— Acerquémonos a la mercería a ver si está Tina, vamos.
— ¿Tina? ¿Quién es Tina, Jesús?
— ¿Quién va a ser? Agustina, la hija de los Larrazábal, los dueños.
— ¿Y por qué tantas prisas ahora por verla? Sigamos paseando.
— No, no, quiero verla, tengo que verla, vamos, es aquí a la vuelta, en la esquina con Magallanes.
Jesús dobló decidido por Fernández de los Ríos, caminaba a paso rápido sin importarle si lo seguía, la mirada perdida hacia el frente y mascullando una especie de letanía. Me puse a su lado, agucé el oído; repetía: “tengo que hacerlo, tengo que hacerlo”.
— ¿Qué es lo que tienes que hacer, Jesús?.
— Hablar con Tina, ya te lo he dicho —parecía enfadado.
— Pero, ¿tiene que ser ahora? ¿Por qué no puedes esperar?
— Y que se me adelante Ángel, quia.
— Pero es que hoy Tina no va a estar, Jesús.
Ni me escuchó o, si lo hizo, le dio igual. De pronto frenó en seco sus veloces zancadas. Se detuvo delante de un bar de tapas, adyacente a un local de moda, una modesta boutique de barrio. Se le veía tenso, dubitativo, volvía a mascullar la misma letanía (“tengo que hacerlo, tengo que hacerlo”), pero no se movía.
— ¿Estás bien, Jesús?
— Sí, bueno, no sé … —le cogí de la mano (sudaba, temblaba).
— Vamos a pasear un ratito más, tienes que calmarte.
— Hazme un favor, necesito que me hagas un favor —me apretaba la mano, muy fuerte.
— Claro, Jesús, claro. Tranquilo. ¿Qué quieres?
— Asómate a la mercería y dime si la que atiende es una chica rubia muy mona, y si está sola.
Seguirle la corriente. Entré en el espacio de escaparate de la boutique que se empeñaba en llamar mercería. Un local pequeño con un mostrador al fondo; tras él una señora cincuentona larga que hojea una revista del corazón.
— ¿Desea algo?
— Buenos días. Verá, mi mujer estuvo aquí el otro día, me dijo que la atendió una chica rubia …
— Sería mi hija, que a veces me echa una mano; pero ahora no está.
— Agustina, se llama, ¿no es verdad?
— ¿Agustina? No, no, se llama Anabel. Pero tiene gracia porque Agustina es el nombre de mi madre. Pero, dígame, ¿qué le ha encargado su señora?
— Es que parece que su hija, Anabel (no sé de dónde saqué lo de Agustina), le habló de un vestido que iban a recibir y quería saber si ya lo tenían …
— Con solo eso no puedo ayudarle; Anabel no me dijo nada y, la verdad, me extraña. ¿Cómo se llama su señora?
— Yolanda. Pero no se preocupe, ya le diré yo que se pase ella misma y hable con usted; seguro que enseguida se aclaran.
— Estupendo. Le voy a dejar nuestra tarjeta por si quiere llamar antes —ponía: “Daira, moda” y debajo, en letra más pequeña, antigua mercería Larrázabal, desde 1942.
Jesús me esperaba con signos de ansiedad. Me preocupaba tanta excitación, lo mejor sería llevarlo lo antes posible a la Residencia.
— Cuánto has tardado. ¿Estaba Tina?
— No, la que atendía era una señora mayor.
— Su madre. Menos mal que no he entrado, la tía esa no puede ni verme. ¿Y te ha dicho cuándo estará Tina?
— Hasta mañana no vuelve, tenía cosas que hacer, me ha dicho.
— ¿Cosas que hacer? La bruja te ha engañado, para mí que se ha recelado algo. Seguro que en un rato viene su hija y la sustituye.
— Creo que no, Jesús, pero en todo caso, mejor sigamos paseando no vayan a verte aquí parado. Si quieres volvemos dentro de un rato a ver si ya está Tina.
— Vale, pero no te olvides, es que a veces me mareo. Tenemos que volver, es muy importante. No puedo irme a Sevilla sin decirle que la quiero, que me espere.
— ¿A Sevilla? ¿A qué vas a ir a Sevilla?
— ¿Cómo que a qué? ¿No eres el rector de la facultad de medicina? Tú mejor que nadie sabes que voy a estudiar, que voy a ser médico como mi hermano Eduardo, como quiere mi padre. ¿Por qué me lo preguntas?
— Perdona, Jesús, se me ha ido el santo al cielo.
— Tengo hablar con Tina, tengo que decirle que la quiero, que seré médico y me casaré con ella, que no se deje camelar por el puñetero de Ángel …
Parecía perder fuelle, desinflarse. Acabábamos de llegar a Bravo Murillo, a unos metros de la glorieta de Quevedo. Lo abracé, sujetándolo, porque me dio la impresión de que iba a desvanecerse.
— Jesús, te veo cansado, sentémonos en ese banco.
— Sí, me noto mareado. ¿No es ya la hora de comer?
— Falta poco, sí.
— Vamos a casa, almorzaremos con mis padres.
— Descansa un rato, no hables.
Se había quedado sin fuerzas, también sin recuerdos. Agustina Larrázabal, de momento, había vuelto al rincón perdido de su mente. Lo alcé suavemente; se dejaba hacer, casi sonámbulo. A unos metros estaba la parada de taxis.
Mi abuelo sufrió Alzheimer y me ha tocado muy de cerca tu relato. Especialmente el final de que da la impresión de que va a desvanecerse, en sentido figurado es así. No conocía la canción.
ResponderEliminarEl relato, con sus necesarias dosis de ficción, es real. Ya en las familias de todos aparece el alzheimer (es que vivimos demasiado).
EliminarMuy tierno a la vez que triste.
ResponderEliminarMe he apropiado de estas palabras tuyas para el epílogo de la historia.
EliminarEl Alzheimer es caracterizado someramente por la pérdida de memoria, la desorientación temporal y espacial y el deterioro intelectual y personal, pero sobre todo, efectivamente, se pierde la memoria reciente mientras que la remota surge inesperadamente sin contexto temporal del momento actual, así que tu relato está muy correcto.
ResponderEliminarA ver si también te lo parece su culminación.
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