Estamos cumpliendo el octogésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil. 80 años son muchos, tantos que a estas alturas no debe quedar vivo nadie que tuviera un mínimo protagonismo en los sucesos de aquellas fechas. Sin embargo, es indudable que la Guerra Civil (y su posterior consecuencia, la instauración del franquismo) han marcado más que nada la historia contemporánea española. Pero la historia somos todos, es el conjunto de nuestras vidas cotidianas y anónimas, como bien hace notar Lansky en su último post, de modo que hemos de ser conscientes, sobre todo los que nacimos y nos criamos durante el franquismo, que nuestras infancias fueron condicionadas (para mal) por algo que ocurrió antes de existiéramos. Dicho así no es tan sorprendente, claro, pues ciertamente todo lo que ha sucedido, toda la historia, configura el marco social en el que nos toca nacer y vivir. Pero lo que resalta Lansky no es tan obvio o, al menos, no solemos reparar en ello, no nos damos cuenta cabal de cuánto nos ha afectado.
Los años 30 fueron de una efervescencia ideológica que probablemente no tenga parangón en la historia, ni antes ni después. Estaba por un lado la izquierda revolucionaria, envalentonada por el triunfo bolchevique en Rusia (ya llevaban más de una década en el poder y todavía no se habían difundido los horrores del stalinismo), multiplicada en multitud de facciones, incluyendo entre ellas la del anarquismo libertario, que tanto arraigo tuvo en nuestro país. Frente a las propuestas iconoclastas de un mundo nuevo, libre de la opresión de los estamentos poderosos tradicionales, los partidos de izquierda más moderados (los que hoy tildaríamos de socialdemócratas) tenían difícil mantener su cartel en incluso se desgarraban internamente, como fue el caso de los enfrentamientos del PSOE, simbolizados en Prieto y Largo Caballero. Pero frente a la amenaza del comunismo, surgieron los movimientos de corte fascista, no sólo en Italia, Alemania o la propia España. Ambos extremos coincidían en despreciar la tibieza de los partidos tradicionales, también las formas de la democracia formal, “burguesa”, aunque en algunos países –como el nuestro– distaran mucho de practicarse con honestidad.
Esas eran las que podríamos llamar “condiciones de entorno”, bastante comunes, con matices, claro, en todo Occidente. Ciertamente es fácil predecir a toro pasado que la historia se abocaba a un enfrentamiento entre los dos extremos y, en efecto, ésa es una tesis muy repetida de lo que ocurrió en España a partir del 36 (antes incluso del golpe militar, por lo menos desde la campaña electoral de febrero). De hecho, esa tesis sería compartida por los más radicalizados de los protagonistas de entonces, y muchos se alegrarían del Alzamiento porque les daba la excusa para hacer la tan ansiada Revolución. Ahora bien, que lo que ocurrió en España sea explicable no quiere decir, ni mucho menos, que fuera inevitable. La conspiración de Mola y los suyos pudo haber sido abortada por el Gobierno republicano (fueron bastante torpes), el levantamiento pudo haber fracasado (fracasó de hecho, pero quiero decir que la gran mayoría de lo cuarteles no lo aceptaran) y mil eventualidades más. Pero, sobre todo, el conflicto entre los extremos pudo haberse evitado y reconducido hacia esa tercera vía (la que algunos historiadores personalizan en Azaña) moderada, democrática. En todo caso, del resultado de la “crisis ideológica de los treinta” salió una Europa con tres tipos de países: el bloque del Este, en el que la victoria sobre los fascismos se resolvió con la absorción por la URSS y la imposición del comunismo; los occidentales, también victoriosos sobre los fascismos pero en este caso articulando “democracias burguesas” bajo ideologías light (democracia cristiana, socialdemocracia); y una anomalía en el extremo suroriental, nuestra península, con sendos regímenes facistoides más o menos tolerados, por poco confesables razones.
