En Octubre de 2012 un amigo tinerfeño, que exuda erudición cinematográfica, me propuso viajar a Córdoba para asistir al Festival de Cine Africano. Esta muestra cinematográfica se había iniciado en 2004 organizada por la ONG Al Tarab, una organización creada para la difusión de la cultura africana en España y Europa. Las primeras ocho ediciones se celebraron en Tarifa, luego pasó durante cuatro años a Córdoba (20012-2015) y este año se celebrará, entre finales de mayo y principios de junio, en Tarifa y Tánger de forma simultánea. Decliné la invitación de mi amigo (andaba un poco pachucho y bajo de moral por esos días) y desaproveché una excelente oportunidad para conocer mínimamente el cine del continente vecino del cual lo ignoro prácticamente todo. También dejé de ver Come Back Africa, que la emitieron el una sección retrospectiva titulada “Cine y Urbe”. Claro que hace tres años y pico ni siquiera sabía de la existencia de Rogosin, así que no ha sido hasta la semana pasada que me he dado cuenta de lo que pudo ser y no fue, ejercicio inútil que, además, es inagotable (porque obviamente, lo que dejamos de hacer es infinito). Pero bueno, lo importante –o no– es que con bastante retraso he podido ver una película que se estrenó el año de mi nacimiento (la copia de que dispongo fue restaurada por la Cineteca de la municipalidad de Bolonia en 2005 a partir de los negativos originales). Transcribo a continuación los textos que se superponen sobre las imágenes iniciales: “Esta película fue rodada clandestinamente para poder mostrar las condiciones de vida en la Sudáfrica de hoy. En este drama sobre el destino de un hombre y de su país no hay actores profesionales. Esta es la historia de Zachariah, uno de los cientos de miles de africanos forzados cada año por el régimen a abandonar su tierra para trabajar en las minas de oro”.
Como ya he dicho, Rogosin entró en el país diciendo que iba a filmar una comedia musical, políticamente neutra, incluso sugirió a las autoridades racistas que sería un reclamo publicitario para el turismo. Naturalmente, los funcionarios del gobierno tampoco eran tontos y Lionel y su equipo lo saben, lo que les obliga a filmar con muchas precauciones y excesiva lentitud, rodando escenas falsas (para que las vieran los inspectores), y en un ambiente de secretismo continuo. En gran parte, estos esfuerzos tuvieron éxito gracias al empleo de cámaras muy ligeras que permitían filmaciones casi improvisadas. Desde el punto de vista técnico todos sabían que la película presentaba bastantes debilidades pero, al mismo tiempo, eran plenamente conscientes de estar llevando a cabo una obra importante, seminal y necesaria. De hecho, ante el temor de que en cualquier momento la policía interrumpiera los trabajos y les requisara el material, a medida que filmaba Rogosin escondía los rollos de negativos en el doble forro de maletas que enviaba a los Estados Unidos. En esas condiciones tan problemáticas se logró rodar la película, lo que habla mucho y bien de la tenacidad del joven director americano. Bien es cierto que contó con la valiosísima ayuda de varios amigos sudafricanos, intelectuales negros en su mayoría que pertenecían a la primera generación fuertemente movilizada contra el apartheid, muchos de los cuales habrían de exiliarse tras el brutal endurecimiento del régimen tras la masacre de Sharpeville en 1960 (como reacción a este crimen, bastantes opositores se pasaron a la lucha armada, Mandela entre ellos). O sea, que Rogosin tuvo la suerte de llegar a Sudáfrica en el momento justo; probablemente Come Back Africa no habría podido realizarse ni antes ni después. Por las circunstancias, las colaboraciones y el tiempo en que se hizo, pese a que la autoría principal corresponde a un judío norteamericano, no pocos historiadores del cine africano consideran esta película casi sudafricana (o que debería haber sido sudafricana), la que sienta las bases para un cine propio, nacional. Supongo que hoy, pasados más de veinte años desde la abolición de la segregación racial, Sudáfrica y Johannesburgo deben ser muy distintos de como eran a finales de los cincuenta. Sin embargo, siguiendo con la cámara de Rogosin las penurias de Zachariah, que deja también la mina porque el salario no le da para vivir y mandar dinero a su familia, que busca y acepta todo tipo de trabajo –empleado doméstico, lavacoches, camarero– y siempre es maltratado por los blancos que acaban despidiéndole sin miramientos, uno se pregunta si con tan poco tiempo transcurrido el país ha logrado ya cicatrizar de verdad heridas sociales tan profundas.
