Hace una semana que dejé de tomar el clozaril. No le he dicho nada a nadie, claro, ni siquiera a mi mellizo Héleno a quien hasta no hace mucho nada le escondía. Si alguno de mi familia, mi padre especialmente, se enterara lo más probable es que volvieran a recluirme en el sanatorio. Tienen pánico a mis trances, a los que llaman crisis esquizofrénicas. Y supongo que ahora, en estos momento en que –pobres ingenuos– creen que van a alcanzar la victoria definitiva, menos que nunca les apetece que Casandra, la agorera, vuelva a la andadas. Todavía, sin embargo, no ha llegado ningún trance. Supongo que los efectos de la clozapina tardan en desaparecer. Aún así, enseguida, desde el primer día en que no tomé la pastilla, noté una mayor claridad mental, que empezaba a disiparse ese abotargamiento casi continuado. Y hoy, al levantarme, he percibido por fin los signos con que mi cuerpo anuncia la inminencia del trance. En distintas partes del cuerpo se activan los músculos en palpitaciones involuntarias, fasciculaciones creo que es el término preciso. Son espasmos breves y apenas dolorosos; en el brazo, luego en el muslo, después en el abdomen … Al principio se presentan espaciados, pero a medida que se acerca el trance se van juntando y, cuando faltan unas dos horas, se convierten en calambres, principalmente en los gemelos y en los pies, éstos sí tremendamente dolorosos. Hace un momento ha pasado el que sé que es el último de los calambres; ahora dispongo de unos noventa minutos para prepararme. Me he encerrado en mi apartamento tras despedir a mi cuñada Andrómaca con la excusa de que quería escribir (Andrómaca pasa casi todas las tardes conmigo; se supone que he de ayudarla a sobrellevar la muerte de Héctor aunque a veces pienso que viene aquí para vigilarme, por encargo de mis padres).
Así que aquí estoy, sentada frente a mi ordenador, recordando. Me remonto al principio, antes de que el desastre empezara. Pero más cierto sería decir antes de que yo supiera, de que nadie supiera. Porque los hechos se anudan unos a otros, de modo que aunque aún no hayan sucedido es sólo cuestión de tiempo –de tiempo, justamente de tiempo– que nos golpeen los eslabones predestinados. Mi dolorosa experiencia me ha convencido de que todos y todo estamos sujetos a Ananké, la más poderosa de las diosas (démosle esa naturaleza, para entendernos), la que impulsa a Chronos, su compañero, a pautar la inevitabilidad de las horas, de los días, de nuestras vidas. Y en éstas no nos cabe sino la triste encomienda de representar el guión escrito. Ni la más poderosa voluntad humana es capaz de burlar los designios de las Moiras. Yo, que soy fuerte, la más fuerte de una poderosa estirpe, lo he intentado, he puesto todo mi empeño en alterar el texto colmado de desgracias que para mi familia guarda el Destino. Desgracias que me anticipaban mis malditas voces premonitorias y, por tanto, sufría desde mucho antes, con un dolor multiplicado por la impotencia. A lo largo de estos casi diez años he ido confirmando la inutilidad de nuestros esfuerzos en mis propios fracasos. Ni siquiera Dios, los dioses, si es que existen, podrían contradecir esta fuerza fundamental del Universo, la Necesidad que es el núcleo del Ser, la esencia de todas las cosas. No obstante, para mí hubo un antes, un tiempo en que no conocía los trances ni imaginaba todavía nada de lo que había de ocurrir. Fue la infancia, años de felicidad, una niña a la que el mundo se le ofrece como fuente infinita de placeres, de alegrías. Pero también la adolescencia y el inicio de la juventud. Y la llegada del primer deslumbramiento amoroso: Agamenón
