Príamo, nuestro padre, exultante en el desayuno familiar. Su contacto en el Ministerio asegura que este viernes el Consejo de Ministros concederá a Troya Electronics el contrato de los radares antiaéreos equipados con el software de nuestra empresa. Hemos alcanzado la victoria definitiva, es el fin de Hellas digital, Agamenon está acabado, se arruinará. Hécuba, mi madre, calla, ni el más tenue brillo animaba sus ojos tristes. Mujer, le dice nuestro padre, alégrate conmigo, alegrémonos todos, pues esta noticia compensa tantos sufrimientos. Mi madre se revuelve indignada, llena de rabia: compensar dices, nada compensa la muerte de dos hijos. Y se levanta llorando, mi padre detrás, la sujeta por los hombros y ella lanza las manos hacia su rostro, quería arañarle, pero no, hunde su cabeza en el pecho de Príamo, se aprieta contra él en sollozos. Mi amor, no llores por favor, sabes que no lo soporto, tu fuerza es la que me sostiene, no llores, Hécuba. Mi madre, poco a poco, cesa en su llanto; los dos quietos, abrazados, en medio de la sala, largo rato. Luego, siempre abrazados, a pasos lentos, dolientes y en silencio, se encaminan al dormitorio. Dos ancianos agotados, vencidos por una vida larga e inmisericorde. La mañana en que se ha anunciado una buena nueva, la mejor que podríamos haber deseado. Pero llega demasiado tarde.
Al retirarse nuestros padres, Deífobo protestó por la actitud de Hécuba. Debería alegrarse, dijo, pues esta noticia da sentido a las muertes de Héctor, Troilo y Paris, ellos lucharon para lograr esta victoria, para derrotar a Agamenón. Héleno, mi mellizo, asentía con parsimonia, sin terminar de pronunciarse. Siempre ha sido así, desde pequeño, y así ha ganado su fama de prudente, de sabio casi, pese a su juventud. Mas yo sé cuál es su verdadera sustancia, hasta donde alcanzan de verdad sus saberes. Como yo, también Héleno tiene sueños, también ve más allá de las apariencias engañosas; pero teme alargar su vista, renuncia a conocer lo que no conviene. Ni decirlo, por supuesto, y así manifiesta lo que a padre y a los restantes consejeros de la empresa les agrada escuchar. En eso, sobre todo, nos diferenciamos. Y también en que él es hombre y por eso está envenenado por el amor a la guerra, todo en términos de lucha; ansía la victoria y abomina de la derrota. Yo, en cambio, soy mujer y no veo en la guerra ninguna belleza, sólo crueldad, odio, muerte. Entiendo a mi madre, claro que la entiendo. Comprendo su dolor y su rabia ante la alegría triunfante de mi padre. Porque ese triunfo revive la muerte de sus hijos, vuelve a instalar en nuestra casa la guerra, esta guerra interminable, cuya victoria huidiza es el principal, casi el único, anhelo de los varones de mi familia. Y hoy ellos todos la celebran, hasta mi mellizo que debería intuir, como yo, que la nueva de hoy sea tal vez aviso de nuevas desgracias.
Anoche soñé otra vez con las serpientes que reptaban a nuestra cuna doble, en la que Héleno y yo, bebés de pocos meses, dormíamos tranquilos. Culebrillas viscosas eran, cuatro, cinco, media docena quizá. En el sueño siento su tacto húmedo sobre los muslos regordetes de esa pequeña niña que era, que soy de nuevo mientras duermo. Me veo dormir, como también duerme mi hermano mellizo, también su cuerpo paseado, reptado, por sierpes. Nos veo dormir y no quiero que despertemos, me esfuerzo en que esos dos niños sigan dormidos, que no perciban a los asquerosos animales que recorren sus cuerpos, que no los sientan, aunque yo que soy ella sí los siento, sí los veo. Van ascendiendo hacia las cabezas, están ya en los cuellos, ya asoman sus diminutas y cónicas cabezas a las orejas. Y entonces noto cómo penetran en ellas, se enroscan siguiendo el recorrido laberíntico de sus interiores, los míos, los de Héleno. Siento sus lenguas afiladas, finísimas y flexibles, que limpian los conductos, que aspiran las sustancias que obstruyen sus caminos. Dedican a esa tarea largo rato, un minucioso desatascar auditivo. Apenas siento un cosquilleo, nada molesto. Finalmente, las repugnantes culebras afloran, descienden por el cuello, por los hombros, dejan la cuna y desaparecen. Me despierto nerviosa, palpitaciones aceleradas, como cada vez que vuelvo a ser bebé y vuelven a visitarme las serpientes. Sé el significado del sueño, que he recibido el don de escuchar –no de ver– el futuro.
