Que la tierra es esférica (más o menos) lo sabe la humanidad al menos desde Pitágoras, si no antes. No cabe duda de que a partir de la época clásica de Grecia (siglos V y IV aC) era un dato asumido por toda persona culta. Aún así, las viejas concepciones de un planeta plano (las más un disco con la tierra firme en el centro rodeada por el Océano, cuyos bordes daban al abismo) perduraron entre el vulgo, sobre todo durante la Edad Media. Digo yo que el que se mantuviera a lo largo de tantos siglos esa idea errónea pudo deberse a que a la gran mayoría de la gente le preocupaban bien poco las cuestiones geográficas y astronómicas, que poco les afectaban en sus vidas diarias. Pero algo también influirían algunas obras de escritores primitivos cristianos que, impulsados por su miope interpretación de las Escrituras, machacaron insistentemente sobre la vieja imagen de la Tierra. En todo caso –insisto–, incluso durante la denostada Edad Media, todas las personas cultas sabían de sobra que la Tierra era una esfera. Como explica Umberto Eco (Historia de las Tierras y los Lugares legendarios), no deben llevarnos a pensar lo contrario los abundantes mapas medievales de nuestro planeta, mayoritariamente discos planos; simplemente se trata de representaciones simbólicas siguiendo las técnicas y adaptadas a los gustos e intereses de la época. Por cierto, pese a las apariencias no hay ninguna relación etimológica entre planeta y plano, que habría sido un buen argumento para relacionar ambos términos; planeta viene del griego πλαναν (errante), mientras que plano viene del latín planus
Una vez admitida la esfericidad del planeta, un debate distinto fue qué ocurría en las antípodas del mundo conocido (hoy diríamos en el hemisferios Sur) y, en especial, si allí había seres humanos. Naturalmente, el principal obstáculo “intuitivo” para aceptar que hubiera otros humanos era que estarían “cabeza abajo” y se caerían al vacío. Lucrecio (99 aC – 55 aC), uno de los más lúcidos romanos calificaba poco menos que de disparate a quienes defendían las antípodas. En su De rerum natura advierte a Memmio que se guarde de creer “Que un ser puede en sí mismo sustentarse: / Que los cuerpos pesados que tenemos / bajo los pies, gravitan hacia arriba: / Que en dirección contraria son llevados, / como la imagen que en el agua vemos; / defiende con razones semejantes / que debajo vaguean animales, / que no pueden caerse de la tierra / en las regiones ínfimas, del modo / que no pueden al cielo remontarse / de suyo nuestros cuerpos; y que cuando / aquéllos ven el sol, nosotros vemos / de noche las estrellas, y alternando / parten las estaciones con nosotros; / y que igualan sus días a los nuestros, /y a las suyas igualan nuestras noches” y califica esas ideas de “ficciones groseras y errores estúpidos en los que han caído los necios”. En términos todavía más contundentes se manifestaba Lactancio, filósofo romano del sigo IV convertido al cristianismo, en sus Institutiones divinae: “¿Y qué decir de quien piensa que existen antípodas opuestas al lugar donde ponemos los pies? ¿Dicen algo convincente o hay alguien tan insensato que crea que existen hombres con los pies más arriba que su cabeza? ¿O que las cosas que entre nosotros están boca arriba allí cuelgan? ¿Qué allá los cereales y los árboles crecen hacia abajo? ¿Qué lluvia, nieve y granizo caen de abajo arriba?”
También del siglo IV pero algunos años posterior a Lactancio es el escritor romano Macrobio, quien publicó unos Comentarios al sueño de Escipión, un extenso estudio del sueño de Escipión el Africano que narra Cicerón en Sobre la República. Macrobio basándose en las ideas neoplatónicas expone una amplia y congruente concepción del universo y de la tierra para, al inicio del Libro Segundo, sostener que las Antípodas son especularmente similares al mundo que conocían y en ellas también hay plantas, animales y seres humanos como nosotros. Lo que me ha admirado es lo coherentemente que desmonta la idea común de que animales y personas habían de caerse hacia abajo. “Debemos creer que los hombres que se supone que viven allí respiran el mismo aire que nosotros, porque el mismo clima templado hay en la totalidad del circuito de ambas zonas; cuando el Sol se pone para ellos, se dirá que es el mismo que está saliendo para nosotros, y cuando sale para ellos, que es el mismo que se está poniendo para nosotros; pisarán el suelo al igual que nosotros, y verán siempre el cielo sobre sus cabezas, y no tendrán miedo de que la Tierra caiga al cielo porque nada puede jamás caer hacia arriba. Si para nosotros «abajo» es donde está la tierra y «arriba» donde está el cielo -afirmarlo es una especie de broma- también para ellos «arriba» será lo que contemplan desde más abajo, y jamás caerán hacia arriba. Aseguraría que también entre ellos los menos instruidos pensarán eso mismo acerca de nosotros, y no creerán que sea posible que vivamos donde estamos, sino que opinarán que si alguien intentara ponerse de pie en la región opuesta a ellos, caería. Nunca, sin embargo, nadie entre nosotros temió caer al cielo; por tanto, nadie entre ellos caerá tampoco hacia arriba, tal como una discusión previa nos enseñó que todos los pesos se dirigen, por su propia inclinación, hacia la Tierra”.
