En la introducción al post anterior conté que, como resultado de la Revolución del 68 que puso fin a la monarquía isabelina, se promulgó la Constitución de 1969, en base a la que, a su vez, se redactó y aprobó el nuevo código penal de 1870. La Constitución del 69 definía al Estado español como una monarquía lo que obligó a los prebostes del Gobierno Provisional a buscar candidatos a rey por toda Europa y encontrándolo finalmente en la persona del duque de Aosta, Amadeo de Saboya, que se convirtió en monarca constitucional en noviembre de 1870 por elección parlamentario (monarquía electiva). Pero el pobre Amadeo no duró mucho y en febrero de 1973, según cuenta la tradición, le comunicaron su despido y el rey renunció sin grandes alharacas ni lamentos de casi nadie. Así las cosas, de modo inmediato y en reunión conjunta, Congreso y Senado proclamaron la Primera República. Pi y Margall, quien fuera el segundo presidente de la República, impulsó una constitución republicana, pero el intentó no pasó del proyecto redactado por Emilio Castelar. En medio de pugnas constantes y sucesivos cambios de gobierno, la República no llegó a asentarse y el experimento acabó con la disolución del Congreso por el golpe de estado del general Pavía. Siguió luego la dictadura del general Serrano, sin Cortes y sin Constitución, que a su vez acabó con otra asonada militar, la del general Martínez Campos, que se pronunció por la restauración borbónica en la persona del que sería Alfonso XII. El 31 de diciembre de 1874 se formó el Ministerio-Regencia presidido por Cánovas del Castillo, dando por cerrado el Sexenio Democrático. Poco tiempo después, bajo la égida del artífice de la Restauración y líder de los conservadores, se redactó una nueva Constitución que se aprobaría el 30 de junio de 1876. En lo que aquí interesa, conviene destacar que la nueva Constitución reforzaba la confesionalidad del Estado. Sin embargo, los políticos turnistas del último cuarto del siglo XIX y del primero del XX no consideraron necesario, pese al cambio constitucional, modificar el código penal, de modo que siguió vigente el de 1870, durante la friolera de cincuenta y ocho años.
Las primeras décadas del siglo XX pueden sintetizarse en el progresivo debilitamiento del sistema político de la Restauración incapaz de reformar un Estado atrasado y casi comatoso, y en el paralelo agravamiento de la crisis endémica socioeconómica salvo en breves periodos de bonanza (como la I Guerra Mundial, gracias a la neutralidad española). Así las cosas, el desastre de Annual y el escándalo subsiguiente que amenazaba con embarrar al propio Alfonso XIII fue el detonante para el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, que instauró un régimen de corte fascista, muy en la onda política de entonces (recuérdese que un año antes Mussolini había encabezado la marcha sobre Roma que le había llevado al poder y ese mismo 1923, unos meses antes, fracasaba el putsch de Munich de Hitler y sus colegas nazis). La llegada de la Dictadura –con el aval del rey, desde luego– no fue mal recibida, lo que da una idea del hartazgo de los españoles con el sistema político (no cambian tanto los tiempos). Primo pretendía modernizar el Estado, incluyendo la legislación y, dentro de ésta, el derecho penal. No tengo muy claro si había una real necesidad de reforma o ésta obedeció a una obsesión del Directorio por revisar todo el marco legal, como se estableció por Real Decreto de junio de 1926. A partir de ahí, se creó una Comisión de Codificación, procurando integrar técnicos independientes (a fin de buscar una legitimación de la que el régimen siempre careció). En el caso del nuevo Código Penal, su autor principal fue Eugenio Cuello Calón, catedrático de penal de la Universidad de Barcelona. Una vez promulgado tras su discusión en Cortes, fue muy criticado por el mundo jurídico –en especial por Jiménez de Asúa, uno de los juristas más destacados y miembro del PSOE– e incluso el Colegio de Abogados llegó a pedir que se derogase y volviese al Código de 1870.
Pero vayamos a los delitos que nos interesan. Ahora vuelven a agruparse bajo el epígrafe “delitos contra la religión del Estado”, tal como se denominaban en los códigos de 1822 y 1848, mientras que en el previo de 1870 se identificaban como “delitos relativos al libre ejercicio de los cultos”. También vuelven a penarse los actos encaminados a abolir o variar como religión del Estado la católica. En lo que se refiere a la profanación, se recupera la duplicidad del código de 1848, dedicando un artículo a la profanación de las sagradas formas y otro a la profanación de los restantes objetos destinados al culto. Es decir, se refuerza la influencia del catolicismo en la legislación penal abandonando los progresos laicistas del código de 1848 y volviendo, casi miméticamente, al código de 1848. Para que se vea con claridad, transcribo a continuación las dos parejas de artículos dedicados a la profanación:
Art. 131 (1848): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con pena de reclusión temporal.
