Hasta hace un mes sabía muy poco de Norman Mailer. Que era un escritor norteamericano, claro, porque había leído tres o cuatro libros suyos; me gustaba cómo escribía. También lo encuadraba vagamente en los movimientos izquierdosos y/o contraculturales de los cincuenta y de los sesenta, gracias fundamentalmente a la lectura de la selección de sus artículos que publicó en 1998 para celebrar su medio siglo de vida literaria (la leí en la edición de Anagrama: América, 2005). Pero muy poco sabía de su vida personal (quizá solo que era judío), casi nada de su carácter y desde luego no que había estado casado seis veces ni que su segunda mujer fue Adele Morales. Esto último lo descubrí hace un mes, gracias a la carta abierta a JFK que publicó el 27 de abril de 1961 en The Village Voice. Esa carta –suficientemente conocida ya que en realidad es el prólogo a otra a Fidel Castro que publicó en el mismo periódico– fue motivada por el vergonzoso intento de invasión norteamericana de Bahía de Cochinos o de Playa Girón cuya más relevante consecuencia fue empujar definitivamente a Castro hacia la Unión Soviética. En ella recrimina a Kennedy la “enormidad de su error” y le echa en cara que no tenga a nadie que comprenda la realidad de Cuba. Pero fue uno de los párrafos el que me llamó la atención, el que más o menos reza como sigue: “Pero permite que te ofrezca un consejo. Hace seis meses competía por la alcaldía de Nueva York. Tenía previsto publicar una carta abierta a Fidel Castro como mi primer cohete de campaña. Durante octubre y principios de noviembre trabajé en esa carta, puliendo por aquí, quitando por allá. Peor entonces el cohete se disparó en una dirección que no había previsto y destrocé en miles de pedacitos todo lo que me rodeaba. La carta fue una de esas piezas rotas; dejó de tener sentido publicarla ya que yo había perdido el derecho a usar mi nombre”. Yo desconocía que Mailer había intentado ser alcalde de NY pero, sobre todo, no tenía ni idea de a qué se refería con ese “cohete” (rocket) que le explotó imprevistamente con tan catastróficas consecuencias. Picada mi curiosidad, no tardé demasiado en averiguar que aludía al apuñalamiento de su mujer, Adele, que cometió en un ataque de ira la noche del sábado 19 de noviembre de 1960.
Como suele ocurrirme, cuando algo me interesa me dedico compulsivamente a investigarlo, por más que con frecuencia las ganas se me pasen antes de acabar o, para ser más exactos, se me desvíe la atención hacia otro asunto que aparece en la búsqueda y que poco tiene que ver (es decir, suelo irme por las ramas). Así que me propuse curiosear lo más detalladamente posible en la vida de Mailer durante su relación con Adele (1951-1961) y tratar de conocer hasta donde pudiera los caracteres de ambos personajes. Como primera medida me puse a leer trabajosamente (en inglés) la biografía que en 1999 publicó Mary V. Dearborn y que está parcialmente disponible en Google books. Por más que esta mujer procura mantener un tono equilibrado, de la lectura de sus páginas se desvela un personaje que parece tener al menos dos caras, una educada y agradable pero otra que corresponde a la personalidad oscura: narcisista, violento y machista. También me percaté de que Mailer era un obseso de la literatura, que la literatura era su vida o más bien que su obsesión vital era ser reconocido como el más grande literato de su generación. Suele comentarse la estrecha relación que hay en los escritores entre su vida personal y su obra, incluso hay quien sostiene que toda novela, por mucho que sea ficción, es siempre autobiográfica. En el caso de Mailer esta vinculación parecía especialmente estrecha, así que me propuse leer “El Parque de los Ciervos” (The Deer Park) la única novela que escribió durante su matrimonio con Adele, pero también los cuentos de esa época que resultaron mucho más reveladores de las inquietudes de su alma. Por último, en la biblioteca que hay a escasa distancia de mi casa me facilitaron el libro publicado por Adele en 1997 (The Last Party: Scenes from my life with Norman Mailer), de modo que pude conocer la versión de ella. A medida que iba leyendo, se me ocurrían asuntos de los que escribir. Primero fue la descripción del encuentro entre ambos que publiqué el 21 de febrero; no dejó de parecerme significativo que tanto el nacimiento como la muerte de esa relación fueran dos actos de fortísimas cargas pasionales. Luego leí un par de relatos cortos de esos años y traduje uno de ellos, El cuaderno, el pasado 9 de marzo. El último ejercicio del que aquí deje constancia fue un paseo de reconocimiento por Provincetown, en Massachusetts, una localidad importante en la vida de Mailer (por cierto, el 14 de marzo, cuando escribí ese post, aún no sabía que Norman había descubierto el pueblo años antes con Bea, su primera mujer).