Rememoro mayo de 2005. Estaba acabando el segundo año de ingeniería informática en la Universidad de Barcelona, si bien también llevaba asignaturas de matemáticas con la intención de obtener ambas licenciaturas. Por aquel entonces yo era la mujer perfecta: joven, bella, rica y muy inteligente. Siguiendo la tradición familiar (que casi se remontaba a la Edad Media catalana), era Héctor quien, sin ninguna discusión, estaba llamado a suceder a nuestro padre al frente de la empresa; tanto por primogénito como, sobre todo, por ser varón. Sin embargo, Príamo daba por supuesto que sería yo quien realmente daría continuidad a su obra, actuando a la sombra de mi hermano mayor, aconsejándolo y protegiéndolo. No sólo por mi muy superior clarividencia sino también por ser la que más amaba entre sus muchos hijos. Esa situación cambiaría mucho y muy deprisa en los siguientes meses pero, en aquellas fechas, las cosas estaban muy claras para todos, empezando por mí misma, que asumía con ilusión mi destino como alma de Troya y me preparaba intensamente para ello. De hecho, ya por entonces, con apenas diecinueve años, trabajaba a tiempo parcial en la empresa por voluntad de mi padre, a fin de familiarizarme con los negocios que abordábamos, con nuestras peculiaridades (fortalezas y debilidades), conocer las estrategias, la evolución del sector, las oportunidades y riesgos … Ese verano tenía previsto cursar un seminario introductorio de MBA en Berkeley, que de paso contribuiría a mejorar mi ya bastante correcto inglés. En resumen, era una joya de chica, con un futuro que no era prometedor porque se consideraba seguro.
Una tarde, como tantas anteriores, después unas horas revisando los últimos movimientos contables, me dirigí al Templo; quería saludar a mi padre y, de paso, preguntarle por unas cuantiosas transferencias que recientemente se habían dirigido a una compañía griega de software, Hellas Digital. Herófila –todavía trabajaba para nosotros– me advirtió que estaba reunido con unos extranjeros importantes, no se le podía interrumpir. Pensé en retirarme pero justo entonces se abrió la gran puerta de la Sala del Consejo y salió Príamo acompañado de tres o cuatro hombres. He reconstruido esa escena tantas veces que ahora sé perfectamente que estaban Ulises, Áyax y Menelao, pero en ese momento mi mirada, mis sentidos todos, quedaron imantados con brutal potencia por uno solo de ellos, por Agamenón. Por un instante eterno el universo se detuvo, el aire se escapó de mi cuerpo, cesaron los pensamientos, cualquier movimiento orgánico. Agamenón, enfrente de mí, también me miraba extático, sosteniendo con sus ojos la extraordinaria intensidad de esa ligazón mística que nos enlazaba. Sé de sobra que suena fantasioso, hasta cursi, lo admito, pero no alcanzo a encontrar palabras con las que describir la singularidad mágica de esa sensación compartida. Y digo compartida porque, sin necesidad de pensarlo, desde el primer momento se me hizo evidente, con la rotundidad de lo inevitable, que esa violenta, implacable atracción que padecía era mutua. Si de mí hubiera dependido jamás habría encontrado el modo de romper ese hechizo paralizante. Pero Agamenón, hombre experimentado, entrenado ya en el disimulo, supo quebrarlo, fue capaz de apartar la mirada al tiempo que apoyaba la mano sobre la espalda de mi padre, empujándolo muy sutilmente hacia mí.