Art. 273 (1928): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con la pena de tres años a seis de prisión.
O sea, idénticos. Y, por lo tanto, vale el comentario que en su época hizo Pacheco y que cito en el post del pasado viernes: ante tan gran sacrilegio no se impone ninguna condición para tipificarlo. Veamos ahora las restantes profanaciones:
Art. 132 (1848): El que con el fin de escarnecer la religión hollare o profanare imágenes, vasos sagrados u otros objetos destinados al culto, será castigado con la pena de prisión mayor.
Art. 274 (1928): Los que, en ofensa de la religión del Estado, hollaren, destruyeren rompieren o profanaren los objetos sagrados o destinados al culto, ya lo ejecuten en las iglesias, ya fuera de ellas, incurrirán en la pena de seis meses a seis años de prisión.
La estructura sintáctica es muy similar: en ambas redacciones antes de describir los actos materiales se introduce una locución adverbial como condición para que dichos actos alcancen la condición de delictivos. Dicha condición en el texto de 1848 es incuestionablemente de finalidad: el profanador, para delinquir, ha de actuar con la finalidad de escarnecer la religión. Pero el legislador del 28 inventa la locución que se sigue repitiendo en el código que hoy tenemos vigente y que tantos problemas de interpretación nos lleva dando. Fue probablemente Cuello Calón el paridor de tan puñetera expresión. Pero, ¿por qué lo hizo?
Puede defenderse (supongo que será lo que piense Vanbrugh) que si cambió justamente la frase que claramente exigía el requisito de finalidad lo hizo para que no fuera ésta la condición del delito. Me parece verosímil, añadiendo que probablemente don Eugenio quiso dejar el precepto ambiguo; es decir, no se atrevió a separarse de la tradición del derecho penal español que siempre había exigido la intencionalidad para este segundo tipo de profanaciones, pero dejó una puerta abierta para que, si así lo entendían los jueces, se pudiera interpretar de otra manera (por ejemplo, traduciendo la locución por “con el resultado de ofender la religión del Estado”, como sostiene Vanbrugh). Sin embargo, a pesar de que podría ser plausible esta polisemia interpretativa, después de darle otra vuelta me quedo con que lo que quiso el legislador era mantener el mismo significado que el del artículo 132 de 1848, ya que por más que he buscado en los debates en el Congreso y artículos de la época, no he encontrado ninguna referencia que aluda al cambio de criterio, que es lo que cabría esperar si éste se hubiera producido. Y simplemente, Cuello Calón quiso decir lo mismo que se había dicho antes de una forma original que a lo mejor le parecía más atinada, inventando el “en ofensa de” que, para mí, está directamente inspirado en el “en defensa de”.
En fin, el código penal de 1928 no duraría mucho, ya que fue derogado por el promulgado en 1932, apenas cuatro años después, por la República. Pero tiene la fundamental importancia de ser el que acoge por primera vez la locución que motiva esta serie de posts.
Las primeras décadas del siglo XX pueden sintetizarse en el progresivo debilitamiento del sistema político de la Restauración incapaz de reformar un Estado atrasado y casi comatoso, y en el paralelo agravamiento de la crisis endémica socioeconómica salvo en breves periodos de bonanza (como la I Guerra Mundial, gracias a la neutralidad española). Así las cosas, el desastre de Annual y el escándalo subsiguiente que amenazaba con embarrar al propio Alfonso XIII fue el detonante para el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, que instauró un régimen de corte fascista, muy en la onda política de entonces (recuérdese que un año antes Mussolini había encabezado la marcha sobre Roma que le había llevado al poder y ese mismo 1923, unos meses antes, fracasaba el putsch de Munich de Hitler y sus colegas nazis). La llegada de la Dictadura –con el aval del rey, desde luego– no fue mal recibida, lo que da una idea del hartazgo de los españoles con el sistema político (no cambian tanto los tiempos). Primo pretendía modernizar el Estado, incluyendo la legislación y, dentro de ésta, el derecho penal. No tengo muy claro si había una real necesidad de reforma o ésta obedeció a una obsesión del Directorio por revisar todo el marco legal, como se estableció por Real Decreto de junio de 1926. A partir de ahí, se creó una Comisión de Codificación, procurando integrar técnicos independientes (a fin de buscar una legitimación de la que el régimen siempre careció). En el caso del nuevo Código Penal, su autor principal fue Eugenio Cuello Calón, catedrático de penal de la Universidad de Barcelona. Una vez promulgado tras su discusión en Cortes, fue muy criticado por el mundo jurídico –en especial por Jiménez de Asúa, uno de los juristas más destacados y miembro del PSOE– e incluso el Colegio de Abogados llegó a pedir que se derogase y volviese al Código de 1870.