A mí, la verdad, no me gusta la democracia de que gozamos, el sistema en que ha acabado (de momento) lo que empezó en los países occidentales tras el 45. Me parece que dista mucho de ser verdadera democracia y, sobre todo, me repatea ese discurso autocomplaciente de los políticos, cargado de tópicos huecos, sobre las bondades del sistema y nuestros excelsos valores democráticos. Pero, por muy crítico que sea, ciertamente este régimen es bastante mejor que los otros dos que existieron en Europa hasta mediados de los setenta (Península Ibérica) y principios de los noventa (Bloque del Este). Por tanto, comparto la afirmación de Lansky de que lo que se inició hace ochenta años condicionó para mal nuestras infancias. O, dicho con más precisión, cabe sostener que las “condiciones de entorno” de nuestras infancias habrían sido mucho mejores si hubiésemos nacido en Inglaterra, en Francia, en Suecia …
Naturalmente, no necesariamente habríamos sido más felices, pero sí habríamos tenido mejores condiciones para serlo; la felicidad, al cabo, es un asunto personal. Por eso, tampoco imputemos nuestra eventual infelicidad infantil y adolescente al franquismo. Todos los regímenes dictatoriales –y el franquismo lo fue–, pasados los primeros momentos de la represión criminal, tienden a “suavizarse”. Yo viví la segunda etapa del Régimen, con un país domesticado, y asumí como normal (lo era, al fin y al cabo) esa ideología imperante, de pacatismo político, moral y religioso. Era demasiado joven para entender que había otras formas de pensar y, cuando estaba empezando a hacerlo, salí de España y descubrí de golpe una sociedad construida sobre valores completamente distintos, libre de tantas trabas de pensamiento.
Así pues, no diría en mi caso que el franquismo arruinó mi infancia porque, eludidos por motivos cronológicos los años más duros del régimen, tuve el margen suficiente para vivir como se vive a esas edades, descubriendo el mundo, encontrando motivos de gozo, y también sufriendo por cosas que podrían habernos evitado pero veíamos como inevitables. “Es lo que hay”, sería la frase que mejor definiría esos años, aunque entonces yo no la habría pronunciado pues hacerlo implica admitir (concebir al menos) que aún siendo esto lo que hay, podría haber otra cosa. Pero, claro está, pasadas la infancia y adolescencia, descubierto que lo que hay no es lo único que hay e incluso viviendo cómo lo que hay (que habría de seguir habiéndolo por toda la eternidad porque las cosas estaban “atadas y bien atadas”) deja de existir –con resistencias– y pasa a haber otra cosa … A posteriori, en suma, uno se da cuenta de que si hace ochenta años unos militares no se hubieran levantado contra el régimen constituído, si los aconteceres políticos de este país hubiesen seguido una línea similar a los de sus vecinos al Norte de los Pirineos, es muy probable, casi seguro, que nuestras infancias habrían sido mejores.
Como ya he dicho, creo que no solemos reparar en la notable importancia de algunos hechos históricos sobre nuestras vidas personales y cotidianas. Por eso –es lo que me ha ocurrido– tiene algo de turbador pararte a pensarlo cuando lees un texto como el citado de Lansky. Aunque quizá no merezca la pena dedicarle demasiadas reflexiones; se dice que elucubrar sobre “lo que pudo haber sido y no fue” tan sólo conduce a la melancolía. De acuerdo, pues, no le demos más vueltas, pero anotemos en la lista de cargos al franquismo haber empobrecido las expectativas de nuestras infancias.