He dicho don y, sin embargo, habría de calificarlo de maldición, pues intuir, adivinar lo que ha de pasar sólo me ha traído dolor y frustración. Nunca han creído mis vaticinios, a pesar de que siempre puntualmente se cumplen. Era muy joven cuando advertí que enfrentarse a Agamenón sólo traería desgracias a nuestra empresa y a nuestra familia. Paris acababa de enamorar a Helena. Helena, la mujer más bella de la ciudad, la cuñada de Agamenón, la musa de Hellas Digital. No ajomas a esta mujer en nuestra casa, dije, que Paris se aleje de nosotros con ella. Estábamos, como esta mañana, sentados a la mesa familiar, Helena como huésped de honor, loada por todos, los varones embelesados por su hermosura, mi madre protegiendo el capricho de su hijo favorito. Príamo me mandó callar, enfadado: no seas grosera, Casandra, no faltes a la más elemental hospitalidad; somos personas civilizadas que no mezclamos los asuntos privados con los negocios. Unos meses después, cuando ya Hellas había iniciado las agresiones empresariales contra Troya, a escondidas sorprendí a mis padres reconociendo entre ellos que la ira de Agamenón y su hermano Menelao, así como la de sus socios, era de naturaleza personal. Pero no admitieron que yo lo había advertido; al contrario, me creían aquejada de alguna enfermedad nerviosa, de alguna insania mental. Les oí decir que habían de llevarme a un especialista, recluirme durante algún tiempo en un sanatorio. Lloré desconsolada la noche entera. Y desde entonces, todo ha ido a peor.
Al retirarse nuestros padres, Deífobo protestó por la actitud de Hécuba. Debería alegrarse, dijo, pues esta noticia da sentido a las muertes de Héctor, Troilo y Paris, ellos lucharon para lograr esta victoria, para derrotar a Agamenón. Héleno, mi mellizo, asentía con parsimonia, sin terminar de pronunciarse. Siempre ha sido así, desde pequeño, y así ha ganado su fama de prudente, de sabio casi, pese a su juventud. Mas yo sé cuál es su verdadera sustancia, hasta donde alcanzan de verdad sus saberes. Como yo, también Héleno tiene sueños, también ve más allá de las apariencias engañosas; pero teme alargar su vista, renuncia a conocer lo que no conviene. Ni decirlo, por supuesto, y así manifiesta lo que a padre y a los restantes consejeros de la empresa les agrada escuchar. En eso, sobre todo, nos diferenciamos. Y también en que él es hombre y por eso está envenenado por el amor a la guerra, todo en términos de lucha; ansía la victoria y abomina de la derrota. Yo, en cambio, soy mujer y no veo en la guerra ninguna belleza, sólo crueldad, odio, muerte. Entiendo a mi madre, claro que la entiendo. Comprendo su dolor y su rabia ante la alegría triunfante de mi padre. Porque ese triunfo revive la muerte de sus hijos, vuelve a instalar en nuestra casa la guerra, esta guerra interminable, cuya victoria huidiza es el principal, casi el único, anhelo de los varones de mi familia. Y hoy ellos todos la celebran, hasta mi mellizo que debería intuir, como yo, que la nueva de hoy sea tal vez aviso de nuevas desgracias.
Anoche soñé otra vez con las serpientes que reptaban a nuestra cuna doble, en la que Héleno y yo, bebés de pocos meses, dormíamos tranquilos. Culebrillas viscosas eran, cuatro, cinco, media docena quizá. En el sueño siento su tacto húmedo sobre los muslos regordetes de esa pequeña niña que era, que soy de nuevo mientras duermo. Me veo dormir, como también duerme mi hermano mellizo, también su cuerpo paseado, reptado, por sierpes. Nos veo dormir y no quiero que despertemos, me esfuerzo en que esos dos niños sigan dormidos, que no perciban a los asquerosos animales que recorren sus cuerpos, que no los sientan, aunque yo que soy ella sí los siento, sí los veo. Van ascendiendo hacia las cabezas, están ya en los cuellos, ya asoman sus diminutas y cónicas cabezas a las orejas. Y entonces noto cómo penetran en ellas, se enroscan siguiendo el recorrido laberíntico de sus interiores, los míos, los de Héleno. Siento sus lenguas afiladas, finísimas y flexibles, que limpian los conductos, que aspiran las sustancias que obstruyen sus caminos. Dedican a esa tarea largo rato, un minucioso desatascar auditivo. Apenas siento un cosquilleo, nada molesto. Finalmente, las repugnantes culebras afloran, descienden por el cuello, por los hombros, dejan la cuna y desaparecen. Me despierto nerviosa, palpitaciones aceleradas, como cada vez que vuelvo a ser bebé y vuelven a visitarme las serpientes. Sé el significado del sueño, que he recibido el don de escuchar –no de ver– el futuro.