Pero vayamos a los delitos que nos interesan. Ahora vuelven a agruparse bajo el epígrafe “delitos contra la religión del Estado”, tal como se denominaban en los códigos de 1822 y 1848, mientras que en el previo de 1870 se identificaban como “delitos relativos al libre ejercicio de los cultos”. También vuelven a penarse los actos encaminados a abolir o variar como religión del Estado la católica. En lo que se refiere a la profanación, se recupera la duplicidad del código de 1848, dedicando un artículo a la profanación de las sagradas formas y otro a la profanación de los restantes objetos destinados al culto. Es decir, se refuerza la influencia del catolicismo en la legislación penal abandonando los progresos laicistas del código de 1848 y volviendo, casi miméticamente, al código de 1848. Para que se vea con claridad, transcribo a continuación las dos parejas de artículos dedicados a la profanación:
Art. 131 (1848): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con pena de reclusión temporal.
Art. 273 (1928): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con la pena de tres años a seis de prisión.
O sea, idénticos. Y, por lo tanto, vale el comentario que en su época hizo Pacheco y que cito en el post del pasado viernes: ante tan gran sacrilegio no se impone ninguna condición para tipificarlo. Veamos ahora las restantes profanaciones:
Art. 132 (1848): El que con el fin de escarnecer la religión hollare o profanare imágenes, vasos sagrados u otros objetos destinados al culto, será castigado con la pena de prisión mayor.
Art. 274 (1928): Los que, en ofensa de la religión del Estado, hollaren, destruyeren rompieren o profanaren los objetos sagrados o destinados al culto, ya lo ejecuten en las iglesias, ya fuera de ellas, incurrirán en la pena de seis meses a seis años de prisión.
La estructura sintáctica es muy similar: en ambas redacciones antes de describir los actos materiales se introduce una locución adverbial como condición para que dichos actos alcancen la condición de delictivos. Dicha condición en el texto de 1848 es incuestionablemente de finalidad: el profanador, para delinquir, ha de actuar con la finalidad de escarnecer la religión. Pero el legislador del 28 inventa la locución que se sigue repitiendo en el código que hoy tenemos vigente y que tantos problemas de interpretación nos lleva dando. Fue probablemente Cuello Calón el paridor de tan puñetera expresión. Pero, ¿por qué lo hizo?
Puede defenderse (supongo que será lo que piense Vanbrugh) que si cambió justamente la frase que claramente exigía el requisito de finalidad lo hizo para que no fuera ésta la condición del delito. Me parece verosímil, añadiendo que probablemente don Eugenio quiso dejar el precepto ambiguo; es decir, no se atrevió a separarse de la tradición del derecho penal español que siempre había exigido la intencionalidad para este segundo tipo de profanaciones, pero dejó una puerta abierta para que, si así lo entendían los jueces, se pudiera interpretar de otra manera (por ejemplo, traduciendo la locución por “con el resultado de ofender la religión del Estado”, como sostiene Vanbrugh). Sin embargo, a pesar de que podría ser plausible esta polisemia interpretativa, después de darle otra vuelta me quedo con que lo que quiso el legislador era mantener el mismo significado que el del artículo 132 de 1848, ya que por más que he buscado en los debates en el Congreso y artículos de la época, no he encontrado ninguna referencia que aluda al cambio de criterio, que es lo que cabría esperar si éste se hubiera producido. Y simplemente, Cuello Calón quiso decir lo mismo que se había dicho antes de una forma original que a lo mejor le parecía más atinada, inventando el “en ofensa de” que, para mí, está directamente inspirado en el “en defensa de”.
En fin, el código penal de 1928 no duraría mucho, ya que fue derogado por el promulgado en 1932, apenas cuatro años después, por la República. Pero tiene la fundamental importancia de ser el que acoge por primera vez la locución que motiva esta serie de posts.
Podría apuntarme a la interpretación que me atribuyes, sí, que parece lógica: que si cambia "con el fin de escarnecer la religión" por "en ofensa de la religión del Estado" es porque piensa que estas dos expresiones no quieren decir lo mismo, ya que, para decir lo mismo, habría dejado las mismas palabras, como hace con el resto de los artículos que citas.
ResponderEliminarPodría, pero no sería sincero al hacerlo, porque en realidad no creo que sea así.
¿Por qué no lo creo? Porque creo tener un ligero atisbo de cómo funciona la cabeza de este señor, sea Cuello o quien sea, que ha redactado este artículo 274 del código de 1928.
¿Por qué, por ejemplo, añade la sorprendente cláusula "ya lo ejecuten en las iglesias, ya fuera de ellas"? Si al tipificar una acción no dices nada sobre el lugar en que se realiza, se entiende que este no tiene importancia. Mencionarlo para estipular que, efectivamente, no la tiene, es una estupidez perfectamente inútil. Una redundancia innecesaria típicamente "jurídica" (en uno de los numerosos malos sentidos de esta palabra).