Mi padre, sin aparentemente percatarse de mi turbación, sonrió ampliamente al verme y se apresuró a hacer las presentaciones, elogiándome desmedidamente ante los visitantes. Cuando, después de saludar a sus acompañantes, estiré la mano hacia Agamenón, cogiéndomela, me atrajo hacia sí y con tono burlón me pidió permiso para darme un beso, pues quería ser como mi segundo padre. Debí enrojecer intensamente porque, mientras sentía la ardiente quemazón de sus labios en mi mejilla, escuché reír a mi padre y decir que era la primera vez que veía a su hija, siempre tan segura, comportarse como una tímida muchachita. Lo cierto es que sentía un confuso torbellino de emociones que me impedía comportarme como usualmente lo hacía. Por primera vez en mi vida, asistía impotente a un vertiginoso fluir de acontecimientos respecto del cual no tenía ningún control, pese a desear con toda mi alma poder controlarlos, entenderlos al menos. Como en una película a cámara rápida, los griegos se despidieron y siguieron hacia la salida escoltados por Príamo, Héctor y algún otro ejecutivo de Troya. Yo me quedé clavada en el sitio, como una estatua. La voz irónica de Herófila me volvió a la realidad: huy, huy, huy, canturreó, la doncella se nos ha enamorado, y lo ha hecho de quien menos le conviene. Herófila dejó la empresa pocos meses después, contratada por Agamenón; fue probablemente uno de los primeros “actos bélicos”. Entonces yo casi ni me fijaba en ella, de hecho lo que me dijo aquel día me sorprendió, entre otros motivos, por provenir de quien se me antojaba una mosquita muerta. Sin embargo, meditando con posterioridad, me he convencido de que Herófila era mucho más de lo que aparentaba, que podía ver y anticipar lo que los demás no podían, y que Agamenón se dio cuenta, como poco después se daría cuenta de mis propias capacidades, casi antes que yo misma. Ahora bien, entonces no pensé nada de esto; simplemente me ruboricé y no supe que contestar. Yo, la hija favorita del presidente todopoderoso, siempre tan segura, salí corriendo hacia mi apartamento.
Me apetecería seguir recordando aquellos tiempos pero se me ha acabado el tiempo. Siento ya que el trance se apodera de mí.
Así que aquí estoy, sentada frente a mi ordenador, recordando. Me remonto al principio, antes de que el desastre empezara. Pero más cierto sería decir antes de que yo supiera, de que nadie supiera. Porque los hechos se anudan unos a otros, de modo que aunque aún no hayan sucedido es sólo cuestión de tiempo –de tiempo, justamente de tiempo– que nos golpeen los eslabones predestinados. Mi dolorosa experiencia me ha convencido de que todos y todo estamos sujetos a Ananké, la más poderosa de las diosas (démosle esa naturaleza, para entendernos), la que impulsa a Chronos, su compañero, a pautar la inevitabilidad de las horas, de los días, de nuestras vidas. Y en éstas no nos cabe sino la triste encomienda de representar el guión escrito. Ni la más poderosa voluntad humana es capaz de burlar los designios de las Moiras. Yo, que soy fuerte, la más fuerte de una poderosa estirpe, lo he intentado, he puesto todo mi empeño en alterar el texto colmado de desgracias que para mi familia guarda el Destino. Desgracias que me anticipaban mis malditas voces premonitorias y, por tanto, sufría desde mucho antes, con un dolor multiplicado por la impotencia. A lo largo de estos casi diez años he ido confirmando la inutilidad de nuestros esfuerzos en mis propios fracasos. Ni siquiera Dios, los dioses, si es que existen, podrían contradecir esta fuerza fundamental del Universo, la Necesidad que es el núcleo del Ser, la esencia de todas las cosas. No obstante, para mí hubo un antes, un tiempo en que no conocía los trances ni imaginaba todavía nada de lo que había de ocurrir. Fue la infancia, años de felicidad, una niña a la que el mundo se le ofrece como fuente infinita de placeres, de alegrías. Pero también la adolescencia y el inicio de la juventud. Y la llegada del primer deslumbramiento amoroso: Agamenón
