En otoño de 1973, al inicio de mi quinto de bachillerato, llegó un nuevo profesor de inglés al colegio. Por más que me he exprimido la memoria, no consigo recordar su nombre, aunque lo veo con bastante nitidez: bajito, bastante calvo, cara sonrosada y, sobre todo, con una forma de ser y apariencia que contrastaba con la “normalidad” anquilosada del cuerpo docente. A esas alturas de nuestra formación (o deformación) escolar llevábamos muchos años de inglés pero la gran mayoría de nosotros seguíamos incapaces de entenderlo o hablarlo mínimamente (las excepciones eran los pocos afortunados que habían pasado algunos veranos en familias irlandesas, país por su catolicismo mucho más apreciado para mandar a los chicos que la pérfida Albión ).El nuevo profesor se propuso elevar significativamente nuestro nivel del idioma y para ello pensó que la mejor táctica era hacerse simpático a los alumnos. No solo no lo consiguió sino que su contrato no duró más allá del primer trimestre, debido a un par de graves meteduras de pata, fruto combinado de su buena fe y la ingenuidad de novato. Pero ahora prefiero evocar los buenos momentos iniciales, cuando aquel hombre, para congraciarse con nosotros, sugirió que lleváramos a clase los discos que nos gustaban –sabía obviamente que serían bandas anglófonas– para, escuchándolos, practicar nuestro pobre inglés. La propuesta la acogimos con entusiasmo pero no nos resistimos a responderla sarcásticamente, porque el álbum que llevamos al siguiente día era el Tubular Bells, el primer disco de estudio de Mike Oldfield, cuyas dos caras eran completamente instrumentales, ni un solo texto cantado para practicar el inglés. El profe encajó el cachondeo con loable deportividad, pero al cabo fuimos nosotros los que salimos mal parados pues el experimento musical se abortó. Entonces se le ocurrió que leyéramos en clase un libro breve: cada día nos dictaba un capítulo, luego proyectaba diapositivas con el texto para que nos corrigiéramos cada uno los errores (cienes y cienes) y nos mandaba traducirlo en casa para comentarlo en la siguiente clase. Pese a la generalizada animadversión hacia el inglés, lo cierto es que los dos meses más o menos que estuvimos leyendo y discutiendo aquella novela no nos lo pasamos mal, aunque no quisiéramos reconocerlo. El libro era The Snow Goose (La gansa blanca), del norteamericano Paul Gallico (1897-1976) y fue el primero completo que leí en inglés (tampoco es que haya leído muchos más en las siguientes cuatro décadas).
Cito quien fue el autor de esta historia corta pero aseguraría que en su momento no retuve sunombre. Es más, al venirme estos días a la memoria aquella lectura adolescente, he tenido que consultar Internet para recordar quién la escribió; o quizá es ahora cuando por primera vez conozco la identidad del autor. Así, leo que Paul William Gallico, hijo de inmigrantes (italiano y austriaca) se inició profesionalmente como periodista deportivo en los años veinte (boxeo y baseball, sobre todo), y en los treinta se dedicó a escribir historias cortas que se publicaban en diarios y revistas literarias. La gansa blanca, de 1941, es seguramente la más famosa de sus obras, pero publicó muchas más. Nunca se le consideró en la primera división literaria pero fue un escritor de muy buenas ventas, que sabía llegar al gusto del público, especialmente por la vena sentimental. Revisando los títulos de su prolífica carrera, compruebo que no he leído ninguna otra de sus obras, aunque más de una me suena; la que más, claro, La aventura del Poseidón (1969), cuya versión cinematográfica debí ver más o menos por las mismas fechas en que estaba leyendo The Snow Goose sin tener ni idea de la común autoría de ambos relatos. En todo caso, tengo tantos libros pendientes que creo que de momento no añadiré a la lista ninguno de los de Paul Gallico; aún así, por motivos estrictamente personales (ñoña añoranza), ayer me releí, esta vez en español, la historieta de la gansa, el pintor solitario y la dulce muchachita de Essex.