Cuando he leído esta última frase me ha sorprendido encontrar en un autor de la Antigüedad la exposición, aunque sea con términos confusos, de la ley de la gravedad, tantos siglos antes de Newton. Pero la sorpresa se debe a mi ignorancia (u olvido) porque investigando un poquillo descubro que la idea de que todos los objetos son atraídos hacia el centro de la Tierra aparece ya sugerida en Platón y mucho más claramente formulada por Aristóteles. Aún así, parece que –a diferencia de la esfericidad de la Tierra– no era unánimemente aceptada por todas las personas cultas (si no, no cabría entender las posturas de Lucrecio o Lactancio). Y ahora hay que hablar de San Agustín, que también vivió en el siglo IV (como Lactancio y Macrobio) y también escribió sobre las Antípodas. Lo hizo, concretamente, en el Libro décimo sexto de La Ciudad de Dios, dedicado a reflexionar sobre la descendencia de Noé y cuyo capítulo noveno trata justamente de “Si es creíble que la parte inferior de la tierra opuesta a la que nosotros habitamos tenga antípodas”. San Agustín lo descarta, pero no negando que la Tierra sea esférica ni tampoco aludiendo al viejo argumento de que los oriundos de allí se caerían hacia abajo, lo que me hace pensar que algo habría oído sobre la atracción de los cuerpos.
No, las razones del de Hipona son teológicas que, en la cultura (cristiana) de la época estaban muy por encima de las estrictamente naturales. Como esas tierras de la otra cara del planeta son inaccesibles (“…demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte a aquella…”), Agustín concluye que, de estar habitadas por seres humanos, éstos no serían descendientes de Adán y, por lo tanto, se estaría negando la Biblia, Verdad indiscutible. Una variante de esta argumentación (atribuida a Manegold de Lautenbach, un monje alsaciano del XI) sería que si hubieran hombres en las Antípodas, a estos no les habría alcanzado la Redención de Jesucristo, pero como éste vino a redimir a todos los hombres, hay que concluir que no hay hombres en las antípodas. Lo cierto es que, aún admitiendo la validez de las premisas teológicas, los silogismos pecan contra la lógica, lo que extraña en San Agustín. Porque ciertamente los humanos que habitan las Antípodas descienden de una primera Eva ya que, en contra de la afirmación dada por evidente, sus ancestros sí atravesaron el Océano para llegar allí. En cuanto a la Redención, no se entiende muy bien por qué no habría de alcanzarles a los habitantes de las Antípodas; de hecho, los misioneros españoles no tuvieron en cuenta esa premisa cuando se empeñaron en “cristianizar” a los indios americanos.
Y hasta aquí. A partir del XVI los viajes de los "descubrimientos" demostraron por la vía de los hechos que sí había gente en las Antípodas y que Macrobio tenía razón. Ahora nos reímos de las elucubraciones de quienes discutieron sobre este asunto. Sin embargo, sus motivaciones eran las mismas que ahora nos llevan a elaborar complicadas teorías físicas para explicar los secretos del universo, una vez que en nuestro planeta quedan ya pocos.