Rememoro mayo de 2005. Estaba acabando el segundo año de ingeniería informática en la Universidad de Barcelona, si bien también llevaba asignaturas de matemáticas con la intención de obtener ambas licenciaturas. Por aquel entonces yo era la mujer perfecta: joven, bella, rica y muy inteligente. Siguiendo la tradición familiar (que casi se remontaba a la Edad Media catalana), era Héctor quien, sin ninguna discusión, estaba llamado a suceder a nuestro padre al frente de la empresa; tanto por primogénito como, sobre todo, por ser varón. Sin embargo, Príamo daba por supuesto que sería yo quien realmente daría continuidad a su obra, actuando a la sombra de mi hermano mayor, aconsejándolo y protegiéndolo. No sólo por mi muy superior clarividencia sino también por ser la que más amaba entre sus muchos hijos. Esa situación cambiaría mucho y muy deprisa en los siguientes meses pero, en aquellas fechas, las cosas estaban muy claras para todos, empezando por mí misma, que asumía con ilusión mi destino como alma de Troya y me preparaba intensamente para ello. De hecho, ya por entonces, con apenas diecinueve años, trabajaba a tiempo parcial en la empresa por voluntad de mi padre, a fin de familiarizarme con los negocios que abordábamos, con nuestras peculiaridades (fortalezas y debilidades), conocer las estrategias, la evolución del sector, las oportunidades y riesgos … Ese verano tenía previsto cursar un seminario introductorio de MBA en Berkeley, que de paso contribuiría a mejorar mi ya bastante correcto inglés. En resumen, era una joya de chica, con un futuro que no era prometedor porque se consideraba seguro.
Una tarde, como tantas anteriores, después unas horas revisando los últimos movimientos contables, me dirigí al Templo; quería saludar a mi padre y, de paso, preguntarle por unas cuantiosas transferencias que recientemente se habían dirigido a una compañía griega de software, Hellas Digital. Herófila –todavía trabajaba para nosotros– me advirtió que estaba reunido con unos extranjeros importantes, no se le podía interrumpir. Pensé en retirarme pero justo entonces se abrió la gran puerta de la Sala del Consejo y salió Príamo acompañado de tres o cuatro hombres. He reconstruido esa escena tantas veces que ahora sé perfectamente que estaban Ulises, Áyax y Menelao, pero en ese momento mi mirada, mis sentidos todos, quedaron imantados con brutal potencia por uno solo de ellos, por Agamenón. Por un instante eterno el universo se detuvo, el aire se escapó de mi cuerpo, cesaron los pensamientos, cualquier movimiento orgánico. Agamenón, enfrente de mí, también me miraba extático, sosteniendo con sus ojos la extraordinaria intensidad de esa ligazón mística que nos enlazaba. Sé de sobra que suena fantasioso, hasta cursi, lo admito, pero no alcanzo a encontrar palabras con las que describir la singularidad mágica de esa sensación compartida. Y digo compartida porque, sin necesidad de pensarlo, desde el primer momento se me hizo evidente, con la rotundidad de lo inevitable, que esa violenta, implacable atracción que padecía era mutua. Si de mí hubiera dependido jamás habría encontrado el modo de romper ese hechizo paralizante. Pero Agamenón, hombre experimentado, entrenado ya en el disimulo, supo quebrarlo, fue capaz de apartar la mirada al tiempo que apoyaba la mano sobre la espalda de mi padre, empujándolo muy sutilmente hacia mí.