¿Por qué especifica que la religión ofendida es "del Estado"? ¿Piensa que es esta cualidad de ser estatal la que hace a la religión digna de ser protegida por la ley? ¿Cree que los objetos sagrados lo son por ser estatal la religión? ¿Piensa que la Eucaristía, por ejemplo, sería menos digna de respeto si la religión católica no fuera la "del Estado? Y si no cree ni piensa ninguna de estas cosas ¿para qué añade "del Estado", si ya el epígrafe nos advierte que es de esta religión de la que se está ocupando?
¿Para qué añade "destruir" y "romper" -que en este contexto son perfectamente sinónimos e indistinguibles- a los "hollar" y "profanar" que ya estaban en la redacción anterior? ¿Cree verdaderamente que con ello aporta alguna clase de precisión sobre las operaciones profanatorias que está tipificando? ¿No aprecia que mientras que "hollar" y "profanar" son operaciones genéricas y abstractas, "romper" y "destruir" son específicas y concretas; y que reunir las cuatro al mismo nivel en una sola enumeración de posibilidades es equívoco y contraproducente, y confunde en vez de aclarar?
A mí todo esto me hace pensar que, como tantos otros juristas (y no juristas) este señor usa el idioma a bulto, por aproximación y acumulación y mucho más preocupado por los efectos sonoros, formales, de las palabras y expresiones que emplea que por sus significados rigurosos y exactos. Y, por tanto, que ha sustituído "con el fin de escarnecer la religión" por "en ofensa de la religión del Estado" no porque quiera decir algo distinto, sino porque quiere decirlo de otra manera que le gusta más, igual que ha añadido sin la menor necesidad "ya en las iglesias, ya fuera de ellas", "del Estado" y "rompiere y destruyere". Por hacer ruido.
Es tirar piedras contra mi tejado, pero es, exactamente, lo que de verdad creo. Que este "en ofensa" se lo ha sacado el redactor de la manga -o del Cuello- sin la menor pretensión de estar diciendo algo exactamente delimitado y distinto de la redacción anterior que pretende coregir, sino solo con la de estar diciendo más o menos lo mismo, de una forma que "se entiende" (típico argumento de los que usan mal el idioma) y que a él le parece que queda muy bien.
Y que por tanto la única forma de interpretar esta expresión es atribuirle todos los significados que, por analogía y "sentido del idioma" parezca poder admitir.
Todos ellos, no solo los que mejor le vengan a unos cuantos magistrados.
Por cierto, de todos los ejemplos que pones para descalificar el texto, querría comentarte algo sobre el párrafo referido a la “religión del Estado”. Preguntas, me parece que retóricamente: ¿Piensa que es esta cualidad de ser estatal la que hace a la religión digna de ser protegida por la ley? Pues yo diría que sí, que en efecto se protege la religión católica por ser la del Estado, mientras que las otras se toleran, pero no se protegen. Por tanto a tus dos siguientes preguntas, contesto que sí: que los objetos sagrados lo son por ser de la religión católica que es la que se protege, y que si la religión católica no fuera la del Estado, no estaría protegida y, por ende, tampoco lo estaría la Eucarístía (protegida penalmente, que nada tiene que ver con que sea más o menos digna de respeto).
EliminarY sin embargo el código actual, del actual estado laico, sigue penalizando la profanación, entendida como ofensa a los sentimientos religiosos de los fieles de cualquiera de las religiones que el estado reconoce como tales religiones, aunque ninguna de ellas sea "la" religión "del estado". Lo que, a mi modo de ver, significa que se ha cambiado radicalmente el planteamiento básico de estos delitos, que antes lo eran, efectivamente, por ofender la religión del estado y en cambio ahora lo son por ofender sentimientos religiosos de los ciudadanos. ¿No te parece que este cambio fundamental priva considerablemente de base y de utilidad a esta búsqueda histórica tuya, que está comparando delitos radicalmente distintos; y que hace aún más inoperantes nuestras hipótesis sobre lo que hubiera en la cabeza de quienes tipificaron estos delitos con otra mentalidad y desde otra óptica?
EliminarEn cualquier caso mi observación sobre lo inoportuno e inútil de la apostilla "del Estado", como de los otros añadidos de Cuello que comento, solo trataba de ilustrar la imprecisa alegría con la que el ciudadano mete palabras sin preocuparse mucho de que su significado las haga o no útiles. Desde su misma óptica, precisar que la religión que habla es la católica "del Estado", cuando eso ha quedado ya claro en el título de la Sección en la que se encuadra el artículo en cuestión, es completamente innecesario, y que lo haga me dice mucho sobre sus criterios a la hora de elegir una u otra fórmula literal: hacer ruido, insisto. La eficacia de una ley actual en vigor no se puede hacer depender del modo concreto de hacer ruido que eligiera un legislador del XIX.
