase de Robert Frost citada por Robayna: "la poesía es lo que se pierde en la traducción". Traiciones y pérdidas no son, en absoluto, consustanciales a la traducción, sino a las malas traducciones. Lo que pone de relieve la altísima relevancia de los buenos traductores para quienes, como yo, apenas dominamos la lengua propia.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarVaya, de nuevo me suspende el teacher. Yo apenas domino la lengua propia (el castellano). O sea, que la domino, que no es poco. Pero no más, no soy un maestro del lenguaje capaz de hacer virguerías con ella. De otra parte, ese "apenas" puedes entenderlo también como que sólo domino el castellano. Así que, en mi opinión, da falsa modestia impostada, nada nada nada.
EliminarLas cosas se pueden decir de muchas formas y elegir una u otra muestra, por ejemplo, la voluntad empática del dicente. Si a un post relativamente extenso, cuyo contenido es –creo– bastante compartido por el comentarista, a éste solo se le ocurre señalar que no aprueba “las falsas modestias impostadas” en relación a la última frase, lo que provoca de forma natural (y no puede ignorarlo) es que se le conteste algo como “pues lo que tú apruebes o dejes de aprobar me la trae al fresco”, completándolo quizá con algún vocativo poco elegante. Si, por el contrario, lo que pretende con ese desafortunado comentario es decirle al autor del post que, en contra de lo que él sostiene, domina con sobrada competencia su lengua propia, podría haberlo hecho de maneras mucho más eficaces y, sobre todo, empáticas (por ejemplo: “hombre, Miroslav, no te hagas el modesto, que el castellano lo dominas más que un mero apenas”). De hecho, creo que ese tipo de comentario sería el que espontáneamente le surgiría a cualquiera que, como tú, haya pensado que estoy impostando falsa modestia. Pero a ti no.
EliminarEn todo caso, falsa modestia impostada o convencimiento sincero de lo mucho que me falta para dominar el castellano, esa frase carece de relevancia respecto del contenido del post, no tiene más objeto que, con mayor o meno fortuna, cerrarlo dejando constancia de mi agradecimiento a los traductores, que me son tan necesarios.
No suelo leer poesía, pero mucho de lo que reflexionas se puede aplicar también a traducciones en prosa que a menudo suelen ser simples traiciones al original (y a su autor). Me viene a la cabeza el “Moby Dick” de la editorial Valdemar, en la que el traductor, después de una introducción algo rimbombante en la que más que hablar de la novela de Melville alardea del mérito de su propia tarea, termina redactando en castellano algunas frases en las que se pierden el espíritu, la fuerza e incluso el sentido de las originales, además de equivocarse en varios términos náuticos (nada que ver con la magnífica traducción de José María Valverde). En Alianza hay una colección de relatos de Jack London en la que la traductora hace a menudo una sola frase larga de dos o tres cortas de London, algo que sucede también en el “Moonfleet” editado en castellano por Anaya, donde además hay párrafos en los que desaparecen pequeños pero importantes matices que eran precisamente los que le daban su enorme capacidad evocadora a los originales. Y las traducciones que publica Edhasa de las novelas de Patrick O'Brian son simplemente impresentables. Por otro lado, en Alianza se pueden leer grandes traducciones de “Nostromo” (lamento no recordar el nombre del traductor) y de varios relatos de Thomas Hardy, esta última a cargo de Javier Marías, que también hizo un impecable “El espejo del mar” en castellano. Otra gran traducción es “La muerte de Arturo” en Siruela, firmada por un Francisco Torres Oliver que se diría que viajó al siglo XV para que Thomas Malory revisara la obra en castellano y le diera el visto bueno al traductor.
ResponderEliminarEn cuanto a la poesía, me comenta un amigo que hace poco intentó leer a Walt Whitman traducido por Borges, y se le cayó el libro de las manos.
Tienes toda la razón aunque a veces no seamos conscientes de la culpabilidad del traductor en el rechazo que nos produce un libro extranjero (y también a la inversa, claro). Tu comentario sobre Borges como traductor me llama la atención porque, justamente, al gran argentino le interesaba especialmente el fenómeno estético literario de la traducción y, además, era un enamorado de la literatura anglosajona.
EliminarLo comenté ya en el blog de Lansky, estoy leyendo Viaje al Oeste, una famosa novela china que es la fuente de inspiración de Dragon Ball (y de una buena parte de los mangas y obras de fantasía orientales, siendo justos). La novela es interesante por su carácter recopilatorio de canciones, poemas y textos chinos de varias épocas, especialmente budistas y taoístas. Los traductores, no obstante, han optado por la prosa, porque reconocen la dificultad de adaptar la rima y métrica del chino a la del castellano. Y en cierto sentido, aunque de momento me convence, no puedo evitar sentir como si leyera unos subtítulos muy bien hechos, pero que rompen un poco la historia.
ResponderEliminarNo he leído esa obra, aunque la tengo apuntada desde hace muchísimos años. Supongo que, en efecto, para apreciarla en su justa medida será fundamental conseguir una buena traducción.
EliminarPS: Me hace gracia que casi cualquier tema consigues enlazarlo con el mundo de los comics (o el de los videojuegos que se me antoja muy próximo). El "Viaje al Oeste" es importante per se, desde mucho antes de Dragon Ball. Casi es como si dijera que estoy leyendo El Quijote, esa novela de un tal Cervantes que es la inspiración de la última peli de Leo DiCaprio ...
Llevas razón, pero es que las Cuatro Grandes Novelas Clásicas de China no son todavía no muy conocidas por estos lares, mientras que Dragon Ball, guste o no, es un icono que se ha hecho muy popular. Todavía le queda para ser tan icónica como Superman, pero quizás llegue.
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