Nada más ver el cementerio de Mount Hope el recuerdo esquivo asoma de golpe a mi memoria. En 1984, con una compañera, hice un inventario de los cementerios de la Comunidad de Madrid, un catálogo exhaustivo de todos los lugares de enterramiento que había entonces en la provincia, desde los mínimos cercados de piedra de la Sierra Pobre hasta la necrópolis de la Almudena. Durante ese trabajo, consistente básicamente en patear, medir y fotografiar, leí bastante sobre cementerios. Hasta el siglo XIX, los cementerios se situaban casi todos en los patios de las iglesias o en pequeñas parcelas adyacentes. El crecimiento demográfico y la densificación urbana, amén de razones higiénicas, obligaron a plantear la necesidad de que los lugares de enterramiento se alejaran de los centros urbanos. En España, durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, se dictaron varias órdenes para impulsar la construcción de cementerios extramuros. De hecho, en toda Europa, desde el XVIII, se escuchaban reclamaciones en este sentido, como la de Sir Christopher Wren, el más importante arquitecto inglés de la época, que ya en 1711 pedía que se crearan campos de enterramiento al exterior de las ciudades, se cerraran con sólidas paredes de ladrillo y se plantaran de tejos. Surge así la idea del cementerio jardín (o cementerio parque), de origen anglosajón como no podía ser de otro modo (también de Inglaterra vendría luego la idea de la “ciudad jardín”). Sin embargo, el primer ejemplo digno de mencionar es el parisino Père Lachaise, abierto en 1804, tres días después de que Napoleón fuera proclamado emperador por el Senado, y diseñado por el arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart. En Estados Unidos, dos décadas después, un médico y botánico de Massachusetts, Jacob Bigelow, comenzó una campaña contra los enterramientos en las iglesias. Con el apoyo de la Massachusetts Horticultural Society –fundada en 1829 en Boston para el fomento de la ciencia y de la horticultura–, logró que se adquiriesen 28 hectáreas entre Cambridge y Watertown (a unos seis kilómetros de Boston) con la autorización del parlamento estatal para dedicarlo a cementerio. Aunque intervinieron varias manos, la dirección del proyecto debe atribuirse al arquitecto paisajista Alexander Wadsworth (1806-1898), por entonces muy joven. En 1831 se inauguró Mount Auburn que marcó el inicio del movimiento norteamericano de fomento no sólo de cementerios jardín sino también de parques públicos. Recuerdo que hace más de treinta años recopilé fotografías y planos de bastantes de esos cementerios, prometiéndome que algún día los visitaría. En los primeros noventa un amigo cumplí mi propósito; fui a ver a un amigo a Harvard, donde estaba contratado por un semestre y él me llevó hasta Mount Auburn, un precioso parque funerario en una colina sobre el río Charles.
Pues el caso es que, de todos esos otros cementerios norteamericanos e incluso europeos (por ejemplo el de Abney Park, en Londres) inspirados en Mount Auburn, el primero de la lista se construyó en esta ciudad. También fue promovido por una sociedad hortofrutícola, la de Bangor, en imitación de la de Massachusetts. Eran los años treinta del XIX; ha de tenerse en cuenta que Maine se constituyó como Estado en 1820, ya que desde la independencia era un territorio de Massachusetts. Así que la influencia de Massachusetts (y especialmente de Boston) era muy intensa entre los dirigentes de Bangor. La citada sociedad adquirió los terrenos en 1834 y encargó el diseño a Charles G. Bryant, que era un perfecto echao p’alante. Bryant había nacido en Belfast, un pueblo costero a unos cincuenta kilómetros al Sur de Bangor, en la boca de la bahía de Penobscot. Su padre era un carpintero naval y con él aprendió las técnicas del oficio que pronto derivó hacia la construcción de edificios. Hacia 1825, con apenas veintidós añitos, se mudó a Bangor que en aquellos años iniciaba su explosivo crecimiento económico (y consiguiente demográfico) basado en la industria maderera. Por entonces la ciudad tendría unos dos mil habitantes y habría unos cuantos carpinteros capaces de construir las muchas viviendas que se iban necesitando. Pero ninguno se atrevió, como hizo Charlie, a autotitularse arquitecto. La fanfarronada debió colar, porque el chaval empezó a recibir encargos de los grandes barones de la madera, la elite local, y se puso a diseñarles pretenciosas mansiones en estilo pseudo-helenista. Tuvo que caerles en gracia, porque suyas son no pocas de las edificaciones catalogadas de Bangor (que tiene la calificación de Historic Place, aunque gran parte de la ciudad vieja fue demolida a finales de los sesenta mediante un salvaje programa de renovación urbana). Incluso le encargaron un master plan para la expansión de la ciudad. Lo cierto es que pese a no haber recibido formación académica, Bryant estaba claramente dotado para el oficio (probablemente era una esponja que absorbía todas las influencias y las procesaba con su personal creatividad). Pero su carrera en la arquitectura acabó bruscamente en 1937, cuando estalló el pánico financiero que derivó en una recesión de siete largos años (no hemos inventado nada). Nuestro hombre se metió a conspirador y se dedicó a instigar a los políticos de Maine para arrebatar Canada del control británico o, en su defecto, ampliar los límites del Estado hacia el Norte. Así que fue uno de los intervinientes en los conflictos de los años finales de esa década, a resultas de los cuales se fijó la frontera de Maine con Canadá (que es uno de los asuntos que me propongo revisar). Pero su participación no acabó bien y tuvo que salir por patas. Se fue a Texas, donde regresó al ejercicio de la arquitectura (construyó la catedral neogótica de Santa María, en Galveston), pero mantuvo sus aficiones militares y sus ansias expansionistas (guerra contra México). En 1850 murió en una confrontación con los apaches; tenía cuarenta y siete años.