EliminarSí, tienes razón. En muchos códigos penales anteriores, el delito de profanación se limitaba a la religión católica.Pero, ojo, no en todos. En el de 1870 (promulgado por la I República) no estaba entre los delitos contra la religión sino contra la libertad de cultos, y la profanación se refería a objetos destinados al culto de cualquier religión con prosélitos en España. Y todavía no he llegado, pero me supongo que algo parecido ocurrirá en el código penal de la II República.
EliminarPero, aunque pueda admitirte que son delitos distintos (al menos, no idénticos), lo cierto es que el actual (ofensa a los sentimientos religiosos mediante actos de profanación) se construye históricamente como ampliación del antiguo delito limitado a la profanación de los objetos de culto católicos (o de cualquier religión). Por tanto, aún habiendo un cambio (lo de fundamental es más discutible) no creo que éste prive de utilidad a la búsqueda histórica. Al contrario, creo que hay una continuidad absoluta entre los delitos que voy describiendo hasta llegar al tipificado en el artículo 524 vigente. Cambia el delito, pero su tratamiento y elementos constitutivos (entre ellos el que estamos discutiendo de la intencionalidad) se han ido manteniendo (con ligerísimos matices) a lo largo de casi dos siglos.
Yo, en cambio, insisto en considerar fundamental el cambio, y mucho más superficiales las similitudes. Me explico: los actos que se tipifican como delito son sustancialmente los mismos, pero los motivos por los que se los considera delito son radicalmente diferentes; y este del criterio por el que algo se considera delito me parece un elemento mucho más importante de la figura penal que el propio acto a que se refiere. Es tan importante que un mismo acto, el adulterio, por ejemplo, puede ser o no considerado delito según cuáles sean los criterios que se utilicen para considerar o no bien jurídico penalmente protegible lo que con ese acto se vulnera. En los códigos de 1848 y 1928 lo que hace delictivas las profanaciones es que atentan contra el Estado, al ofender a su religión. En la de 1870, que atentan contra una libertad constitucional de los ciudadanos. Y en la actual, que atentan contra sentimientos de los ciudanos. A mí me parecen pertenecer, cada uno de estos delitos, a una categoría netamente distinta que los otros dos, y corresponder a planteamientos radicalmente diferentes. Y creo que cualquier posible comparación entre las correspondientes legislaciones se debe hacer con mucha precaución y teniendo en cuenta que formulaciones aparentemente semejantes se refieren en realidad a delitos fundamentalmente distintos.
EliminarDe acuerdo, hay que tener mucha precaución. Pero, aún así, sigo pensando que, por más que el delito haya cambiado sustancialmente, la regulación ha mantenido una continuidad sorprendente. La razón, creo yo, se debe a que el acto material que ha ido pasando de ser un delito a otro (profanar) se ha mantenido constante. Y para que ese acto fuera delito (bien contra la religión, bien contra la libertad de culto, bien contra los sentimientos religiosos), siempre se ha exigido el requisito de intencionalidad. Es más, me atrevo a asegurar que los distintos legisladores solo se planteaban que era un delito distinto a efectos clasificatorios y por congruencia con el marco constitucional de cada etapa histórica. En ningún momento dijeron: cuidado, que estmos ante un delito distinto, vamos a repensar los requisitos que debe cumplir para serlo, sino que siguieron regulándolo como habían regulado siempre los actos de profanación.
EliminarTus consideraciones sobre lo que los legisladores de cada época se dijeron o no son muy interesantes. Pero dijéranse lo que se dijeran, que probablemente fueron muchas y muy distintas cosas, cada uno las suyas, lo que escribieron en cada caso fue una sola cosa, escrita de una sola manera. Y es esa cosa, escrita de esa manera, la que los jueces tienen que aplicar, interpretándola si es necesario. Interpretándola a ella, escrita de esa forma concreta. Sin suprimir nada de lo que esa forma contenga, ni añadir nada que esa forma no contenga.
EliminarEn otras palabras: que los legisladores, por todas las muestras, legislen mal, no se remedia haciendo que los jueces apliquen mal lo legislado. Una vez más, los errores cometidos en un sentido no se resuelven cometiendo nuevos errores en sentido contrario. Sean o no del mismo sentido, dos errores son el doble de error que uno solo.