Así que llevo casi un mes –tampoco a tiempo completo, aclaro– ahondando en el carácter de Mailer y comprobando que no me gusta demasiado cómo era, aunque intuyo que sabía ser encantador cuando le interesaba. Me llama la atención que con veintiocho años, la edad que tenía cuando conoce a Adele, fuera ya tan insoportablemente ególatra, vanidoso, pagado de sí mismo. Por entonces, lo cierto es que Norman solo había publicado una novela, los desnudos y los muertos; por más que hubiera sido un debut por todo lo alto, uno diría que es demasiado poco para sentirse tan envanecido, tan consciente de estar llamado al Olimpo literario. Ciertamente, ya desde su infancia pudo apreciarse un carácter egoísta, fue un niño caprichoso, dado a los berrinches y al dramatismo, mimado por su madre, su abuela, sus tías y sus tres primas mayores. Fue pasando por la niñez recibiendo halagados, el pequeño principito. Luego, en Harvard (1939-1943), continuaron las lisonjas hacia sus habilidades literarias y él fue afianzando su convencimiento de que estaba destinado a ser un gran escritor (pese a que estudiaba ingeniería aeronáutica). El primer e impactante espaldarazo ocurrió en 1941 (tenía dieciocho años) cuando ganó el premio de relato de la revista Story con “The Greatest Thing in the World”; no sólo alcanzó celebridad local sino que más de un editor lo llamó desde Nueva York para ofrecerle entrar en el glamuroso mundo de la literatura. De pronto, el joven estudiante se había convertido en una de la spromesas de la narrativa estadounidense y, consecuentemente, se puso a escribir una novela que le otorgara definitivamente la gloria. De hecho, creo que escribió hasta dos, que no llegaron a publicarse. Tras graduarse, en junio del 43, con veinte añitos, lo enrolaron a la fuerza en la Marina (pidió una prórroga sin éxito) y lo enviaron a Filipinas. Se pasó casi todo el tiempo en el barco, currando de cocinero, y sin participar en acciones de guerra, pero la experiencia en el ejército le sirvió para escribir Los desnudos y los muertos. Piénsese que para entonces los Estados Unidos llevaban año y medio en guerra, desde el día siguiente al ataque japonés que tanto conmocionó a los norteamericanos. Pues bien, Mailer escribió posteriormente: “Debo confesar que en los días inmediatos a Peral Harbour, mientras los jóvenes honestos se preguntaban dónde podrían ayudar más al esfuerzo bélico, y mientras los más práctico decidían qué servicio les daba más garantías para volver sanos a casa, yo estaba preocupado sobre si una gran novela sobre la guerra debería ser escrita en Europa o en el Pacífico”.
Esa confesión personal me parece un rasgo muy significativo de la personalidad de un Mailer todavía demasiado joven. No sólo tiene claro, demasiado claro que quiere ser escritor, sino que concibe la vida no para ser vivida sino para ser contada. La vida, lo que le ha de ocurrir, pasa a ser antes que nada, fundamentalmente, material para escribir. El escritor ha de experimentar, pero en la medida en que experimenta para luego contarlo, deja de vivir realmente esa experiencia, pasa a ser un voyeur de su propia vida, se “desapega” de sus propias emociones e incluso deja de sentirlas, las imposta. Lo que ya caracterizaba al chaval de dieciocho años corresponde al personaje de El cuaderno, el relato corto que escribió en 1951. Sagazmente, en los comentarios al post en el que publiqué mi traducción del cuento, Ozanu daba por supuesto que el personaje era un trasunto del propio autor. Aunque yo barruntaba lo mismo, ahora, después de leer las Memorias de Adele Morales, puedo confirmarlo. La anécdota sucede en los primeros tiempos de su relación, volvían a su casa caminando por las calles del Village después de cenar, Mailer enfurruñado porque se habían topado con un antiguo amigo de Adele que, según él, la había mirado lujuriosamente, tienen una discusión y luego: “Anduvimos dos manzanas en silencio y de pronto Norman sacó del bolsillo la libreta que siempre llevaba consigo. Yo sabía lo que eso significaba y me ponía furiosa. Apoyó la libreta sobre un coche y se puso a escribir. –¡Tú y tu jodida libreta! No estabas enfadado de verdad por Bill. Sólo observabas cómo te enfadabas, tomabas nota mental sobre tu condición emocional. Al menos podrías haber esperado a estar a solas. –Te equivocas, cariño. Sentí tantos celos que estuve a punto de borrarle para siempre la mirada lasciva de la cara –dijo, sin dejar de escribir. –Entonces deja de escribir. –En un minuto. –¡Ahora mismo, maldita sea! –exclamé y, quitándole la libreta de las manos, la arrojé sobre la acera–. Tú no me quieres de verdad –grité, y eché a andar.