He dicho don y, sin embargo, habría de calificarlo de maldición, pues intuir, adivinar lo que ha de pasar sólo me ha traído dolor y frustración. Nunca han creído mis vaticinios, a pesar de que siempre puntualmente se cumplen. Era muy joven cuando advertí que enfrentarse a Agamenón sólo traería desgracias a nuestra empresa y a nuestra familia. Paris acababa de enamorar a Helena. Helena, la mujer más bella de la ciudad, la cuñada de Agamenón, la musa de Hellas Digital. No ajomas a esta mujer en nuestra casa, dije, que Paris se aleje de nosotros con ella. Estábamos, como esta mañana, sentados a la mesa familiar, Helena como huésped de honor, loada por todos, los varones embelesados por su hermosura, mi madre protegiendo el capricho de su hijo favorito. Príamo me mandó callar, enfadado: no seas grosera, Casandra, no faltes a la más elemental hospitalidad; somos personas civilizadas que no mezclamos los asuntos privados con los negocios. Unos meses después, cuando ya Hellas había iniciado las agresiones empresariales contra Troya, a escondidas sorprendí a mis padres reconociendo entre ellos que la ira de Agamenón y su hermano Menelao, así como la de sus socios, era de naturaleza personal. Pero no admitieron que yo lo había advertido; al contrario, me creían aquejada de alguna enfermedad nerviosa, de alguna insania mental. Les oí decir que habían de llevarme a un especialista, recluirme durante algún tiempo en un sanatorio. Lloré desconsolada la noche entera. Y desde entonces, todo ha ido a peor.
Curiosa reinterpretación. Héleno es menos conocido que su hermana, seguramente porque a él no le tocó una mala acogida a sus poderes. la ausencia de drama lo hace menos interesante.
ResponderEliminarPríamo tuvo tantos hijos que casi todos nos son desconocidos. Héctor y Paris, sí, desde luego. De Casandra no todos sabes que es hija del rey de Troya. Y ya pare usted de contar. En esta actualización del final de Troya, he decidido contar solo con tres de los hijos varones, los tres menos desconocidos: Deífobo, Héleno y Troilo (sobre este último escribió Shakespeare). También haré aparecer a alguna hermana de Casandra en la historia.
EliminarEn cuanto al interés, es cuestión de dárselo (para eso está la reinterpretación de la mitología).
La maldición de Casandra no es el don de la adivinación, sino que nadie la crea.
ResponderEliminarClaro, pero es lógico que ella aún no lo sepa. Que hasta ahora no la hayan creído nunca puede ser simple mala suerte, que, a sus ojos, solo agrava lo que vive como su maldición fundamental: conocer el futuro. Reconozcamos que, te crean o no, conocer el futuro no debe de ser plato de gusto.
EliminarAunque la mitología griega se forma de relatos heterogéneos de modo que las historias de cada personaje no son nunca del todo congruentes, en el caso de Casandra parece que recibió el don de pequeñita, junto a su mellizo Héleno, cuando unas serpientes reptaron a sus cunas y les chuparon los oídos. Desde muy niña fue consagrada como sacerdotisa de Apolo (también su hermano, supongo, ya que era el destino de los gemelos). Que nadie creyera sus vaticinios fue, en efecto, una maldición posterior del mismo Apolo por negarse a concederle sus favores.
EliminarQue no crean nada de lo que profetizas, imagino que estaremos de acuerdo en que es una maldición. Lo que ya es más discutible, en mi opinión, es que conocer el futuro sea un don. Además, todos los “agraciados” con el mismo a lo largo de la historia han resultado ser bastante “pasivos”: veían no lo que les interesaba sino lo que les era dado ver. En el caso de Casandra, si atendemos a lo que supo del futuro, siempre desgracias, no estoy muy convencido de que ella lo considerara un don, incluso aunque la hubieran creído.
En todo caso, en el discurso que pongo en su boca ella no hace distinción entre “escuchar el futuro” y la incredulidad de sus oyentes, no entra a diferenciar qué parte es don y cual otra maldición. Al traer la historia a nuestros días no puedo hacer intervenir a Apolo, pero sí cabría apuntar que en su infancia Casandra era respetada por su agudeza predictiva pero a partir de cierto momento empezó a perder credibilidad, no por la maldición de ningún Dios sino, por ejemplo, porque sus vaticinios molestaban. Al prescindir de los dioses (tan útiles para los narradores clásicos) se complica la verosimilitud del relato.
Apolo está en la trama desde el principio, desde la cuna de Casandra. Así como el mochuelo es el animal emblemático de Atenea, la serpiente pitón lo es de Apolo. Hay dos recopilaciones antiguas de los mitos griegos, la de homero y la Teogonia de Hesiodo, ambas se contradicen numerosas veces, por ejemplo, en el nacimiento de Dinonisos
EliminarLas obras de Homero (Iliada y Odisea) y de Hesiodo (Teogonía) son, efectivamente, las fuentes literarias más antiguas (que hayan llegado a nosotros) de los mitos griegos, aunque yo no las llamaría recopilaciones. Las de Homero son poemas épicos en los que, siguiendo la trama, van apareciendo los dioses y uno puede enterarse (muy desordenadamente) del quien es quien y sus pendejadas. La de Hesíodo tiene más de “manual” aunque dista aún mucho de serlo. Aunque hayamos de dar un salto de seis siglos, la primera obra que podemos calificar de recopilación o de manual de la mitología diría yo que es la Biblioteca Mitológica de Apolodoro, la fuente más citada en los “mitólogos” modernos (sin ir más lejos, el propio Graves en su “Los mitos griegos”).
EliminarVale, no son recopilaciones
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