No es ésta solo una guerra comercial. Es un combate a muerte que no lo impulsa la ambición de lucro, ni siquiera de poder, sino las pasiones más violentas y crueles. Y no ha acabado; esta guerra no ha acabado. Mi padre Príamo, mis hermanos Díoforo y Héleno, los consejeros que dicen ser además amigos, todos creen que el contrato que nos ha adjudicado el Ministerio de Defensa supone la victoria definitiva Hellas Digital, la empresa de Agamenón, no podrá sobrevivir, habrá de declararse en quiebra, cerrar su sede española, las espaciosas oficinas que ocupan tres plantas de uno de los edificios más lujosos de Barcelona. Príamo, Díoforo, Héleno, los consejeros, todos están convencidos de que Agamenón volverá a Grecia dando por perdido para siempre el mercado del Suroeste europeo, abandonando la agresiva conquista que empezó hace ya casi diez años y que tantas y tan terribles desgracias nos ha traído. Pero yo siento que no es así, los gritos de dolor resuenan en mi cabeza. Y luego el silencio, la nada. Porque quien nos visita no es heraldo de victoria sino de muerte. Quizá Agamenón deje España pero será después de haber destruido nuestra empresa, a nuestra familia entera. La guerra ha de acabar, sí, pero no nos traerá paz jubilosa sino el olvido al que son arrojados los difuntos, tanto empresas como hombres.
Esta tarde se ha celebrado Consejo de Administración de Troya Electronics. Como propietaria de un importante paquete de acciones (igual que mis hermanos) he asistido, me he sentado a la gran mesa ovalada del salón Laomedonte (en honor a mi abuelo), y he notado, como si fueran vibraciones del aire, los sentimientos de los consejeros, mezcla de desagrado y temor, ante mi presencia. Ya estoy habituada a este rechazo aunque aún no he conseguido que me sea indiferente, en especial si lo percibo en mis hermanos, en mi propio padre, que tanto me amó cuando era su niña. Pántoo se me acerca, me pone las manos sobre los hombros en gesto que aparenta ser paternal pero trasluce su repugnante lujuria, me pide hablar un momento a solas, antes de que comience la sesión. Pántoo es griego, como Agamenón, pero lleva más de media vida en Barcelona. Príamo lo trajo a trabajar en la empresa poco después de acceder a la presidencia, al morir mi abuelo tras el desastre de los controladores de video, la quiebra que sucedió a la primera gran guerra empresarial, también contra un grupo informático griego, Herakles microsystems. A estas alturas, Pántoo es casi de la familia, el asesor más antiguo de la empresa, cuya lealtad nadie cuestiona, máxime cuando sus tres hijos –Euforbo, Hiperenor y Polidamante– han sido víctimas en esta segunda guerra. Sin embargo, a mí no me gusta. Y yo tampoco a él.
Espero, Casandra, que no vengas a profetizar nuevas desgracias, me dijo. Debo decir lo que pienso, Pántoo, ¿acaso no es también ése tu deber, como consejero de la empresa, el más respetado? Y así hago, jovencita, yo no veo un futuro infausto. O tal vez no quieras, no te interese verlo, repliqué impertinente, más te conviene anunciar bonanzas. Por supuesto que me conviene, nos conviene a todos. Nadie, ni siquiera tú con tu arrogancia, sabe lo que ha de venir; pero sí pienso que somos capaces de influir en el curso de los acontecimientos con nuestras creencias. Prever catástrofes es convocarlas, desafiar la ira de los dioses, como decían mis ancestros en la Antigüedad. Además, si algo ha de ocurrir, ocurrirá; a nada ayudan los agoreros, Casandra. Lo miré despectiva, me irritaban esas palabras en las que adivinaba hipocresía, egoísmo. Pántoo sólo velaba por sus intereses, estaba segura. Para él, la quiebra de Troya, la ruina de nuestra familia, incluso más muertes, nada de eso era trágico en términos absolutos. Algo así le dije, con frases torpes, inseguras. Tienes razón, Casandra, contestó, para mí nada es definitivo salvo mi propia muerte. Por eso, sí, lo que más me interesa, como a cualquiera, es mi pervivencia, pero no es lo único que me importa, ahí te equivocas. Has vivido poco aún, muy poco si comparas tus años con los míos. Ya comprenderás esto que te digo, ya entenderás que tu afán de anunciar desgracias, tu pretensión de poseer la verdad y tener derecho a imponerla, es consecuencia de tu necesidad de autoestima, de afianzar ante los demás tu importancia. Cuando, con la edad, adquieras humildad descubrirás que tus profecías siempre fueron mentiras, incluso las que se cumplieron.