EliminarAl leer este comentario tuyo, Vanbrugh, iba afirmando mentalmente: estaba de acuerdo casi al cien por cien con todo lo que escribías. O sea, que tú crees que el amigo Cuello no cambio la redacción del artículo 132 de 1848 porque quisiera decir algo distinto, sino simplemente porque a él le parecía que le expresión “en ofensa de” quedaba muy bien. Yo pienso, en efecto, lo mismo (y he de reconocerte que algo has contribuido tú a esta opinión mía con tu certero aunque deprimente diagnóstico del uso del lenguaje por los juristas). En resumen, el legislador de 1928 quería tipificar como delito de profanación “menos grave” (el más grave es el que se hace contra las hostias consagradas) el mismo que ya había tipificado el legislador de 1848. Y como quedaba claro en la letra del precepto de 1848 (y además explicó y justificó exhaustivamente Pacheco, como cuento en el post correspondiente), este delito requería como condición para serlo el componente subjetivo de la intencionalidad.
ResponderEliminarSiendo así, lo que no se me alcanza es la que me parece una pirueta final de tu comentario incongruente con todo lo anterior. Si Cuello quería decir lo mismo que el legislador de 1848, la expresión “en ofensa de” hay que entenderla como equivalente a “con el fin de escarnecer”. Entonces, ¿por qué vuelves a que la forma correcta de interpretar esa locución es atribuirle todos los significados porsibles?
Porque, fuere por lo que fuere -nuestras conjeturas acerca de sus motivos, aunque las creamos acertadas, no pasan de ser conjeturas; y las conjeturas no son admisibles a la hora de interpretar una ley, con graves e inmediatos efectos sobre el mundo- lo cierto es que lo que escribió no fue "con el fin de ofender la religión", sino "en ofensa de la religión". Y esta segunda forma, plasmada sobre el papel y recogida por el actual texto, quiere decir lo que quiera decir por sí misma(en mi opinión, no solo "con el fin de ofender", como ya he argumentado), al margen de cuáles fueran las imprecisas intenciones de su torpe acuñador inicial.
ResponderEliminarSi tuviéramos que atenernos a las conjeturadas intenciones del redactor para interpretar la forma literal, tantas veces ambigua, de las leyes, no sólo tendríamos que hacer conjeturas sobre la intención de Cuello al emplear por primera vez su inusual locución; también tendríamos que hacerlas sobre cómo entendían esa locución los redactores del actual texto cuando decidieron recogerla y seguir empleándola. Son demasiadas conjeturas, e insisto: la ley se redacta de una única y concreta forma, que es la que debe ser aplicada. Y para esa aplicación, las interpretaciones no pueden basarse en conjeturas, mucho menos si son restrictivas, sino recoger todos los posibles significados que no sean claramente descartables por causas objetivas, no derivadas de conjeturas. Y sigo pensando que no hay causas objetivas para descartar el significado "con el resultado de ofender", porque nuestra impresión más o menos fundada (o la de los magistrados que han creado la jurisprudencia mayoritaria) de que ese significado no estuviera en la cabeza los redactores del texto -que, parece que en eso estamos de acuerdo, no se distinguen por su excesivo cuidado en el rigor de los significados- es solo eso, una impresión. No una causa objetiva e indiscutible que permita eliminar un significado legítimo.
ResponderEliminarPor resumir: el remedio de los males que en la Ley produce la torpeza lingüística de sus redactores no debe procurarse, en mi opinión, por la vía de que los jueces corrijan la ley, entendiendo en ella lo que les parece que quería decir el redactor (aunque en la práctica no dijera exactamente eso que ellos han decidido entender). El único remedio posible es que quienes redactan las leyes dejen de hacerlo mal y empiecen a hacerlo bien, con la menor ambigüedad posible. Y en tanto eso no sea así, y tengan que aplicar leyes ambiguamente redactadas, tienen la obligación de ceñirse con la mayor exactitud posible a esa ambigüedad, y no resolverla basándose en sus preferencias, ni en sus conjeturas. Porque no son legisladores, con la capacidad de cambiar las leyes. Son jueces, con la obligación de aplicarlas tal y como son, les parezcan más o menos ambiguas, mejor o peor redactadas y de aplicación más o menos conveniente.
ResponderEliminarLos jueces, efectivamente, no deben corregir la Ley, en el sentido de enmendarla (véase DRAE). También estoy de acuerdo en que el remedio de los males que en la Ley produce la torpeza lingüística de sus redactores es que empiecen a redactarlas bien. Pero, mientras tanto, mientras existen leyes mal redactadas, sí es obligación de los jueces interpretarlas. Como sabes mejor que yo, la jurisprudencia, después de las normas, es fuente del Derecho. Ahora no voy a entrar en detalle sobre qué es interpretar, pero a mi modo de ver, la función de toda interpretación es encontrar el significado más acorde con el “espíritu” de la norma. Y a estos efectos no valen, desde luego, las “preferencias” de los magistrados; pero sí, los análisis sobre el por qué se emplea una expresión concreta, cómo la entendieron en su época, la evolución del precepto y sus relaciones de “filiación” y la evolución del mismo. Lo que no cabe es coger el texto como si hubiera caído del cielo y no tuviera historia.