Como suele ocurrirme, cuando algo me interesa me dedico compulsivamente a investigarlo, por más que con frecuencia las ganas se me pasen antes de acabar o, para ser más exactos, se me desvíe la atención hacia otro asunto que aparece en la búsqueda y que poco tiene que ver (es decir, suelo irme por las ramas). Así que me propuse curiosear lo más detalladamente posible en la vida de Mailer durante su relación con Adele (1951-1961) y tratar de conocer hasta donde pudiera los caracteres de ambos personajes. Como primera medida me puse a leer trabajosamente (en inglés) la biografía que en 1999 publicó Mary V. Dearborn y que está parcialmente disponible en Google books. Por más que esta mujer procura mantener un tono equilibrado, de la lectura de sus páginas se desvela un personaje que parece tener al menos dos caras, una educada y agradable pero otra que corresponde a la personalidad oscura: narcisista, violento y machista. También me percaté de que Mailer era un obseso de la literatura, que la literatura era su vida o más bien que su obsesión vital era ser reconocido como el más grande literato de su generación. Suele comentarse la estrecha relación que hay en los escritores entre su vida personal y su obra, incluso hay quien sostiene que toda novela, por mucho que sea ficción, es siempre autobiográfica. En el caso de Mailer esta vinculación parecía especialmente estrecha, así que me propuse leer “El Parque de los Ciervos” (The Deer Park) la única novela que escribió durante su matrimonio con Adele, pero también los cuentos de esa época que resultaron mucho más reveladores de las inquietudes de su alma. Por último, en la biblioteca que hay a escasa distancia de mi casa me facilitaron el libro publicado por Adele en 1997 (The Last Party: Scenes from my life with Norman Mailer), de modo que pude conocer la versión de ella. A medida que iba leyendo, se me ocurrían asuntos de los que escribir. Primero fue la descripción del encuentro entre ambos que publiqué el 21 de febrero; no dejó de parecerme significativo que tanto el nacimiento como la muerte de esa relación fueran dos actos de fortísimas cargas pasionales. Luego leí un par de relatos cortos de esos años y traduje uno de ellos, El cuaderno, el pasado 9 de marzo. El último ejercicio del que aquí deje constancia fue un paseo de reconocimiento por Provincetown, en Massachusetts, una localidad importante en la vida de Mailer (por cierto, el 14 de marzo, cuando escribí ese post, aún no sabía que Norman había descubierto el pueblo años antes con Bea, su primera mujer).
Así que llevo casi un mes –tampoco a tiempo completo, aclaro– ahondando en el carácter de Mailer y comprobando que no me gusta demasiado cómo era, aunque intuyo que sabía ser encantador cuando le interesaba. Me llama la atención que con veintiocho años, la edad que tenía cuando conoce a Adele, fuera ya tan insoportablemente ególatra, vanidoso, pagado de sí mismo. Por entonces, lo cierto es que Norman solo había publicado una novela, los desnudos y los muertos; por más que hubiera sido un debut por todo lo alto, uno diría que es demasiado poco para sentirse tan envanecido, tan consciente de estar llamado al Olimpo literario. Ciertamente, ya desde su infancia pudo apreciarse un carácter egoísta, fue un niño caprichoso, dado a los berrinches y al dramatismo, mimado por su madre, su abuela, sus tías y sus tres primas mayores. Fue pasando por la niñez recibiendo halagados, el pequeño principito. Luego, en Harvard (1939-1943), continuaron las lisonjas hacia sus habilidades literarias y él fue afianzando su convencimiento de que estaba destinado a ser un gran escritor (pese a que estudiaba ingeniería aeronáutica). El primer e impactante espaldarazo ocurrió en 1941 (tenía dieciocho años) cuando ganó el premio de relato de la revista Story con “The Greatest Thing in the World”; no sólo alcanzó celebridad local sino que más de un editor lo llamó desde Nueva York para ofrecerle entrar en el glamuroso mundo de la literatura. De pronto, el joven estudiante se había convertido en una de la spromesas de la narrativa estadounidense y, consecuentemente, se puso a escribir una novela que le otorgara definitivamente la gloria. De hecho, creo que escribió hasta dos, que no llegaron a publicarse. Tras graduarse, en junio del 43, con veinte añitos, lo enrolaron a la fuerza en la Marina (pidió una prórroga sin éxito) y lo enviaron a Filipinas. Se pasó casi todo el tiempo en el barco, currando de cocinero, y sin participar en acciones de guerra, pero la experiencia en el ejército le sirvió para escribir Los desnudos y los muertos. Piénsese que para entonces los Estados Unidos llevaban año y medio en guerra, desde el día siguiente al ataque japonés que tanto conmocionó a los norteamericanos. Pues bien, Mailer escribió posteriormente: “Debo confesar que en los días inmediatos a Peral Harbour, mientras los jóvenes honestos se preguntaban dónde podrían ayudar más al esfuerzo bélico, y mientras los más práctico decidían qué servicio les daba más garantías para volver sanos a casa, yo estaba preocupado sobre si una gran novela sobre la guerra debería ser escrita en Europa o en el Pacífico”.
