Al atardecer, hace unas horas, he subido al torreón, la habitación de la atalaya, como la llamaban mis padres cuando éramos niños. Entonces, tiempos alegres, era un espacio frecuentado, propiedad comunal y privativa de los hijos, donde nos reuníamos al margen de los adultos para charlar y compartir secretos, escuchar música, leer libros prohibidos, fumar nuestro primero pitillos … Salir de la infancia supuso también dejar de acudir al cuarto del torreón. Para casi todos los hermanos este tránsito se correspondió con la intensificación progresiva de las violencias entre nuestra empresa y Hellas Digital, que ensombreció hasta la tragedia nuestras primeras juventudes, obligándonos a implicarnos en la guerra. Es fácil pues entender que la atalaya represente para mí (parece que no tanto para Deífobo o Héleno) un paraíso perdido, un símbolo de la felicidad inocente que ya he renunciado a gozar de nuevo. No obstante, a veces siento la necesidad de volver a este espacio en lo alto, tan abandonado ahora. Prefiero subir cuando el sol cae y también el agobiante calor de este agosto. Miro primero hacia atrás, tendría que decir hacia el Oeste, recorriendo en ciento ochenta grados las vistas del bosque de pinos, las laderas de la sierra de Collserola incendiadas por los naranjas salvajes del ocaso. Pero luego me siento en el pequeño balcón que se abre hacia el mar y me deleito con la visión de la ciudad enrojecida que poco a poco va siendo engullida por las sombras de estas montañas hasta que, al cabo de un rato, los edificios se difuminan en la oscuridad, se pierden sus contornos, tan sólo adivinados por la iluminación nocturna, luces que se desparraman hasta la negrura del mar y del cielo. Cuando ya la noche se ha extendido del todo sobre el paisaje, pacificadas siquiera un poco mis emociones, suelo descender del torreón y caminar silenciosa por los jardines hasta mi pequeño apartamento, el más aislado de todos en la gran finca familiar.
Hoy sin embargo he salido de mi privilegiada atalaya presa del más intenso nerviosismo. La causa, la inesperada escena que por pocos segundos se ha desarrollado ante mi mirada atónita. Todavía no se había diluido la claridad cuando por la cancela que se abre a uno de los senderos del bosque –un acceso a la finca que casi nunca se usa– he visto entrar a mi padre acompañado nada menos que de Agamenón. El corazón me ha dado una voltereta, amenazando escapar del pecho. ¿Qué hace este hombre –el feroz, el inmisericorde, el impío– con mi padre? ¿No se supone que lo que queremos, lo que necesitamos, es acabar con él, que desaparezca de nuestras vidas? Enseguida los dos hombres desaparecieron de mi vista, dirigiéndose probablemente hacia una de las salas del edificio social de Troya Electronics*. Fue tan breve la escena que por un momento dudé si habría sufrido una alucinación, consideré que mi cerebro sobreexcitado podría estar jugándome la mala pasada de una broma macabra. Pero la intensa rabia que por dentro me quemaba descartó esa idea y me precipitó escaleras abajo a la búsqueda de Príamo y ese rey de los traidores. Solo pensaba en expulsarlo a patadas de nuestra casa, en recriminar luego a mi padre que hubiera osado permitirle volver a pisar nuestro hogar. Y mientras bajaba, aunque al principio no me di cuenta, manaban lágrimas incesantes de mis ojos.
Llegué corriendo hasta la verja que cerraba la parcela en cuyo centro se erigía “El Templo”, el sancta sanctórum de la empresa, el búnker de máxima seguridad que albergaba el ordenador central y las bases de datos, las copias de seguridad, en fin, los activos más valiosos de un negocio multinacional de informática. Con mi tarjeta cifrada abrí la valla exterior; sin embargo, la puerta blindada del Templo no encendió la luz verde cuando el sensor leyó mi huella digital, mi padre había bloqueado el acceso. Rabiosa, aporreé la puerta, a sabiendas de que al interior no llegaría ningún ruido. Al cabo de un rato de inútiles golpes y gritos me dejé caer agotada en el césped que rodea el edificio y lloré largamente. Finalmente se fue silenciando el atronador latir del corazón, los músculos se relajaban, empezaba a pensar con algo de claridad, volvía la calma. Entonces caminé hacia la cancela por donde los había visto entrar. Esa puerta sí pude abrirla y salí al sendero que se adentraba en el bosque. A unos pocos cientos de metros, en un pequeño claro, estaba aparcado el Mercedes de Agamenón. Me acerqué creyendo que no habría nadie pero, de pronto, como salido de la nada, apareció Ulises, con su característica sonrisa irónica. Hola, Casandra, me dijo, hacía ya mucho tiempo que no nos veíamos. Sí, pensé, hace ya mucho que no veía a Ulises ni al resto de socios de Agamenón, y en ese momento presentí que volvería a verlos pronto y fue un presentimiento aciago.