EliminarA mi modo de ver (y siendo bienintencionado), eso es lo que han venido haciendo los magistrados al sentar una jurisprudencia constante respecto del vigente artículo 524. Aún admitiéndote que no puede descartarse completamente que la locución “en ofensa de” podría significar “con el resultado de ofender”, tanto sus análisis gramaticales como, sobre todo, de evolución legislativa del precepto, les llevaron al convencimiento de que el legislador quiso exigir la intencionalidad, aunque lo expresara con tan poca fortuna. Y, por tanto, no corrigen sino que interpretan el sentido de la norma.
Además, tú mismo admites que la locución “en ofensa de” puede significar “con la intención de ofender”. Por tanto, el magistrado no descarta, como dices, el sentido que tú defiendes; lo que hace es no descartar el de la intencionalidad, atendiendo a tu consejo. Es decir, para que haya delito de profanación quien lo comete debe tener la intención de ofender los sentimientos religiosos y, además, ofenderlos efectivamente. Eres tú, al decir que la norma no incluye la exigencia de la intencionalidad, quien está descartando un significado que reconoces que puede tener la locución de marras.
No. Lo siento, pero no puedo estar de acuerdo. Yo no descarto ninguno de los sentidos posibles de "en ofensa de". Creo que, atendiendo a ellos, debe entenderse que hay delito de profanación tanto cuando los actos se cometen con intención de ofender (incluso aunque no tenga efecto) como cuando se cometen con resultado de ofender (incluso aunque no sea esa la intención). En ambos casos, sin descartar ninguno de los dos. Ellos han decidido que solo hay delito cuando se cometen con la intención, y que no lo hay cuando se cometen con el resultado, pero sin esa intención. Es su interpretación, evidentemente, y no la que yo defiendo, la que deja de tener en cuenta uno de los posibles significados y se limita solo al otro. Y con ello, a mi entender, enmienda la Ley, que emplea una expresión que abarca ambas posibilidades; y sustituye en la práctica, sin derecho para hacerlo, esta expresión más amplia por otra que no es la que la Ley emplea:"con ánimo de ofender", más restrictiva, ya que se refiere solo a una.
EliminarSiempre tengo la mala conciencia de ser machacón y repetitivo, pero cuando compruebo que el argumento que he empleado y repetido durante cosa de diez o quince largos comentarios sigue siendo ignorado por mi interlocutor, que me contraargumenta como si lo que yo estuviera diciendo fuera otra cosa que nunca he dicho, comprendo que mi mala conciencia es injustificada. Perseveraré en mi estilo.
Admitiendo (que no lo admito, al menos no plenamente) que la expresión "en ofensa de" pueda tener en pie de igualdad los dos significados que llevamos repitiendo hasta la saciedad, tu tesis es que hay que la interpretación correcta implica abarcarlos ambos, sin excluir ninguna acepción. Y luego dices que t´ú las abarcas ambas.
EliminarVale, te admito que tú abarcas ambas, considerando que ambas condiciones para que exista el delito. Lo que pasa es que tú enlazas ambas condiciones mediante la conjunción disyuntiva. Para que haya delito hay que cometer el acto con intención de ofender o con resultado de ofender. La interpretación que hacen los magistrados también contiene ambas condiciones, pero las enlaza con la conjunticón copulativa: para que haya delito hay que cometer el acto con intención de ofender y con resultado de ofender. No veo por qué imputas a los jueces que descartan uno de los significados. Tampoco veo (seré muy obtuso) por qué la interpretación menos "reduccionista" es la que admite una sola de las condiciones para que haya delito mientras que la que exige las dos condiciones es errada (y los otros calificativos que en su día le diste).
Lo que es indudable, eso sí, es que tu interpretación convierte en delitos más actos que la que han hecho los magistrados. Qyuizá, a estos efectos, convenga recordar el aforismo "in dubbio pro reo".
En otro orden de cosas, no me contradices en relación a que los magistrados deben interpretar la Ley (no sólo aplicarla, o mejor dicho, interpretarla para poder aplicarla lo mejor posible). A lo mejor a ese respecto podemos estar de acuerdo.
EliminarNo, claro que no te contradigo en cuanto a que la Ley debe ser interpretada, nunca lo he hecho. He hablado todo el rato de si una interpretación determinada me parecía bien o mal hecha, de ninguna otra cosa. La que hace la jurisprudencia mayoritaria me parece mal hecha, por restrictiva. Porque, al eliminar opciones que a mi entender la Ley no elimina, la modifica, cosa que nunca debe hacer una interpretación.
EliminarSí, restrictiva. La que contempla menos casos es, evidentemente, más restrictiva que la que contempla más, no parece muy difícil entenderlo así. A mí lo que me resultaría difícil es entenderlo al contrario, como parece que haces tú. ¿Es más restrictiva la interpretación de un supuesto que, como tú mismo reconoces -y me reprochas- lo extiende a más casos que la que lo extiende a menos?