Llevo un rato paseando entre lápidas blancas bien alineadas sobre césped bien cuidado y algo no me acaba de cuadrar: ciertamente éste es un cementerio jardín, pero me parece demasiado sencillo, carece de la exuberancia vegetal que vi hace años en Mont Auburn, que se supone su modelo. De pronto me doy cuenta de que estoy en un recinto católico y, según mis datos, Mount Hope fue bendecido por dos reverendos de distintas iglesias protestantes. Por fin diviso a alguien en esta solitaria pradera, una mujer mayor que limpia una tumba; me acerco y le pregunto. No, no estoy en el cementerio que viene en los libros, el que en su día estudié, sino en Mount Pleasant, católico, en efecto. El catolicismo llegó a Bangor con los inmigrantes irlandeses. En la década de los veinte, cuando algunos irlandeses empezaron a llegar a Bangor (la mayoría optaba por las vecinas provincias canadienses), los religiosos católicos más cercanos eran los que regentaban la misión que fundaron los jesuitas franceses casi cien años antes en Old Town para los abenaki, unos veinte kilómetros río arriba. En todo caso, mientras fueron pocos se las fueron apañando con arreglos en precario (usando viviendas particulares para celebrar misas con sacerdotes de paso). Pero en 1832, Quebec y New Brunswick sufrieron epidemias de cólera y muchos irlandeses escaparon de Canada hacia el Sur; en agosto de ese año, en solo dos semanas, unos ochocientos de ellos, sucios, desastrados y hambrientos, se presentaron a las puertas de Bangor. Los habitantes de la ciudad, orgullosos descendientes de los colonos de Nueva Inglaterra, rechazaron a esos bárbaros que hablaban entre ellos una jerga incomprensible y que para mayor inri eran papistas. Pero los irlandeses se quedaron, al fin y al cabo, había necesidad de mano de obra barata en los aserraderos y ellos estaban dispuestos a dejarse explotar en aras de la prosperidad de la urbe. De modo que Bangor pasó a tener, en proporción significativa (en torno al 20%), demografía céltica. En esas condiciones, constituir una parroquia en Bangor pasó a ser una prioridad para el Obispado de Boston y a finales de ese mismo año se envió un cura fijo; a los pocos meses adquirió un solar y encargó la construcción de la que sería la primera iglesia católica de la ciudad, bajo la advocación de San Miguel; también se compró un lote al sur de la ciudad para cementerio propio, porque los católicos no debían ser enterrados en suelo protestante. Una década después, la Gran Hambruna irlandesa (causada por una terrible plaga que arruinó las cosechas de patata), además de provocar más de dos millones de muertes, generó la emigración forzada de muchísimos de ellos. Así que hacia principios de la década de los cincuenta, la población católica de Bangor había crecido desmesuradamente (también la ciudad en su conjunto, que ya rondaba los quince mil habitantes) y era necesario ampliar las instalaciones. Se vendió la iglesia de San Miguel (que fue demolida) y se construyó la de San Juan, en York street, que aún existe. También se necesitaba un nuevo cementerio, por lo que se adquirieron 14 acres casi adyacentes al río Kenduskeag y en 1855 empezaron los enterramientos. Éste sí es el cementerio en el que estoy, que fue ampliándose en años sucesivos hasta las casi 28 hectáreas actuales.
En resumen, que he pasado cuarenta minutos pateando un cementerio que no es el que creía. En cualquier caso, ha sido un rato agradable, placentero, tal como promete su nombre. Por cierto, descubro que hay un montón de cementerios con este nombre, al menos en el Noreste de Estados Unidos y Canada (por ejemplo, el de Toronto, también católico). Busco en Maps el cementerio de Mount Hope y descubro que está a unos siete kilómetros, al noreste de la ciudad, remontando el Penobscot. Para llegar hasta ahí, hay que pasar por el centro urbano, así que primero me detendré en el hotel.