¿Qué haces aquí? Le increpé sin circunloquios, maleducadamente incluso. Supongo que esperas a Agamenón, sé que se ha atrevido a venir hasta aquí. Ha sido tu padre quien lo ha convocado. No pienses que él tiene demasiado interés en negociar con Troya; aunque le ilusionaba imaginar que en esta visita podría cruzarse contigo, hablarte. Insensato, le grité airada, dices mentiras completamente fuera de lugar, absurdas; además, ¿cómo puedes pensar que yo quisiera verlo, a ese traidor? Pues a mí me da la impresión, estimada Casandra, que quizá sí quieras hablar con él; si no, ¿qué haces aquí? Enrojecí, Ulises, maldito sea, es sagaz, sabe leer los pensamientos ocultos, disfruta descubriendo secretos. Quiero echarlo de esta casa, quiero que compruebe en persona mi desprecio, que sepa cuanto lo rechazo. Ulises no contestó, pero siguió con su odiosa sonrisa; al poco rato consiguió que me sintiera incómoda. Además, fue entonces cuando me percaté de que estaba fuera de lugar, de que no había sido buena idea llegarme ahí. Me imaginé que mi padre acompañara de vuelta a Agamenón y me viera allí. Sin duda le asaltaría uno de sus legendarios cabreos, de nuevo provocado por su hija conflictiva. Sentiría que había puesto en cuestión su autoridad, que desconfiaba de su liderazgo en la empresa, en la familia, que lo había engañado. Tenía que volver, largarme a toda prisa de allí. Lo hice pero me costó, me costó mucho.
Rehice el trayecto a la carrera, rezando para no cruzarme con mi padre. No me dirigí a mi apartamento sino que regresé al torreón. Quería, a la vez, esconderme y espiar la salida de Agamenón. Al poco de asentarme en mi atalaya, con las luces apagadas, divisé a los dos hombres caminando hacia la cancela del bosque. Al llegar se detuvieron, se dieron la mano mientras demoraban la despedida, luego el griego abrió la puerta y salió. Seguí mirándolo mientras se alejaba por el sendero, su perfil difuminándose por momentos. De pronto, justo antes de fundirse en las sombras, se dio la vuelta y elevó la cabeza, adiviné que miraba hacia mí, y entonces alzó el brazo, saludó. ¿Intuyó que estaba en el torreón, que lo observaba? Han pasado ya muchos años, más que suficientes para creer que una pasión que nunca debí vivir estaba ya absolutamente extinguida. Pero mi sobresalto al verlo entrar con mi padre, las insidiosas palabras de Ulises, ese saludo enigmático … Es ya noche avanzada y sigo aquí, en la habitación del torreón. Me interrogo, quiero descubrir mis sentimientos, saber si durantes tanto tiempo me he engañado. ¿Acaso soy capaz de adivinar lo que ha de ocurrir y no de conocerme a mí misma? Hace mucho que he dejado de ser la jovencita impresionable, ésa que se enamoró como una colegiala del apuesto extranjero, un ejecutivo maduro, que pasó a convertirse en el enemigo de nuestra familia. Pero, ¿qué siento ahora hacia Agamenón?
Cassandra - Thomas Bergersen (Sun, 2014)
* Nota del editor de estos diarios: La finca en la que vive la familia de Casandra, una extensa propiedad de veinte hectáreas en el interior del Parque Natural de Collserola, acoge también la sede de la empresa Troya Electronics. Familia y empresa se confunden.
Llegué corriendo hasta la verja que cerraba la parcela en cuyo centro se erigía “El Templo”, el sancta sanctórum de la empresa, el búnker de máxima seguridad que albergaba el ordenador central y las bases de datos, las copias de seguridad, en fin, los activos más valiosos de un negocio multinacional de informática. Con mi tarjeta cifrada abrí la valla exterior; sin embargo, la puerta blindada del Templo no encendió la luz verde cuando el sensor leyó mi huella digital, mi padre había bloqueado el acceso. Rabiosa, aporreé la puerta, a sabiendas de que al interior no llegaría ningún ruido. Al cabo de un rato de inútiles golpes y gritos me dejé caer agotada en el césped que rodea el edificio y lloré largamente. Finalmente se fue silenciando el atronador latir del corazón, los músculos se relajaban, empezaba a pensar con algo de claridad, volvía la calma. Entonces caminé hacia la cancela por donde los había visto entrar. Esa puerta sí pude abrirla y salí al sendero que se adentraba en el bosque. A unos pocos cientos de metros, en un pequeño claro, estaba aparcado el Mercedes de Agamenón. Me acerqué creyendo que no habría nadie pero, de pronto, como salido de la nada, apareció Ulises, con su característica sonrisa irónica. Hola, Casandra, me dijo, hacía ya mucho tiempo que no nos veíamos. Sí, pensé, hace ya mucho que no veía a Ulises ni al resto de socios de Agamenón, y en ese momento presentí que volvería a verlos pronto y fue un presentimiento aciago.