Insisto -confieso que, a estas alturas, algo desesperado-, no es mi versión la que admite una sola de las condiciones, es la suya. Según la mía hay delito en ambos casos, según la suya solo en uno de ellos. ¿Cuál es más "reduccionista" (como has decidido decir; yo prefiero "restrictiva")?
El principio "in dubbio pro reo" se refiere a dudas en los hechos probados, o en las intenciones, en ningún caso a dudas en la interpretación de la Ley. Los aforismos legales, con razón o sin ella, no contemplan la posibilidad de que la Ley ofrezca dudas.
Aún admitiendo que lo que hacen los jueces sea exigir la concurrencia de ambos significados ("y"), en vez de contentarse con que se dé alguno de ellos ("o"), como hago yo -y, sinceramente, no veo nada en las sentencias que autorice a entender que es eso lo que han hecho; yo creo que, sencillamente, han ignorado la obvia posibilidad de que "en ofensa" quiera decir "con el resultado de ofender", no que exijan que, además de él, se dé también la intención de ofender- a mí me parece obvio por qué debe entenderse "o", y no "y". Veamos:
Si una ley castigara a los que entraran en España sin autorización, es bastante claro que incurrirían en la falta así tipificada quienes entraran en barco, quienes lo hicieran en avión, quienes cruzaran la frontera de Hendaya, quienes cruzaran la Puigcerdá, quienes cruzaran la de Ceuta... Para entender producido el delito no habría que entender que solo lo cometen quienes hagan todas estas cosas a la vez, sino que lo comete el que haga cualquiera de ellas, una sola. No quienes entren por Hendaya "y" por Puigcerdá "y" en barco "y" en avión... sino quienes lo hagan por Hendaya, "o" por Puigcerdá "o"...
Del mismo modo, que "en ofensa" pueda significar dos cosas distintas no implica que exija las dos, sino que exige alguna de las dos. Una "u" otra, no una "y" otra.
...Sinceramente: sospecho que he llegado a ese temible punto de la discusión en el que uno se encuentra argumentando lo obvio y tratando de demostrar lo evidente; un buen momento, en general, para abandonarla...
Entonces, ya hemos llegado al culpable del uso de la famosa (y tan discutida) expresión "en ofensa". Eugenio Cuello, ¡bonita la armaste!
ResponderEliminarSí la armó, sí. Pero quiero pensar que si estuviera vivo y leyera la discusión que nos ha provocado, se sonreiría maliciosamente. Y si se pasara por este blog, podríamos preguntarle, coño, Eugenio, qué querías decir con eso de "en ofensa de".
EliminarA mí me ha parecido una conversación jugosa. La reiteración no viene mal porque se ha desmenuzado casi totalmente el tema. Reiterar desmenuzando no viene mal sino que se lo digan a Hegel en La ciencia de la lógica donde puede ser insufrible si uno cree q siempre habla de lo mismo; en efecto lo hace pero dando un paso más. Desde el móvil con amor Joaquín. B-)
ResponderEliminarVaya, Joaquín, gracias. En lo sucesivo me consideraré hegeliano. Es una notable mejora sobre considerarme pelma a secas, como hasta ahora.
EliminarBueno, Vanbrugh, es que Hegel era un pelma, un ilustre pelma, como tú en estas ocasiones; de todas maneras, una forma de no avanzar andando es hacerlo en círculos.
EliminarEn mi opinión Vanbrugh no tiene nada de pelma. Discutir con él, al contrario, me resulta un placer, pues me obliga a considerar atentamente los argumentos.
EliminarDe otra parte, disiento de que no avancemos. Quizá el tema te parezca irrelevante o aburrido, pero al menos yo, tras lo discutido y lo investigado aguijoneado por la discusión, creo que he "avanzado" en conocer mejor el asunto y formarme una opinión más fundada.
Gracias, Miroslav. Como sabes, el placer es mutuo.
EliminarYo también creo que avanzamos. Mis opiniones se perfilan, se afinan y se clarifican discutiendo con gente como Miroslav. En mi opinión hay pocos medios mejores de avanzar que en espiral (que se lo digan, si no, a los tornillos), excelente forma de combinar los círculos con el avance.
Qué perspicaz, Joaquín. Creo que es al revés: es rascando un poco cuando se descubre el diminuto pero angular meollo en el que discrepamos y por el que discutimos, y es en cambio en la bambolla acompañante donde lo cierto es que somos bastante semejantes, sí. Sobre todo en lo de que a ambos nos encanta darle a la tecla, y si rascamos interminablemente en busca de la discrepancia es más que nada para poder seguir haciéndolo.
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