Llevo un rato paseando entre lápidas blancas bien alineadas sobre césped bien cuidado y algo no me acaba de cuadrar: ciertamente éste es un cementerio jardín, pero me parece demasiado sencillo, carece de la exuberancia vegetal que vi hace años en Mont Auburn, que se supone su modelo. De pronto me doy cuenta de que estoy en un recinto católico y, según mis datos, Mount Hope fue bendecido por dos reverendos de distintas iglesias protestantes. Por fin diviso a alguien en esta solitaria pradera, una mujer mayor que limpia una tumba; me acerco y le pregunto. No, no estoy en el cementerio que viene en los libros, el que en su día estudié, sino en Mount Pleasant, católico, en efecto. El catolicismo llegó a Bangor con los inmigrantes irlandeses. En la década de los veinte, cuando algunos irlandeses empezaron a llegar a Bangor (la mayoría optaba por las vecinas provincias canadienses), los religiosos católicos más cercanos eran los que regentaban la misión que fundaron los jesuitas franceses casi cien años antes en Old Town para los abenaki, unos veinte kilómetros río arriba. En todo caso, mientras fueron pocos se las fueron apañando con arreglos en precario (usando viviendas particulares para celebrar misas con sacerdotes de paso). Pero en 1832, Quebec y New Brunswick sufrieron epidemias de cólera y muchos irlandeses escaparon de Canada hacia el Sur; en agosto de ese año, en solo dos semanas, unos ochocientos de ellos, sucios, desastrados y hambrientos, se presentaron a las puertas de Bangor. Los habitantes de la ciudad, orgullosos descendientes de los colonos de Nueva Inglaterra, rechazaron a esos bárbaros que hablaban entre ellos una jerga incomprensible y que para mayor inri eran papistas. Pero los irlandeses se quedaron, al fin y al cabo, había necesidad de mano de obra barata en los aserraderos y ellos estaban dispuestos a dejarse explotar en aras de la prosperidad de la urbe. De modo que Bangor pasó a tener, en proporción significativa (en torno al 20%), demografía céltica. En esas condiciones, constituir una parroquia en Bangor pasó a ser una prioridad para el Obispado de Boston y a finales de ese mismo año se envió un cura fijo; a los pocos meses adquirió un solar y encargó la construcción de la que sería la primera iglesia católica de la ciudad, bajo la advocación de San Miguel; también se compró un lote al sur de la ciudad para cementerio propio, porque los católicos no debían ser enterrados en suelo protestante. Una década después, la Gran Hambruna irlandesa (causada por una terrible plaga que arruinó las cosechas de patata), además de provocar más de dos millones de muertes, generó la emigración forzada de muchísimos de ellos. Así que hacia principios de la década de los cincuenta, la población católica de Bangor había crecido desmesuradamente (también la ciudad en su conjunto, que ya rondaba los quince mil habitantes) y era necesario ampliar las instalaciones. Se vendió la iglesia de San Miguel (que fue demolida) y se construyó la de San Juan, en York street, que aún existe. También se necesitaba un nuevo cementerio, por lo que se adquirieron 14 acres casi adyacentes al río Kenduskeag y en 1855 empezaron los enterramientos. Éste sí es el cementerio en el que estoy, que fue ampliándose en años sucesivos hasta las casi 28 hectáreas actuales.
En resumen, que he pasado cuarenta minutos pateando un cementerio que no es el que creía. En cualquier caso, ha sido un rato agradable, placentero, tal como promete su nombre. Por cierto, descubro que hay un montón de cementerios con este nombre, al menos en el Noreste de Estados Unidos y Canada (por ejemplo, el de Toronto, también católico). Busco en Maps el cementerio de Mount Hope y descubro que está a unos siete kilómetros, al noreste de la ciudad, remontando el Penobscot. Para llegar hasta ahí, hay que pasar por el centro urbano, así que primero me detendré en el hotel.
Muy disfrutable,gracias por el paseo. Es increible el inmenso bosque virgen, a la Thoreau, que es Maine.
ResponderEliminarPrecisamente el libro Los bosques de Maine de Thoreau es una de las referencias de esta serie de posts. En el próximo capítulo ya lo menciono.
EliminarA veces se nos escapan en España estos problemas relacionados con los cementerios de diferentes prácticas religiosas. Me has hecho recordar con tu anécdota el famoso cementerio judío de Praga, orgullo de la ciudad, como ejemplo de cuando una fe minoritaria en una ciudad resalta en su arquitectura.
ResponderEliminarEn realidad, en España, desde hace ya bastante tiempo la mayoría de los cementerios son "civiles", en tanto competencia municipal. Aún así, ciertamente, siguen pesando las tradiciones sobre "enterrar en sagrado", etc.
EliminarTienes a tu padre en la Sacramental de San Isidro. Menuda elegancia. Desde luego es un cementerio precioso, aunque según me han comentado (yo hace más de treinta años que no voy por allí) está bastante mal cuidado.
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