También del siglo IV pero algunos años posterior a Lactancio es el escritor romano Macrobio, quien publicó unos Comentarios al sueño de Escipión, un extenso estudio del sueño de Escipión el Africano que narra Cicerón en Sobre la República. Macrobio basándose en las ideas neoplatónicas expone una amplia y congruente concepción del universo y de la tierra para, al inicio del Libro Segundo, sostener que las Antípodas son especularmente similares al mundo que conocían y en ellas también hay plantas, animales y seres humanos como nosotros. Lo que me ha admirado es lo coherentemente que desmonta la idea común de que animales y personas habían de caerse hacia abajo. “Debemos creer que los hombres que se supone que viven allí respiran el mismo aire que nosotros, porque el mismo clima templado hay en la totalidad del circuito de ambas zonas; cuando el Sol se pone para ellos, se dirá que es el mismo que está saliendo para nosotros, y cuando sale para ellos, que es el mismo que se está poniendo para nosotros; pisarán el suelo al igual que nosotros, y verán siempre el cielo sobre sus cabezas, y no tendrán miedo de que la Tierra caiga al cielo porque nada puede jamás caer hacia arriba. Si para nosotros «abajo» es donde está la tierra y «arriba» donde está el cielo -afirmarlo es una especie de broma- también para ellos «arriba» será lo que contemplan desde más abajo, y jamás caerán hacia arriba. Aseguraría que también entre ellos los menos instruidos pensarán eso mismo acerca de nosotros, y no creerán que sea posible que vivamos donde estamos, sino que opinarán que si alguien intentara ponerse de pie en la región opuesta a ellos, caería. Nunca, sin embargo, nadie entre nosotros temió caer al cielo; por tanto, nadie entre ellos caerá tampoco hacia arriba, tal como una discusión previa nos enseñó que todos los pesos se dirigen, por su propia inclinación, hacia la Tierra”.
Cuando he leído esta última frase me ha sorprendido encontrar en un autor de la Antigüedad la exposición, aunque sea con términos confusos, de la ley de la gravedad, tantos siglos antes de Newton. Pero la sorpresa se debe a mi ignorancia (u olvido) porque investigando un poquillo descubro que la idea de que todos los objetos son atraídos hacia el centro de la Tierra aparece ya sugerida en Platón y mucho más claramente formulada por Aristóteles. Aún así, parece que –a diferencia de la esfericidad de la Tierra– no era unánimemente aceptada por todas las personas cultas (si no, no cabría entender las posturas de Lucrecio o Lactancio). Y ahora hay que hablar de San Agustín, que también vivió en el siglo IV (como Lactancio y Macrobio) y también escribió sobre las Antípodas. Lo hizo, concretamente, en el Libro décimo sexto de La Ciudad de Dios, dedicado a reflexionar sobre la descendencia de Noé y cuyo capítulo noveno trata justamente de “Si es creíble que la parte inferior de la tierra opuesta a la que nosotros habitamos tenga antípodas”. San Agustín lo descarta, pero no negando que la Tierra sea esférica ni tampoco aludiendo al viejo argumento de que los oriundos de allí se caerían hacia abajo, lo que me hace pensar que algo habría oído sobre la atracción de los cuerpos.
No, las razones del de Hipona son teológicas que, en la cultura (cristiana) de la época estaban muy por encima de las estrictamente naturales. Como esas tierras de la otra cara del planeta son inaccesibles (“…demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte a aquella…”), Agustín concluye que, de estar habitadas por seres humanos, éstos no serían descendientes de Adán y, por lo tanto, se estaría negando la Biblia, Verdad indiscutible. Una variante de esta argumentación (atribuida a Manegold de Lautenbach, un monje alsaciano del XI) sería que si hubieran hombres en las Antípodas, a estos no les habría alcanzado la Redención de Jesucristo, pero como éste vino a redimir a todos los hombres, hay que concluir que no hay hombres en las antípodas. Lo cierto es que, aún admitiendo la validez de las premisas teológicas, los silogismos pecan contra la lógica, lo que extraña en San Agustín. Porque ciertamente los humanos que habitan las Antípodas descienden de una primera Eva ya que, en contra de la afirmación dada por evidente, sus ancestros sí atravesaron el Océano para llegar allí. En cuanto a la Redención, no se entiende muy bien por qué no habría de alcanzarles a los habitantes de las Antípodas; de hecho, los misioneros españoles no tuvieron en cuenta esa premisa cuando se empeñaron en “cristianizar” a los indios americanos.
Y hasta aquí. A partir del XVI los viajes de los "descubrimientos" demostraron por la vía de los hechos que sí había gente en las Antípodas y que Macrobio tenía razón. Ahora nos reímos de las elucubraciones de quienes discutieron sobre este asunto. Sin embargo, sus motivaciones eran las mismas que ahora nos llevan a elaborar complicadas teorías físicas para explicar los secretos del universo, una vez que en nuestro planeta quedan ya pocos.