Mi padre, sin aparentemente percatarse de mi turbación, sonrió ampliamente al verme y se apresuró a hacer las presentaciones, elogiándome desmedidamente ante los visitantes. Cuando, después de saludar a sus acompañantes, estiré la mano hacia Agamenón, cogiéndomela, me atrajo hacia sí y con tono burlón me pidió permiso para darme un beso, pues quería ser como mi segundo padre. Debí enrojecer intensamente porque, mientras sentía la ardiente quemazón de sus labios en mi mejilla, escuché reír a mi padre y decir que era la primera vez que veía a su hija, siempre tan segura, comportarse como una tímida muchachita. Lo cierto es que sentía un confuso torbellino de emociones que me impedía comportarme como usualmente lo hacía. Por primera vez en mi vida, asistía impotente a un vertiginoso fluir de acontecimientos respecto del cual no tenía ningún control, pese a desear con toda mi alma poder controlarlos, entenderlos al menos. Como en una película a cámara rápida, los griegos se despidieron y siguieron hacia la salida escoltados por Príamo, Héctor y algún otro ejecutivo de Troya. Yo me quedé clavada en el sitio, como una estatua. La voz irónica de Herófila me volvió a la realidad: huy, huy, huy, canturreó, la doncella se nos ha enamorado, y lo ha hecho de quien menos le conviene. Herófila dejó la empresa pocos meses después, contratada por Agamenón; fue probablemente uno de los primeros “actos bélicos”. Entonces yo casi ni me fijaba en ella, de hecho lo que me dijo aquel día me sorprendió, entre otros motivos, por provenir de quien se me antojaba una mosquita muerta. Sin embargo, meditando con posterioridad, me he convencido de que Herófila era mucho más de lo que aparentaba, que podía ver y anticipar lo que los demás no podían, y que Agamenón se dio cuenta, como poco después se daría cuenta de mis propias capacidades, casi antes que yo misma. Ahora bien, entonces no pensé nada de esto; simplemente me ruboricé y no supe que contestar. Yo, la hija favorita del presidente todopoderoso, siempre tan segura, salí corriendo hacia mi apartamento.
Me apetecería seguir recordando aquellos tiempos pero se me ha acabado el tiempo. Siento ya que el trance se apodera de mí.
Shot of love - Bob Dylan (Shot of Love, 1981)
No acabo de ver yo muy contemporánea a esta Casandra tuya, no sé por qué. Escribe en ordenador, sí, toma clozapina y es capaz de autodiagnosticarse fasciculaciones, sean lo que fueren. Pero no sé si es por los nombres griegos, por su decidida vocación trágica o por cierta tendencia a meter en el ajo a los dioses, el caso es que no se me acaba de encajar en el siglo XXI.
ResponderEliminarHombre, pues me esfuerzo en que parezca contemporánea. De las pegas que pones, la única que me convence es la de los nombres griegos. Podrías hacer la prueba de releer el texto llamado a Casandra Maripili, a Agamenón Paco, etc ... A lo mejor ya no te chirría tanto.
EliminarSu vocación trágica y fatalista no me parece anacrónica. Ten en cuenta que ha pasado por una sucesión tremenda de tragedias. Que aluda a los dioses (insinúo que es agnóstica) no es más que una forma de hablar, metafórica, propia de una persona culta de clase alta.
Pero, en fin ... En cualquier caso, confío en que el relato te despierte un poco el interés.
No digo que no tengas razón. Es probable que el anacronismo esté en mi cabeza, y que se resuelva en parte cambiando los nombres como dices. No conozco mucha gente, por culta y de clase alta que sea, que especule con los dioses ni metafóricamente, pero imagino que hay de todo por esos mundos. En cualquier caso mi comentario no trataba de ser una crítica a tu historia, que por supuesto que me interesa, sino una observación sobre sus efectos en mí, por si te resultaba útil.
EliminarCurioso giro respecto al original, donde Casandra fue botín de guerra. Sobre lo que dice Vanbrugh, quizás tendría más sentido en una cultura oriental, donde aún se habla a veces de los dioses: Japón, la India, quizás China... De modo metafórico, eso sí.
ResponderEliminarCasandra fue botín de guerra, sí, pero eso no impide que Agamenón y ella se conocieran de antes e incluso hubieran sido amantes. Naturalmente, es ficción aprovechando los muchos "vacíos" del relato mitológico. De hecho, te confesaré, que la idea no es mía (ya desvelaré la fuente más adelante).
EliminarY, por cierto, cuando dices "respecto al original" habría de aclararse cuál es ese original al que aludes. Justamente por ello, en paralelo con este relato iré subiendo posts sobre las bases literarias del mito.
EliminarLlevas razón, sí. De un mismo mito, hay diversas variantes.
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