Ahora, en la soledad de mi dormitorio, me pregunto si Pántoo tendría razón, si ha alcanzado a conocerme mejor de lo que yo misma creo hacerlo. Frente a lo que nos depara el futuro inmediato –sea lo que sea, será dramático–, estas reflexiones carecen de sentido. En todo caso, en algo sí tiene razón: doy importancia excesiva al destino de los míos, como si mi yo estuviera compuesto de cada uno de ellos y por tanto sus menoscabos, ruinas, muertes fueran a ser las mías. Al cabo, el tiempo sigue fluyendo, indiferente a las vidas asoladas que deja a su paso. Vidas, además, que se rehacen y también continúan, y la historia de esta familia mía lo prueba: los días del primer hundimiento, la desesperación de Laomedonte que lo condujo al suicidio, Príamo –entonces muy joven y lejos de ser padre– asumiendo la dirección de una empresa agónica. No eran aquellas fechas menos aciagas que las presentes y, sin embargo, Troya renació y prosperó, superando con creces su anterior esplendor, así como la familia que fundó Príamo, la continuación de una dinastía prolífica. No sé, no puedo saber; tal vez no escucho el futuro, tal vez sólo sean sugestiones mías, engaños de una mente demasiado excitable. Pero no puedo evitar que me invada la angustia que encoge las tripas, que aprieta el alma, la angustia generada por ese desastre que anticipo.
No me gusta Pántoo pero hoy le hice caso. Callé durante la sesión del Consejo. Me limité a escuchar los informes triunfalistas de los consejeros, de mis propios hermanos, de mi amado padre. La tensión, el nerviosismo que me hacía vibrar por dentro, me era casi insoportable. Por más que intenté disimular, se me debía ver extraña. Príamo, hacia el final de la sesión, me preguntó qué me pasaba, si quería dar mi opinión. Comprendí que a pesar de nuestros airados desencuentros todavía me amaba con la mayor de las ternuras, advertí gozosa que, aún temiendo que anunciara sucesos nefastos, me animaba a hablar preocupado por mi sufrimiento. No, no tengo nada que opinar, contesté, desde mi ignorancia comparto las opiniones de los consejeros; pero habéis de disculparme pues me siento indispuesta. Entonces Príamo se levantó para ayudarme, y cuando me alcé me abrazó y besó dulcemente en la frente. Me retiré sin hablar, sin insistir en mis vaticinios de desgracias inminentes. Y ahora estoy aquí sola, esperando el sueño que sé que esta noche no llegará, con el corazón sangrando.
Casandra - Pedro Guerra (30 años, 2013)
Me encanta que hayas hecho referencia al ataque de Hércules a Troya, que acabó con Laomedonte, el padre de Príamo. :-)
ResponderEliminarClaro, Ozanu, se trata de actualizar la mitología :)
EliminarYo, en cambio, siento que es una degradación de los terribles mitos homéricos convertirlos en guerras comerciales. Los griegos eran comerciantes, los troyanos, controladores (aduaneros) de esos comercios dada su posición estratégica, como la guerra de los Ducados del XUIX entre Dinamarca y Prusia-Austria
ResponderEliminarDa la impresión, Lansky, de que te contradices. Dices por un lado que te parece una degradación convertir los “terribles mitos homéricos” en guerras comerciales, pero luego confirmas que la guerra de Troya fue fundamentalmente una guerra comercial entre los griegos, comerciantes que querían liberarse del abusivo pago de los impuestos que les exigían los troyanos (controladores) para atravesar los Dardanelos y alcanzar el Mar de Mármara y luego el Negro (Ponto Euxino) en búsqueda fundamentalmente de metales. Así que fue Homero el que convirtió en un grandioso relato mitológico lo que probablemente no fue más que una guerra económica, como tantas (casi todas) las que ha habido en la Historia.
EliminarCiertamente, coger una guerra prosaica y convertirla en una epopeya heroica hasta la saciedad (La Iliada) es enaltecer el hecho, elevarlo de rango. Si yo ahora parto del mito (de la guerra real casi nada sabemos) y lo convierto en un conflicto entre empresas, puedo admitirte que lo degrado, como dices. Pero solo si convenimos en la escala clásica de lo que es, artística o éticamente, elevado y lo que es vulgar. También Cervantes cogió un género de hazañas rimbombantes para “degradarlo” y, en realidad, lo “elevó”. Desde luego, ni soy Homero ni Cervantes, pero me parece más que legítimo jugar a narrar una historia contemporánea que siga (más o menos) la de Casandra.
Por cierto, la historia de Casandra solo en muy pequeña medida proviene de la Iliada homérica.
Estamos de acuerdo: degradación-elevación: el origen de la guerra de Troya fue comercial, pero el relato homérico es épico, el tuyo lo contrario.
ResponderEliminarCasandra tienen mucho que ver con la Iliada, de hecho, la recuenta.
No termino de entender tu última frase, Lansky.
EliminarCasandra narra la guerra de Troya, no solo la prevee.
ResponderEliminarAhora no recuerdo ninguna obra grecolatina en la que Casandra narre la guerra de Troya; ¿estás pensando en alguna? Tal vez te refieras a reinterpretaciones modernas del personaje, como la buena novela de Christa Wolf.
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