Como ya he dicho, Rogosin entró en el país diciendo que iba a filmar una comedia musical, políticamente neutra, incluso sugirió a las autoridades racistas que sería un reclamo publicitario para el turismo. Naturalmente, los funcionarios del gobierno tampoco eran tontos y Lionel y su equipo lo saben, lo que les obliga a filmar con muchas precauciones y excesiva lentitud, rodando escenas falsas (para que las vieran los inspectores), y en un ambiente de secretismo continuo. En gran parte, estos esfuerzos tuvieron éxito gracias al empleo de cámaras muy ligeras que permitían filmaciones casi improvisadas. Desde el punto de vista técnico todos sabían que la película presentaba bastantes debilidades pero, al mismo tiempo, eran plenamente conscientes de estar llevando a cabo una obra importante, seminal y necesaria. De hecho, ante el temor de que en cualquier momento la policía interrumpiera los trabajos y les requisara el material, a medida que filmaba Rogosin escondía los rollos de negativos en el doble forro de maletas que enviaba a los Estados Unidos. En esas condiciones tan problemáticas se logró rodar la película, lo que habla mucho y bien de la tenacidad del joven director americano. Bien es cierto que contó con la valiosísima ayuda de varios amigos sudafricanos, intelectuales negros en su mayoría que pertenecían a la primera generación fuertemente movilizada contra el apartheid, muchos de los cuales habrían de exiliarse tras el brutal endurecimiento del régimen tras la masacre de Sharpeville en 1960 (como reacción a este crimen, bastantes opositores se pasaron a la lucha armada, Mandela entre ellos). O sea, que Rogosin tuvo la suerte de llegar a Sudáfrica en el momento justo; probablemente Come Back Africa no habría podido realizarse ni antes ni después. Por las circunstancias, las colaboraciones y el tiempo en que se hizo, pese a que la autoría principal corresponde a un judío norteamericano, no pocos historiadores del cine africano consideran esta película casi sudafricana (o que debería haber sido sudafricana), la que sienta las bases para un cine propio, nacional. Supongo que hoy, pasados más de veinte años desde la abolición de la segregación racial, Sudáfrica y Johannesburgo deben ser muy distintos de como eran a finales de los cincuenta. Sin embargo, siguiendo con la cámara de Rogosin las penurias de Zachariah, que deja también la mina porque el salario no le da para vivir y mandar dinero a su familia, que busca y acepta todo tipo de trabajo –empleado doméstico, lavacoches, camarero– y siempre es maltratado por los blancos que acaban despidiéndole sin miramientos, uno se pregunta si con tan poco tiempo transcurrido el país ha logrado ya cicatrizar de verdad heridas sociales tan profundas.