Los años 30 fueron de una efervescencia ideológica que probablemente no tenga parangón en la historia, ni antes ni después. Estaba por un lado la izquierda revolucionaria, envalentonada por el triunfo bolchevique en Rusia (ya llevaban más de una década en el poder y todavía no se habían difundido los horrores del stalinismo), multiplicada en multitud de facciones, incluyendo entre ellas la del anarquismo libertario, que tanto arraigo tuvo en nuestro país. Frente a las propuestas iconoclastas de un mundo nuevo, libre de la opresión de los estamentos poderosos tradicionales, los partidos de izquierda más moderados (los que hoy tildaríamos de socialdemócratas) tenían difícil mantener su cartel en incluso se desgarraban internamente, como fue el caso de los enfrentamientos del PSOE, simbolizados en Prieto y Largo Caballero. Pero frente a la amenaza del comunismo, surgieron los movimientos de corte fascista, no sólo en Italia, Alemania o la propia España. Ambos extremos coincidían en despreciar la tibieza de los partidos tradicionales, también las formas de la democracia formal, “burguesa”, aunque en algunos países –como el nuestro– distaran mucho de practicarse con honestidad.
Esas eran las que podríamos llamar “condiciones de entorno”, bastante comunes, con matices, claro, en todo Occidente. Ciertamente es fácil predecir a toro pasado que la historia se abocaba a un enfrentamiento entre los dos extremos y, en efecto, ésa es una tesis muy repetida de lo que ocurrió en España a partir del 36 (antes incluso del golpe militar, por lo menos desde la campaña electoral de febrero). De hecho, esa tesis sería compartida por los más radicalizados de los protagonistas de entonces, y muchos se alegrarían del Alzamiento porque les daba la excusa para hacer la tan ansiada Revolución. Ahora bien, que lo que ocurrió en España sea explicable no quiere decir, ni mucho menos, que fuera inevitable. La conspiración de Mola y los suyos pudo haber sido abortada por el Gobierno republicano (fueron bastante torpes), el levantamiento pudo haber fracasado (fracasó de hecho, pero quiero decir que la gran mayoría de lo cuarteles no lo aceptaran) y mil eventualidades más. Pero, sobre todo, el conflicto entre los extremos pudo haberse evitado y reconducido hacia esa tercera vía (la que algunos historiadores personalizan en Azaña) moderada, democrática. En todo caso, del resultado de la “crisis ideológica de los treinta” salió una Europa con tres tipos de países: el bloque del Este, en el que la victoria sobre los fascismos se resolvió con la absorción por la URSS y la imposición del comunismo; los occidentales, también victoriosos sobre los fascismos pero en este caso articulando “democracias burguesas” bajo ideologías light (democracia cristiana, socialdemocracia); y una anomalía en el extremo suroriental, nuestra península, con sendos regímenes facistoides más o menos tolerados, por poco confesables razones.
A mí, la verdad, no me gusta la democracia de que gozamos, el sistema en que ha acabado (de momento) lo que empezó en los países occidentales tras el 45. Me parece que dista mucho de ser verdadera democracia y, sobre todo, me repatea ese discurso autocomplaciente de los políticos, cargado de tópicos huecos, sobre las bondades del sistema y nuestros excelsos valores democráticos. Pero, por muy crítico que sea, ciertamente este régimen es bastante mejor que los otros dos que existieron en Europa hasta mediados de los setenta (Península Ibérica) y principios de los noventa (Bloque del Este). Por tanto, comparto la afirmación de Lansky de que lo que se inició hace ochenta años condicionó para mal nuestras infancias. O, dicho con más precisión, cabe sostener que las “condiciones de entorno” de nuestras infancias habrían sido mucho mejores si hubiésemos nacido en Inglaterra, en Francia, en Suecia …
Naturalmente, no necesariamente habríamos sido más felices, pero sí habríamos tenido mejores condiciones para serlo; la felicidad, al cabo, es un asunto personal. Por eso, tampoco imputemos nuestra eventual infelicidad infantil y adolescente al franquismo. Todos los regímenes dictatoriales –y el franquismo lo fue–, pasados los primeros momentos de la represión criminal, tienden a “suavizarse”. Yo viví la segunda etapa del Régimen, con un país domesticado, y asumí como normal (lo era, al fin y al cabo) esa ideología imperante, de pacatismo político, moral y religioso. Era demasiado joven para entender que había otras formas de pensar y, cuando estaba empezando a hacerlo, salí de España y descubrí de golpe una sociedad construida sobre valores completamente distintos, libre de tantas trabas de pensamiento.
