Mi tío Jesús rondaría los ochenta cuando murió en junio de 2014. Era el hermano pequeño de mi padre y el último que quedaba. Lo cierto es casi no había mantenido relación con nosotros, su familia más cercana. De él a lo largo de los años nos llegaban noticias sueltas, y en ocasiones muy espaciadas se dejaba ver. Por lo que sé, toda su vida la pasó trabajando como médico general (de familia) en pueblos pequeños de Castilla La Nueva (me gusta este viejo término, hoy en desuso, que me evoca la geografía de primero de bachiller). Creo recordar que unos dos años antes de su óbito, mi hermana recibió una llamada telefónica del director de una sucursal bancaria de Ciudad Real, preguntando si tenía alguna relación de parentesco con él. El hombre estaba preocupado porque Jesús, ya por entonces manifiestamente mermado en sus facultades intelectivas, se había emparejado con una mujer treintañera a la cual había autorizado para sacar dinero; el director de la oficina en la cual tenía sus cuentas se temía que lo dejara sin un duro y desapareciera. Hubo una rápida movilización familiar –de los hermanos que viven en Madrid– y se logró evitar daños mayores (en efecto, la mujer, que estaba casada con un tiparraco de largo historial delictivo, iba a lo que iba). Solventado el desastre, hubo que incapacitarlo e instalarlo en una residencia de mayores en Madrid. Mi hermano –lo llamaré Paco, aunque no sea ése su nombre– se ocupaba una vez a la semana de sacarlo de paseo y pudo ser testigo de disparatadas escenas, entre ellas la que he narrado en el post anterior en falsa primera persona.
Pocas semanas después de la muerte de Jesús, Paco tuvo que ir con su hijo Ricardo a hacer unas gestiones por Quevedo y se acordó del paseo por esas calles con nuestro tío. Había sido idea suya; pensó que a Jesús podría serle positivo volver al que fue su barrio cuando era adolescente, durante los últimos cuarentas y primeros cincuentas (la casa de mis abuelos estaba en Donoso Cortés semiesquina con Bravo Murillo). No sabemos si para bien o mal, pero la experiencia catalizó sin duda recuerdos remotos en la estragada mente del anciano, en especial el de aquella chica de la que estuvo enamorado y de la que, tal vez, lo siguió estando toda su vida (lo cierto es que nunca se casó). Ahora, ya desaparecido Jesús, le picaba la curiosidad por averiguar algo más de esa historia antigua y, sin cortarse un pelo, se decidió a volver a la boutique y sincerarse con aquella señora, la hija de Agustina (aclaro que no sé cómo se llama la tienda ni su ubicación exacta; la boutique Daira en la calle Magallanes existe en la realidad pero no es más que una ficción para salvar mi ignorancia). Así que se llega hasta el local en el que había entrado hacía unos meses y donde volvía a estar la misma mujer de entonces. Se identifica, le hace recordar su anterior visita y le confiesa que le mintió, que en realidad había entrado a petición de su tío con alzheimer, que se creía un joven preuniversitario enamorado de la joven dependiente de la antigua mercería. Conchi, que así se llamaba la señora, se emocionó, máxime cuando no cabía duda de que su madre había sido la enamorada de nuestro tío. Pero su tío no habló con mi madre –le dijo– o, si lo hizo, no la convenció para que fuera su novia porque ella se casó con Ángel, mi padre, sin duda el mismo del que recelaba entonces.
Qué tierna y triste la historia de tu tío (Conchi había pasado con naturalidad al tuteo, al fin y al cabo, le dijo riendo a mi hermano, podríamos haber sido primos). Sabes que, ahora que me la has contado, me acuerdo de que, cuando yo era niña y mis padres se cabreaban, ella le hacía rabiar diciendo que tenía que haberse casado con otro, el que iba para médico. Y pasaron un buen rato hablando cada vez más amigablemente hasta que Conchi les propuso que la acompañaran al piso de sus padres, viven aquí al lado, a menos de una manzana, nunca quisieron salir del barrio. Ella siempre, sobre esa hora más o menos, cerraba la tienda y se daba un salto a prepararles el almuerzo. Ángel, pese a estar a punto de cumplir ochenta y cinco, estaba sano y fuerte como un roble, la mente lúcida, aunque siempre cabreado, refunfuñando sin cesar. Pero Tina apenas vivía en este mundo; como a nuestro tío Jesús el alzheimer la había golpeado y en los últimos meses había empeorado aceleradamente. Paco no estaba nada seguro de que fuera conveniente aceptar, pero Conchi insistió y además le picaba la curiosidad. Mi sobrino, en cambio, se negaba, parecía como si le diera miedo enfrentarse a una anciana desmemoriada que provenía de un pasado anterior a él pero que, de algún modo confuso, podía concernirle. Finalmente los tres salieron juntos del local y juntos se llegaron a la casa de Ángel y Tina.