Viendo la película se comprueba inmediatamente lo precario de su realización. También, al principio, se piensa que el filme requeriría una mejor trabazón de las escenas, una narración más articulada; pero poco a poco uno se acostumbra a ese ritmo sincopado y comprende que esa apariencia de filmación casual, como de aficionado que pasa por ahí, es intencional, un compromiso con los presupuestos teóricos del cinema verité francés, del nuevo realismo norteamericano que Rogosin propugnaba, en el cual el cineasta debía ser “una mosca en la pared”, sin interferir en el acontecer que se filma (algo, dicho sea de paso, que es imposible). En todo caso, esa renuncia a los recursos técnicos (aunque sin llegar a los extremos que pocos años después ensayaría Warhol) adquiere paradójicamente valor estético a medida que avanza el metraje. A este respecto, una de las cosas que más me ha llamado la atención es la abundancia de escenas musicales, siempre de negros tocando los más diversos instrumentos (predominan las flautas) y bailando. No es, desde luego, una comedia musical como aseguró Lionel a las autoridades, pero la música se revela como uno de los factores también definitorios del apartheid ya que pareciera que es exclusiva de los negros. Elemento de integración comunitaria, cuando opera entre ellos, mientras que, en los espacios de los blancos vale para convertirlos en cierto modo en “monos de feria”, como ocurre en algunas escenas, especialmente en la del grupo de niños improvisando con una guitarra y varias flautas al pie del imponente basamento de un edificio oficial mientras son observados por rubios descendientes de holandeses. Pero, ya que hablo de espacios de blancos y negros, también es llamativo el contraste tan bien logrado entre las imágenes de un Johannesburgo de estética art-dèco y la barriada en la que va a vivir Zachariah cuando llegan del campo su esposa y dos hijos. Se trataba del suburbio de Sophiatown, densamente poblado por negros que habitaban viviendas construidas con los más diversos y pobres materiales que, sin embargo, era el epicentro de diversos movimientos musicales, culturales y políticos. Probablemente ese fuera uno de los principales motivos que impulsaron a las autoridades gubernamentales a derruir el área, justamente en la época en que Rogosin filmaba la película. A los allí residentes (unos sesenta mil, la gran mayoría negros) se los asentó forzosamente en Soweto, algo más alejado de Johannesburgo, lo que supondría posteriores y graves conflictos con el régimen. En Sophiatown, su territorio, los negros actúan desinhibidamente, con naturalidad (bailando casi continuamente); en la ciudad, en cambio, se les ve claramente en territorio enemigo: van con caras serias, siempre apurados en grupos que son vomitados por los trenes para desfilar apurados hacia sus trabajos. Y una última cosa que me ha resultado curiosa: el empleo de hasta tres idiomas: el zulú cuando hablan entre ellos los proletarios negros, el afrikáner que lo emplean los policías que reprimen y arrestan a los negros, y el inglés de los negros más comprometidos (e intelectualizados) así como de los blancos que se dedican a los negocios. También el idioma tenía connotaciones simbólicas en aquellos tiempos.
No puedo dejar Come Back Africa sin comentar mínimamente la presencia de Miriam Makeba en la película, como adelanté al final del post anterior. Aparece hacia el final de la cinta, presentándose en una reunión en la que Zachariah está con otros cuatro hombres que discuten de filosofía política, a un nivel intelectual bastante superior al del protagonista (en un momento dice éste: no lo entiendo todo, pero me gusta escucharlo). Llega pues Miriam que hace de sí misma y enseguida los hombres le piden que cante y ella interpreta dos temas. El primero es una canción triste de amor; el segundo, bastante más animado, cuenta la historia del enamorado que de Johannesburgo se fue a Ciudad de El Cabo y le fue bastante mal. La Makeba tenía entonces veintisiete años y bastante vida y carrera profesional a sus espaldas. Con apenas dieciocho ya se había casado y tenido su único hijo, había pasado por un cáncer de mama, abandonada por su marido, empezado a cantar en un grupo de jazz denominado The Manhattan Brothers, formado luego su propio grupo sólo de mujeres, The Skylarks y grabado el que fue su primer y más grande hit, la conocida canción Pata pata que la hizo popular en toda Sudáfrica. Pero, sobre todo, desde febrero de 1959, Miriam Makeba interpretaba a la protagonista del musical King Kong (nada que ver con el gorila del mismo nombre), una “opera jazz” que tuvo un éxito tremendo en Sudáfrica. Así que, dada su relevancia, participar, aunque solo fuera un breve cameo, en una película de denuncia del apartheid suponía una toma de partido que no podía salirle gratis. De hecho, la primera consecuencia fue que el que entonces era su marido (el segundo, creo) optó rápidamente por separarse a fin de evitarse problemas con el régimen. Consciente de la situación y también del enorme potencial que significaba contar con Miriam para la promoción de la película, Rogosin puso todo su empeño –y lo consiguió– en que se le permitiera viajar a la presentación de la película en el Festival de Venecia en septiembre de 1959, donde la cantante impresionó sobremanera y algo contribuyó a que el filme recibiera el premio especial de la crítica. En todo caso, la película impactó y recibió bastantes reseñas positivas en periódicos de Europa y Estados Unidos. Naturalmente, estas críticas se complementaban con condenas al apartheid por el modo cruel en que trataba a los negros, lo que desde luego no gustó nada a las autoridades sudafricanas (imagino que más de uno sería sancionado por no haber advertido a tiempo el tipo de película que estaba haciendo Rogosin). La cosa es que Miriam, que había viajado a Londres para conocer a Harry Belafonte, se encontró con que el gobierno de su país le impedía volver (su madre había muerto y pretendía asistir a su funeral). De este modo, Makeba empezó su exilio (y una carrera como cantante que la hizo famosa en todo el mundo) y no volvería a Sudáfrica hasta la liberación de Mandela, en 1990. Miriam murió el 9 de noviembre de 2008, a los setenta y seis años, a causa de un infarto justo después de cantar en un concierto en Castel Volturno (cerca de Nápoles) en apoyo del escritor Roberto Saviano, amenazado por la Camorra. El director finlandés Mika Kaurismäki rodó en 2011 Mama Africa, una película documental sobre su vida; a ver si me la consigo.