Esa confesión personal me parece un rasgo muy significativo de la personalidad de un Mailer todavía demasiado joven. No sólo tiene claro, demasiado claro que quiere ser escritor, sino que concibe la vida no para ser vivida sino para ser contada. La vida, lo que le ha de ocurrir, pasa a ser antes que nada, fundamentalmente, material para escribir. El escritor ha de experimentar, pero en la medida en que experimenta para luego contarlo, deja de vivir realmente esa experiencia, pasa a ser un voyeur de su propia vida, se “desapega” de sus propias emociones e incluso deja de sentirlas, las imposta. Lo que ya caracterizaba al chaval de dieciocho años corresponde al personaje de El cuaderno, el relato corto que escribió en 1951. Sagazmente, en los comentarios al post en el que publiqué mi traducción del cuento, Ozanu daba por supuesto que el personaje era un trasunto del propio autor. Aunque yo barruntaba lo mismo, ahora, después de leer las Memorias de Adele Morales, puedo confirmarlo. La anécdota sucede en los primeros tiempos de su relación, volvían a su casa caminando por las calles del Village después de cenar, Mailer enfurruñado porque se habían topado con un antiguo amigo de Adele que, según él, la había mirado lujuriosamente, tienen una discusión y luego: “Anduvimos dos manzanas en silencio y de pronto Norman sacó del bolsillo la libreta que siempre llevaba consigo. Yo sabía lo que eso significaba y me ponía furiosa. Apoyó la libreta sobre un coche y se puso a escribir. –¡Tú y tu jodida libreta! No estabas enfadado de verdad por Bill. Sólo observabas cómo te enfadabas, tomabas nota mental sobre tu condición emocional. Al menos podrías haber esperado a estar a solas. –Te equivocas, cariño. Sentí tantos celos que estuve a punto de borrarle para siempre la mirada lasciva de la cara –dijo, sin dejar de escribir. –Entonces deja de escribir. –En un minuto. –¡Ahora mismo, maldita sea! –exclamé y, quitándole la libreta de las manos, la arrojé sobre la acera–. Tú no me quieres de verdad –grité, y eché a andar.
Como ya dije en un comentario anterior, Mailer me parece un escritor apreciable (no tanto como él supone) y un personaje desagradable, fanfarrón sobre todo."con veintiocho años, la edad que tenía cuando conoce a Adele, fuera ya tan insoportablemente ególatra, vanidoso, pagado de sí mismo.", y qué esperabas, lo lógico es ser esas cosas, de serlo, de joven, la madurez consiste en eliminarlas de tu caracter.
ResponderEliminarEn mi opinión Mailer ha escrito unos cuantos artículos buenos de eso que se llamó como si fuera un invento de 'ellos' (los norteamericanos) 'nuevo periodismo', aunque no tan buenos como, por ejemplo, los de nuestro Chaves Nogales, y una sola novela excepcional
Sí, supongo que tienes razón e imagino que Mailer, con los años, iría ir moderando ese egolatrismo vanidoso, aunque puede que más que suprimirlo se limitaría a esconder las manifestaciones públicas de esos rasgos tan desagradables de su carácter. En todo caso, lo que quería decir es que me sorprendía que alguien sea tan ególatra y vanidoso cuando aún no tiene motivos reales para serlo (si es que alguna vez se tienen). Pero, en fin, tampoco importa eso demasiado.