Conchi presentó a Paco y a Ricardo a su padre; le dijo que el tío, muerto hacía unos meses, había vivido en el barrio y conocido a Tina. Enseguida, con muy pocos datos más, Ángel recordó perfectamente a Jesús. Sí, bebía los vientos por tu madre, le dijo, pero ella ya estaba conmigo, nunca tuvo ninguna posibilidad. Alguna vez me planteé dejarle las cosas claras, incluso hacerle un poco de daño para quitarle cualquier fantasía. Pero no fue necesario: se marchó a estudiar fuera de Madrid, a Sevilla creo. Y me alegré porque en el fondo, a pesar de que le gustaba mi novia, no me caía mal, como mucho me daba lástima. Sobre todo por los padres que le habían tocado. Perdone que se lo diga –se dirigió a mi hermano–, pero sus abuelos eran unos fachas de tomo y lomo; habían llegado al barrio unos años después de acabada la guerra con unas ínfulas ... Su abuela, especialmente, se creía una aristócrata en el exilio y a todos nos miraba como si fuéramos basura. Desde luego el pobre Jesús, tan apocado, ni tenía las agallas para pelear por Agustina ni, de haberlas tenido, su madre se lo habría permitido.
La conversación estaba desarrollándose en la sala de estar del piso, sentados los cuatro en el sofá y los dos sillones a juego en torno a una mesa baja, y Tina en una silla de rueda aparcada en la esquina, junto a su marido, la mirada ausente, sin aparentemente prestar atención, ajena, perdida en el laberinto oscuro de su cerebro. Pero de pronto, como si se hubiera activado el contacto de algunas neuronas apagadas, alzó levemente la cabeza, miró hacia mi sobrino y en sus ojos brilló una débil chispa. Vaya, Jesusín, por fin has tenido el valor –le espetó–; venga, diles a mis padres y a estos señores que eres un hombre, que te haces cargo. Ricardo palideció, se notaba que estaba aterrorizado. Agustina, tras ese fogonazo sorpresivo volvió a apagarse en su mutismo ausente. El piso lo invadió un silencio tenso que finalmente rompió Ángel: puñetera mujer, hasta chocha quiere seguir jodiendo.
La storia - Fiorella Mannoia & Francesco de Gregori (In Tour, 2002)
Pués sí, la coda también me parece pertinente.
ResponderEliminarMe alegro.
EliminarNo sólo pertinente, como dice Lansky, es además interesante y está muy bien contada. Chapó por Conchi y Ángel.
ResponderEliminarGracias, Ozanu.
EliminarAndo sensible ultimamente y se me han saltado unas lágrimas.
ResponderEliminarGracias.
Besos de una maia.
Está bien estar sensible, aunque a veces las emociones nos desbordan. En cualquier caso, me alegro mucho de verte por aquí de nuevo, Wendeling. Besos también de mi parte.
EliminarAdemás de muy bien contada, tierno, sentimental y al final con un punto de terror.
ResponderEliminarTe hace pensar sobre nuestro recorrido vital, nuestros errores, las consecuencias de nuestros actos, nuestras cobardías, nuestros silencios...
Y mi yo cotilla no deja de preguntarse, qué pasaría luego cuando la hija y el padre se quedasen a solas.
- Papá - le dijo Conchi mirando con temor a los ojos de su anciano padre - ¿Qué ha querido mamá al decir eso de "Vaya, Jesusín, por fin has tenido el venga, diles a mis padres y a estos señores que eres un hombre, que te haces cargo."
Pues sí, Números, algo así me imagino que ocurriría cuando se fueron mi hermano y mi sobrino. O, a lo mejor, Conchi diría en voz alta pero como hablando consigo misma: "así qeu entonces va a resultar que soy prima de este tipo" (por mi hermano). Claro que, tampoco se trata de dar fiabilidad a una persona con alzheimer avanzado, ¿o sí?
Eliminar