Así pues, no diría en mi caso que el franquismo arruinó mi infancia porque, eludidos por motivos cronológicos los años más duros del régimen, tuve el margen suficiente para vivir como se vive a esas edades, descubriendo el mundo, encontrando motivos de gozo, y también sufriendo por cosas que podrían habernos evitado pero veíamos como inevitables. “Es lo que hay”, sería la frase que mejor definiría esos años, aunque entonces yo no la habría pronunciado pues hacerlo implica admitir (concebir al menos) que aún siendo esto lo que hay, podría haber otra cosa. Pero, claro está, pasadas la infancia y adolescencia, descubierto que lo que hay no es lo único que hay e incluso viviendo cómo lo que hay (que habría de seguir habiéndolo por toda la eternidad porque las cosas estaban “atadas y bien atadas”) deja de existir –con resistencias– y pasa a haber otra cosa … A posteriori, en suma, uno se da cuenta de que si hace ochenta años unos militares no se hubieran levantado contra el régimen constituído, si los aconteceres políticos de este país hubiesen seguido una línea similar a los de sus vecinos al Norte de los Pirineos, es muy probable, casi seguro, que nuestras infancias habrían sido mejores.
Como ya he dicho, creo que no solemos reparar en la notable importancia de algunos hechos históricos sobre nuestras vidas personales y cotidianas. Por eso –es lo que me ha ocurrido– tiene algo de turbador pararte a pensarlo cuando lees un texto como el citado de Lansky. Aunque quizá no merezca la pena dedicarle demasiadas reflexiones; se dice que elucubrar sobre “lo que pudo haber sido y no fue” tan sólo conduce a la melancolía. De acuerdo, pues, no le demos más vueltas, pero anotemos en la lista de cargos al franquismo haber empobrecido las expectativas de nuestras infancias.
Que la tortilla se vuelva - Quilapayún (Por Vietnam, 1968)
Estuve viendo hace pocos meses una exposición completísima sobre Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza. Ya lo sabía, pero ahí te dabas meridianamente cuenta de los impresionantes avances pedagógicos/educativos, incluso vanguardistas en relación al entorno europeo, que se estaban dando en poco tiempo en España. Todo eso fue arrasado por la dictadura y retrocedimos a la caverna retrograda de los eslóganes franquistas y el atraso y la precariedad. De hecho, lo primero que hacían las tropas sublevadas al tomar cualquier población era fusilar a los maestros, cooperadores entusiastas de esos avances y reformas, junto a los políticos, alcaldes y sindicalistas significados. Los que no fueron ejecutados o encarcelados huyeron a un exilio que enriqueció a los países de acogida, como el México de Lázaro Cárdenas, donde fundaron prestigiosas editoriales o departamentos en la Universidad Autónoma de México o la lucha antinazi en Europa. Estábamos subiendo por una escalera mecánica y nos bajaron a patadas. Aún estamos más abajo que entonces y eso se nota en la mala educación en su sentido más amplio de la ciudadanía. Hasta el PSOE es heredero de esa mala educación franquista; es una impronta que aún pesa hoy.
ResponderEliminarMe suscribo con el comentario de Lansky porque se ha expresado muy bien.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPor cierto, a caballo entre el pueblo del Alberche y el Madrid de la época, yo fui feliz en mi infancia, rodeado de amorosas mujeres, mi madre, mi abuela, la dama de compañía de mi abuela, mis tías y las costureras del taller de mi abuela. Sólo después me fui dando cuenta de la oprimente grisura del país, de lo que nos habían arrebatado
ResponderEliminarEsas condiciones de entorno a las que me refería en el post difícilmente impiden la felicidad de los niños (siempre que haya otras condiciones, como en tu caso, mucho más importantes). Simplemente, todavía no nos damos cuenta, como bien dices, de lo que nos han arrebatado.
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