Y es que, como ya he dicho, la lectura inicial de La gansa blanca nos gustó, y además, durante los dos o tres siguientes años, el libro reapareció más de una vez en mi vida. Así, en el siguiente verano, el del 74, estuve a punto de pasar un mes con una familia inglesa nada menos que en Essex, el condado en el que transcurre la historia, aunque los lugares concretos que en la novela se citan forman parte de esa topología imaginaria de la literatura (sería divertido, si es que no se ha hecho ya que seguro que sí, construir un diccionario geográfico de los sitios de ficción). Al final mis padres no pudieron costearme el viaje, pero mi amigo José sí fue y, a la vuelta, me describió esos paisajes, en especial la costa, que había recorrido tratando de situar en los escenarios que se abrían ante sus ojos la trama del farero, la niña y la gansa. De hecho, aunque sin duda no era esa la edificación, escogida por Gallico, José decidió que el faro del cuento y la vivienda-estudio de Rhayader estaban en la Naze Tower, que visitó en aquella estancia inglesa. También me comentó que la familia que lo había acogido conocía el relato porque poco tiempo atrás la BBC había emitido una adaptación protagonizada por Richard Harris (Rhayader) y Jenny Agutter (Fritha) que había tenido bastante éxito. Como por aquellos años todavía no había vídeos, sólo nos quedaba confiar en que la monopolística TVE se decidiera a doblar y emitir el telefilme. No sé si alguna vez lo hizo; yo, desde luego, no he visto esa peli hasta hace unos días gracias a Youtube (aunque en inglés).
El año siguiente fue el último del bachillerato y el curso acabó a finales de mayo para dejarnos un mes de estudio con vistas a la reválida. Durante ese junio del 75 pasé largos ratos en la casa de José, preparando juntos el examen pero también escuchando música. Entre aquellos vinilos que escuchábamos una y otra vez (y que están grabados en los estratos profundos de mi memoria sentimental) estaba The Snow Goose, del grupo británico Camel, publicado hacía unos meses en Inglaterra y traído directamente desde Londres por uno de los hermanos mayores de José. Fue mi iniciación a lo que se llamaba rock progresivo o sinfónico, porque además del disco de Camel habían llegado el Dark Side of the Moon de Pink Floyd y el doble The Lamb Lies down on Broadway de Genesis; tres obras de arte, sin duda. Pero claro, el que más nos impactó fue la composición de Latimer y Bardens, que habían puesto música a la historieta que tanto nos había gustado. Entonces, a José y a mí se nos ocurrió escribir una versión libre de la novelita en español, segmentada en capítulos de modo que la lectura en voz alta de cada una de ellos coincidiera en duración con el correspondiente tema musical del disco de Camel. Recuerdo que empezamos con el primero de ellos, The Great Marsh (El gran pantano), describiendo la geografía de esa costa pantanosa en los años treinta según la describía Gallico. El juego tenía su interés, ya que nos obligaba a acompasar la escritura a los acordes musicales y a descubrir en éstos la intención narrativa de sus compositores. Lamentablemente, no avanzamos casi nada (había que estudiar) y a mediados de julio yo dejé España para pasar los siguientes seis años en el Perú. Allí escucharía mucha más música, incluyendo los dos álbumes previos de Camel y los tres que sacaron durante los setenta; pero siempre me quedaría el de la gansita herida y curada como el primero y fundamental.
En estos unos días, ordenando mi discoteca digital (y preparando las copias de seguridad para evitar el susto que tuve hace un par de meses), le tocó el turno a Camel. Naturalmente, volví a escuchar The Snow Goose y a remontarme cuarenta años y evocar lo que he contado. Como he dicho, ha sido la excusa para ver, tanto tiempo después, la película de la BBC y también para leer en Internet sobre Gallico, la novela, el origen del disco, su grabación … Aparte de enterarme de muchas cosas que desconocía, me entraron ganas de recuperar el viejo proyecto de versionar el relato en español para grabarlo con el fondo de la música de Camel. Tendría que consultar con José (con quien sigo en contacto, aunque de higos a brevas) a ver qué opina. Menos ambicioso, podría simplemente traducir libremente el texto y comentarlo e ir publicándolo en este blog por capítulos, cada uno de ellos acompañado del correspondiente tema de Camel. A lo mejor lo hago, amenazo..
Selections from The Snow Goose - Camel (Live for BBC Radio One, 1975)
“(sería divertido, si es que no se ha hecho ya que seguro que sí, construir un diccionario geográfico de los sitios de ficción)” Pues sí, en efecto, hay varios, a mí el que más me gusto es este:
ResponderEliminarAlberto Manguel y Gianni Guadalupi: Guía de lugares imaginarios; Alianza Editorial; Madrid, 2014
Nada más escribir esa frase me acordé de que ya sabía que había este tipo de diccionarios; de hecho el que recordé casi inmediatamente fue justamente el que citas, que lo lei en su momento en italiano y seguro que debo aún tenerlo en mi biblioteca. Aún así no quise corregir el texto; estaba seguro de que saldrías al quite.
EliminarPues parece que Gallico fue uno de esos autores que crean obras, mejores o peores, que los trascienden y logran cierta independencia respecto a (o a pesar de) ellos mismos. Un poco como le pasa a Philip K. Dick: fuera del mundillo de la ciencia-ficción, se conocen más las versiones cinematográficas de sus novelas que a él mismo.
ResponderEliminarSupongo que sí. Yo, al menos, no había leído nada de él, salvo esta novela corta.
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