En mis tiempos de estudiante de Arquitectura, a finales de los 70, el padre de un compañero, que era un arquitecto español de bastante prestigio, viajó a Sudáfrica. Mi compañero me contaba que había vuelto entusiasmado, impresionado por la limpieza, la belleza y el orden de todo lo que había visto, hablando maravillas de Sudáfrica y poco menos que proponiéndola como modelo de país a imitar. No éramos muy amigos ni teníamos mucha confianza, de modo que cuando le pregunté por el apartheid y se limitó a mirarme con cara de extrañeza y a hacer algún comentario jocoso, no insistí. (Era un buen chico, por otro lado, amable, servicial y siempre de buen humor). Imagino que su percepción del asunto era bastante común entre la clase media y alta española, y no sé si europea, de la época.
ResponderEliminarNo cabe duda de que películas como la de Rogosin eran muy necesarias. Lástima que, casi seguro, no la vió ninguno de los que hubieran debido verla.
Me asombra su valentía. No se echó atrás y supo engañar a los funcionarios. Curioso, además, que su película llevara a que Makeba empezara su exilio.
ResponderEliminarPor cierto, Eisner comenta el juicio de sus padres de que el Holocausto había sido sólo un progromo más grande en la introducción a La conspiración, donde el maestro habla sobre la historia de los infames Protocolos de Sión.
Supongo que para Makeba partiocipar en la película le resultó bueno y malo a la vez; lo que está claro es que le marcó el curso de su vida.
EliminarMe acabo de conseguir "La Conspiración". A ver qué tal ...
Creo que han mejorado las cosas, ahora incluso hay corruptos y abusadores de raza negra. No hay que olvidar que hubo un referéndum en 1960 que votó (naturalmente sólo votaron los blancos) la separación del Reino Unido, pero permaneciendo en la Commonwealth, pero de la que fueron expulsados un solo año después, a continuación vino el aislamiento internacional, no olvidemos que es el país más rico del África negra o subsahariana, y el largo proceso hasta 1994 (primera elecciones democráticas) con la desaparición del apartheid y el voto negro. Es indudable que la película Come Back Africa de 1959 ayudó. Pero Sudáfrica siempre ha sido algo aparte del resto del África negra, hasta en el clima.
ResponderEliminarSí, Sudáfrica siempre fue distinta del resto del Africa negra, tanto que pretendían que fuera Africa blanca.
EliminarEso también y por supuesto. Pero a lo que me refería como diferencial con el resto de África subsahariana es que los blancos se instalaron y vivieron por generaciones allí, con unos privilegios, mientras que, salvo excepciones como Kenia o Rhodesia y por menos tiempo, en el resto de países africanos solo se instalaron factorías de extracción de recursos gestionadas por blancos, pero no habitadas por poblaciones ciudadanas, como en Sudáfrica, blancas. El clima de Sudáfrica no es tropical, sino mediterráneo, con cuatro estaciones, muy cómodo para el confort de afrikáners y anglos
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