Antípodas - Javier Krahe (Dolor de Garganta, 1999)
"Que la tierra es esférica (más o menos) lo sabe la humanidad al menos desde Pitágoras, si no antes". Has cometido un anacronismo no por usual menos típico y errado. No, no lo sabía 'la humanidad', el consenso entre todos los humanos sobre los conocimientos aceptados es de la época moderna, y tampoco universal hasta hace poco, con la evolución de las comunicaciones instantáneas o casi, pero en la Edad Media la gente de tierra adentro que no había salido de su aldea creía en una Tierra plana, en tanto que los marineros, que veían desparecer los barcos en la lejanía bajo la línea del horizonte, sabían que era una esfera sin necesidad de ser Pitágoras
ResponderEliminarFrancamente, no creo que haya ni anacronismo ni yerro en la frase de Miroslav. Aún ahora mismo es bastante probable que una significativa parte de la humanidad siga ignorando, o entendiendo mal, el hecho de que la tierra es esférica. Pero para afirmar que algo es conocido por la humanidad desde hace dos o tres mil años no hace falta que todos y cada uno de los seres humanos lo conozcan. "La humanidad", aquí y en casi todos los contextos en que se usa esta palabra, es una sinécdoque, una figura retórica, un modo de hablar. Bastaría que un solo ser humano supiera que la tierra es esférica para que fuera legítimo decir, sin anacronismo ni yerro alguno, que lo sabe la humanidad, de igual modo que decimos que la humanidad posee la escritura desde hace cinco mil años, aunque seamos muy conscientes que durante ese tiempo el porcentaje de humanos capaces de escribir ha sido, y sigue siendo, bastante menor del 100%. El propio texto del post deja claro, de hecho, que en tiempos muy posteriores a Pitágoras había personas cultas que negaban que la tierra fuera esférica; ese "consenso entre todos los humanos" a que te refieres como si fuera necesario para decir algo de "la humanidad" no creo que se haya dado casi nunca acerca de casi nada.
EliminarTienes razón, pero yo, partidario de leer historia total, la heredera de la escuela de los Annales, no lo diría así. Para mí la humanidad es un consenso dentro de su diversidad, aunque la humanidad sea en sí misma una sinecdoque
EliminarSi, como reconoces ahora, tengo razón y la expresión "la humanidad" es una sinécdoque, no hay yerro alguno en la frase de Miroslav, insisto: es perfectamente correcta y adecuada, y no se merece un comentario que empiece por calificarla de anacronismo errado. En cualquier otro entendimiento de "la humanidad", os felicito, a ti, a la escuela de los Annales y a sus herederos, si habeis logrado encontrar algo en lo que la humanidad haya tenido alguna vez nada parecido a un consenso. A mí, que tengo menos lecturas, no se me ocurre un solo ejemplo. No creo que lo sea, desde luego, el de que la tierra sea esférica, ni en tiempos de Pitágoras ni ahora mismo.
EliminarEn cualquier caso, se me ocurre que entre "Yo no lo diría así", como dices ahora; y "Has cometido un anacronismo errado", como decía tu primer comentario, hay una sustancial diferencia, suficiente para merecer no digo ya una disculpa, pero sí, desde luego, una explicación algo más amplia y conciliadora que la escueta alusión a unos cuantos historiadores franceses.
No, Vanbrugh, no me defiendas. Merezco que Lansky me fustigue por haber olvidado las enseñanzas de los alegres compadres de Annales (no pienses mal). Qué buenos tiempos aquellos, todos haciéndole la pelota a Braudel y jaleándole en el College de France. A veces a mí se me escapaba y me refería a la humanidad (l’humanité, declamaba en mi burdo francés, ante las risas de Jacques LeGoff) y todos a coro me corregían: no, tontaina, la humanidad es un consenso dentro de la diversidad; a ver si leemos más historia total. Y acto seguido me lanzaban a la cabeza El Mediterráneo en tiempos de Felipe II para que memorizara este o aquel capítulo. Ay, qué tiempos, cuánto nos reíamos.
EliminarMuy bien a los dos, me merezco vuestras ironías si eso os hace sentiros mejor.
EliminarAunque no confío mucho en los tribunales espontáneos, reconozco lo desafortunado de la expresión “error anacrónico”. Lo es. Me nos fácil me resulta asimilar el sarcasmo de Miroslav hacia la escuela de los Annales y Braudel a los que en ocasiones le he oído alabar.