¿Qué haces aquí? Le increpé sin circunloquios, maleducadamente incluso. Supongo que esperas a Agamenón, sé que se ha atrevido a venir hasta aquí. Ha sido tu padre quien lo ha convocado. No pienses que él tiene demasiado interés en negociar con Troya; aunque le ilusionaba imaginar que en esta visita podría cruzarse contigo, hablarte. Insensato, le grité airada, dices mentiras completamente fuera de lugar, absurdas; además, ¿cómo puedes pensar que yo quisiera verlo, a ese traidor? Pues a mí me da la impresión, estimada Casandra, que quizá sí quieras hablar con él; si no, ¿qué haces aquí? Enrojecí, Ulises, maldito sea, es sagaz, sabe leer los pensamientos ocultos, disfruta descubriendo secretos. Quiero echarlo de esta casa, quiero que compruebe en persona mi desprecio, que sepa cuanto lo rechazo. Ulises no contestó, pero siguió con su odiosa sonrisa; al poco rato consiguió que me sintiera incómoda. Además, fue entonces cuando me percaté de que estaba fuera de lugar, de que no había sido buena idea llegarme ahí. Me imaginé que mi padre acompañara de vuelta a Agamenón y me viera allí. Sin duda le asaltaría uno de sus legendarios cabreos, de nuevo provocado por su hija conflictiva. Sentiría que había puesto en cuestión su autoridad, que desconfiaba de su liderazgo en la empresa, en la familia, que lo había engañado. Tenía que volver, largarme a toda prisa de allí. Lo hice pero me costó, me costó mucho.
Rehice el trayecto a la carrera, rezando para no cruzarme con mi padre. No me dirigí a mi apartamento sino que regresé al torreón. Quería, a la vez, esconderme y espiar la salida de Agamenón. Al poco de asentarme en mi atalaya, con las luces apagadas, divisé a los dos hombres caminando hacia la cancela del bosque. Al llegar se detuvieron, se dieron la mano mientras demoraban la despedida, luego el griego abrió la puerta y salió. Seguí mirándolo mientras se alejaba por el sendero, su perfil difuminándose por momentos. De pronto, justo antes de fundirse en las sombras, se dio la vuelta y elevó la cabeza, adiviné que miraba hacia mí, y entonces alzó el brazo, saludó. ¿Intuyó que estaba en el torreón, que lo observaba? Han pasado ya muchos años, más que suficientes para creer que una pasión que nunca debí vivir estaba ya absolutamente extinguida. Pero mi sobresalto al verlo entrar con mi padre, las insidiosas palabras de Ulises, ese saludo enigmático … Es ya noche avanzada y sigo aquí, en la habitación del torreón. Me interrogo, quiero descubrir mis sentimientos, saber si durantes tanto tiempo me he engañado. ¿Acaso soy capaz de adivinar lo que ha de ocurrir y no de conocerme a mí misma? Hace mucho que he dejado de ser la jovencita impresionable, ésa que se enamoró como una colegiala del apuesto extranjero, un ejecutivo maduro, que pasó a convertirse en el enemigo de nuestra familia. Pero, ¿qué siento ahora hacia Agamenón?
Cassandra - Thomas Bergersen (Sun, 2014)
* Nota del editor de estos diarios: La finca en la que vive la familia de Casandra, una extensa propiedad de veinte hectáreas en el interior del Parque Natural de Collserola, acoge también la sede de la empresa Troya Electronics. Familia y empresa se confunden.
Me da que ahora somos los lectores los que predecimos el futuro, pues sabemos bien en manos de quién acabó Casandra después de la caída de Troya.
ResponderEliminarEn efecto, Ozanu, todos sabemos que Casandra acabará en manos de Agamenón y ambos serán asesinados por Clitemnestra. Ahora bien, quizá haya que hacer algunos cambios menores (que no afecten en lo básico a la trama) para que la historia sea verosímil en los tiempos actuales.
EliminarUna Casandra de hoy en día cambiaría bastante el cuento, me imagino ;-P
ResponderEliminarTengo la idea de que una Casandra de hoy en día es justo lo que nos está contando Miroslav, cambiando considerablemente el cuento ¿no?
EliminarJustamente, SBP, lo que me propongo es ver hasta cuanto se puede adaptar el "cuento" a los tiempos actuales sin cambiarlo "considerablemente", como apunta Vanbrugh. Es decir, la historia de una Casandra actual tiene que responder en lo básico a la del personaje mitológico, aunque no intervengan los dioses y modere las truculencias de la guerra de Troya.
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