EliminarNo sé cuál es la novela que valoras como excepcional; imagino que te refieres a la primera, Los desnudos y los muertos, que tuvo tanto éxito y le confirmó demasiado pronto en su vanidad egolátra. Yo la leí hace muchos años y la recuerdo poco; me gustó, pero tampoco me apasionó (de hecho la que escribió sobre la CIA me interesó más, pero probablemente es por mis preferencias temáticas).
Pues no, la novela a que me refiero es Los hombres duros no bailan, y en segundo lugar Un sueño americano. Los desnudos... tenía partes muy flojas. Curioso )o no tanto) que mis dos novelas favoritas de este tipo contengan secuencias de esposas maltratadas. Sabía de lo que hablaba...
EliminarY fantasías con mujeres asesinadas...
EliminarGracias por el elogio, aunque he de reconocer que no era difícil: los escritores suelen usar como trasunto a otros escritores, precisamente. También lo hace el más popular Stephen King, por poner un solo ejemplo.
ResponderEliminarTambién comenté que le veía un punto de narcisismo a Mailer y veo que ya lo admites. La mayoría de lo que sé del narcisismo lo aprendí en Sesgo de Confirmación (en otros tiempos, El Peso del Armiño), y precisamente en ese blog leí que los narcisistas suelen ser dados a fingir sentimientos, a ser especialmente obsesos en presentar una imagen con la que convencer a todos. Mailer concuerda con la descripción plenamente.
Aparte, como comenté hace tiempo en el blog de Lansky, distingo entre admiración y devoción. Creo que es posible admirar a una persona desagradable si tiene méritos, sin necesidad de mentir respecto su personalidad. Pero al revés ocurre con la devoción: no sólo no admite fallos en el objeto de la devoción, sino que, en el momento dado, los intenta justificar o incluso los presenta como virtudes. En el ámbito literario, muchas veces tengo la sospecha de que gente como Mailer se ve atraída porque cierto sector es propenso al segundo sentimiento.
Hombre, no todos construyen sus personajes como trasuntos de sí mismos, que es lo que parece que Mailer hacía, al menos en esa etapa juvenil. Como digo, también yo sospeché lo mismo, pero no he querido darlo por sentado hasta obtener la confirmación en las Memorias de su mujer de entonces.
EliminarYo ni siquiera he leído nada de Mailer, y tus posts sobre él no me están abriendo nada el apetito. Cuando leí tu post "El cuaderno" pensé en Aldous Huxley, en esos personajes suyos excesivamente introspectivos y cerebrales, que padecen ese mismo síndrome de observarse en vez de vivir. Por lo que cuentas, la diferencia está en que al prototipo huxleyano en que pienso -que no es ningún personaje concreto, sino una especie de mezcla abstracta de varios de ellos, elaborada por mí- el fenómeno le ocurre involuntariamente y le hace sufrir. Desearía ser espontáneo y vital, y experimenta su síndrome como una incapacidad paralizadora a la que, como mucho, acaba resignándose. El amigo Mailer, en cambio, parece que lo cultivaba deliberadamente, y que no le paralizaba en absoluto, o no tanto, al menos, que le impidiera emprenderla a puñaladas de vez en cuando. Menudo cabrón.
ResponderEliminarMailer es uno de los ejemplos en que conviene distinguir entre la persona y el escritor; al fin y al cabo, no tenemos por qué limitarnos a leer escritores que nos caigan bien. Yo creo que es buen escritor, tanto novelista como ensayista. Lo que no quita que, en efecto, fuera un cabrón; desde luego lo fue con Adele (y eso que todavía no he contado casi nada).
EliminarSí, el apetito de leera Mailer no se me inhibe porque crea que fue un cabrón. Leo con placer a muchos escritores de los que también lo creo. Es otra cosa, una cierta intuición mía, o más bien manía -que los hechos me confirman con cierta frecuencia- de que lo mejor que puede hacerse con quien quiere a toda costa llamar la atención es no prestársela (principio general) y de que, en consecuencia (aplicación al caso particular) los escritores obsesionados por "ser escritores", y más aún si lo están por ser "los mejores escritores", suelen ser escritores mediocres, que pueden ser ignorados con gran tranquilidad y hasta con provecho. En mi experiencia los buenos escritores escriben -y lo hacen bien, y despiertan interés con lo que escriben- por necesidad o por placer, porque tienen algo que decir y disfrutan diciéndolo. De los que me consta que lo hacen porque quieren ser escritores, como el que oposita a Notarías para llegar a ser notario, espero poquito. Y además me caen gordos, pero eso es otra cuestión.
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