EliminarPor supuesto que admiro a Braudel y a otros representantes de Los Annales, de los que he leído mucho (no tanto como tú o con menos aprovechamiento, supongo, ya que no recuerdo esa concepción de la humanidad como un consenso dentro de su diversidad). A mi modo de ver, el comentario que he puesto no es en absoluto un sarcasmo contra ellos, sino una bufonada a propósito del tuyo, para reirnos un poco, nada más. Confío en no tener que explicarlo más.
EliminarAlguna vez habré oído esos argumentos, en efecto. No todos los que sabían que la Tierra era esférica relacionaban la fuerza que nos atrae al suelo con la propia Tierra, sino con algo externa a esta, según se deduce de que pensaban que los antipodas se "caerían". De ahí otra preocupación de aquel mundo, ¿cómo se "sostenía" la Tierra sin ser arrastrada por esta poderosa fuerza? En algunas culturas se figuraban que la Tierra era transportada por algún animal colosal, dejando la duda de cómo demonios se sostenía la bestia de carga.
ResponderEliminarBien mirado, debió de ser una revolución cuando se dieron cuenta de que "arriba" y "abajo" son dirección tan relativas como "derecha" e "izquierda".
Una tortuga gigantesca que volaba por el universo. También he visto imágenes en que eran cuatro elefantes que, a su vez, se sostenían en la tortuga.
EliminarEn Internet, de hecho, se puede ver cómo se cumplen dos famosas máximas:
ResponderEliminar-Aquella, de Gilbert K. Chesterton (creo recordar), que afirmaba que ninguna idea era demasiado extraña como para que no tuviera un campeón.
-Aquella otra, de Rafael Gómez ortega "El Gallo", que afirmaba, después de saber que Ortega y Gasset era un filósofo, y que un filósofo era un señor que estudiaba el pensamiento, que había gente pa' tó.
Sin necesidad de irse al otro lado de la tierra, cualquiera que acepte su esfericidad tiene que darse cuenta, sin pensar demasiado, de que la dirección en la que caen los cuerpos en Lisboa no es la misma que la dirección en la que caen los cuerpos en Moscú, por citar solo dos puntos conocidos y habitados desde hace más de mil quinientos años. De ahí a relacionar esta dirección, la vertical hacia "abajo", con la propia tierra, y más concretamente con su centro, hay un paso tan corto que cuesta pensar que una persona inteligente no pudiera darlo ya en tiempos de Pitágoras. La atracción de la Tierra, si no la ley general de atracción entre los cuerpos, ha estado al alcance de cualquiera que pensara diez minutos desde hace muchos años, como prueba el amigo Macrobio. Por eso choca más lo del tal Lactancio, que, por muy filósofo que se dijera, muy listo no parecía.
ResponderEliminarY es cierto, aunque vete a saber si no tendrían alguna peregrina explicación para ello. Galileo, por ejemplo, negaba la conocida influencia de la Luna en las mareas, achacándolas a los vaivenes de la Tierra. Y tonto no era...
EliminarNo, que yo sepa no tiene nada que ver con el efecto Coriolis. Me refiero solo a que cualquiera que sepa que la tierra es una esfera tiene que saber también que las perpendiculares a una esfera en dos puntos distintos de su superficie (Lisboa y Moscú, o Atenas y Esparta, me da igual) no pueden ser paralelas entre sí. Es decir, que la fuerza que hace que los cuerpos se caigan no actúa en la misma dirección en esos dos puntos, y en cambio sí actúa en ambos en dirección perpendicular a la superficie de la esfera. No parece muy difícil llegar desde ahí a la conclusión de que debe de ser la tierra, y ninguna otra cosa, la que ejerce esa fuerza.
ResponderEliminarGasset era mucho mejor, no hay comparación
ResponderEliminarJoaquín: Sí suenan a nombres del gran Ibañez. No me extrañaría que los nombres romanos fueran para él fuente de inspiración.
ResponderEliminar.....porque no hay una persona que explique y afirme, que la tierra es redonda, y partiendo de ese concepto, cuando vuele en un avión recorra 180º desde ese punto de partida ,se baje del avión y no admita que los hombres que está viendo allí, en ese punto, están bocabajo....y que lo explique con palabras sencillas, no con palabras raras..Gracias
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