Son casi las tres de la tarde, el sol primaveral todavía está alto. Sé que tras el límite Norte del cementerio discurre el Kenduskeag (los yanquis le dice stream, que es sustantivo que reservan para los ríos estrechos; podría traducirlo como arroyo o torrente, pero tras verlo decidí que para mí era un río, aunque fuera pequeño). Me apetecería caminar hacia el centro de la ciudad por su margen pero, aunque en la foto aérea de Maps parece que de Mount Pleasant sale un sendero que entre árboles llega hasta la orilla, prefiero no arriesgarme, y menos cargado con la mochila (la otra ribera sí que va acompañada de una vía). Así que vuelvo a salir por el acceso que queda frente a la calle 16 –el mismo por el que entré– y camino hacia el Sureste por Ohio Street y cruzo por encima la ya mentada interestatal 95. El paisaje no cambia apenas: a mi izquierda sigue el cementerio (un camposanto cruzado por una autopista) y a mi derecha casas unifamiliares de madera, de dos plantas y tejados a dos aguas que dejan adivinar la existencia de una buhardilla bajo cubierta. Todas tienen los listones horizontales de las fachadas pintados de blanco y la puerta de la planta baja elevada cuatro escalones respecto del terreno (unos cinco metros de césped abierto a la acera, lo que en España llamamos el retranqueo frontal pero que entre nosotros siempre está férreamente cercado). Esa pequeña elevación de las plantas bajas deja adivinar que todas las casas tienen sótanos (asoman los tragaluces a ras de terreno), ya no de madera sino de ladrillo. El sótano protector, pienso, recordando tantas películas americanas en las que la naturaleza desata su furor destructivo (pero hoy el tiempo está espléndido y nada evoca esos desastres). Doblo a la izquierda por la calle 14, bordeando el límite oriental de Mount Pleasant. Este tramo, en curva y ligera cuesta abajo, está flanqueado de multitud de árboles –pinos blancos americanos, arces canadienses, abetos, abedules y sauces, son los que más abundan–, lo que genera muy agradables sensaciones al caminante; lástima que no haya aceras, lo que me obliga a caminar por el mínimo arcén, junto a la barrera. Compruebo que la masa arbolada a mi izquierda es el Kenduskeag Stream Park y justo entonces empiezo a escuchar el rumor del agua, advirtiéndome de la presencia cercana del río. En breve, la calle 14 (que de calle tiene poco) desemboca en la Valley Avenue que viene desde aguas arriba por la otra orilla del Kenduskeag y acaba de cruzarlo pocos metros antes. Se trata también de un viario con sección más de carretera que de calle urbana (aunque con la velocidad limitada a 25 millas por hora), pero, eso sí, en el lado izquierdo en el sentido de mi marcha, separado por tres líneas de cables y una franjita de césped, discurre un camino junto a una frondosa muralla arbórea; detrás de los árboles, el río. Este sendero (el Kenduskeag Stream Trail) bordea el río desde el centro urbano (a pocos metros de la desembocadura en el Penobscot) hasta casi tres kilómetros aguas arriba y, por lo visto, es muy del agrado de los bangorianos para hacer ejercicio físico. Lo estoy cogiendo más o menos a la mitad de su recorrido. Si lo sigo, llegaré al centro a través de un recorrido delicioso pero no pasaré por la casa de Stephen King: Ya la veré en otro momento.
Tenía curiosidad por conocer el Kenduskeag porque aquí fue donde, en 2005, se conocieron Julio y Suze, una pareja de arquitectos que trabajó conmigo hace unos años y con los que trabé buena amistad. Julio es un asturiano que a mediados de los noventa se vino a Canarias a estudiar la carrera; durante ésta se hizo muy amigo de un chaval tinerfeño, tanto que al finalizarla ambos decidieron asociarse y montar un estudio profesional en la Isla. Hay que aclarar que el socio de Julio estaba muy bien conectado con el mundillo inmobiliario y por entonces se vivía el boom de la construcción; o sea, que a ambos les fue muy bien casi desde el principio. Así que Julio estaba encantado en Tenerife aunque había una cosa, solo una, de la que se quejaba: la isla carece de ríos para hacer rafting, una afición que le apasionaba. De modo que, como venía haciendo desde que se trasladó al archipiélago, cada poco tiempo (especialmente en primavera) se escapaba una semanita a algún río de aguas bravas a descenderlo en su K1 e inyectarse las dosis necesarias de adrenalina. En septiembre de 2004 consiguió una beca para cursar un master de arquitectura paisajística nada menos que en Harvard. Al poco tiempo de residir en Cambridge (el de Massachusetts, claro) ya se había enterado que desde los años sesenta se celebraba el inicio de la primavera con el descenso del Kenduskeag y que esa carrera se había convertido en la más importante de Nueva Inglaterra y en una de las más famosas de todo el país. Así que al siguiente tercer fin de semana de abril, el bueno de Julio se presentó con una canoa prestada en el pueblo de Kenduskeag (poco más de un millar de residentes) para participar en el descenso. Informo para quien le interese (yo de rafting no sé casi nada), que el descenso son veintiséis kilómetros y medio y de esa longitud la mayor parte son aguas tranquilas; pero el resto cuenta con tramos rápidos de grados I, II y III. Es decir, no es una carrera exigente y tiene más de acontecimiento festivo que de prueba deportiva; aún así, teniéndola a “solo” cuatrocientos kilómetros Julio se sentía en la obligación de participar. O a lo mejor, su afición palista fue la excusa que buscó el destino para que fuera a Maine ese fin de semana y conociera a una nativa de Bangor que estudiaba el último año de arquitectura en la Universidad de Maine en Augusta, la capital del Estado. Suze, en esas fechas, estaba pasando una mala época, consecuencia de la ruptura con el que había sido su novio desde la high school y, para animarla, sus amigos la habían llevado casi a rastras a disfrutar de la Kenduskeag Stream Canoe Race de ese año. Y como sucede en las novelas románticas, la princesa triste conoce al extranjero apuesto y mágicamente surge la mutua atracción. En realidad, la cosa no fue tan instantánea, pero afortunadamente había tiempo por delante y cuando, al llegar el verano de 2005, Julio tuvo que volver a Canarias, ya estaban bastante enganchados. Unos meses después, con el título de arquitecta en la maleta, Suze lo siguió y hasta hoy … Doce años juntos, pareja sentimental y profesional, dos niños. Y fue aquí, en este río a cuya ribera he llegado, donde se conocieron.
Sin embargo, a primera vista, no veo cómo acceder al río, sé que está ahí enfrente, pero una densa barrera de árboles me impide el paso. Camino pues aguas arriba por la Valley Avenue, alejándome del centro urbano. A unos pocos metros llego a un apartadero donde se detienen los coches; desde ahí, un paso permite descender hasta el sendero. Por fin puedo ver directamente el Kenduskeag, desde un punto que ha sido acondicionado como mirador y cuenta con un panel donde te informan de la fauna y la flora del lugar. El río discurre unos cincuenta metros abajo, formando un meandro; estoy sobre un acantilado de roca en gran parte cubierto de vegetación que se llama “el salto de los amantes” (Lover’s leap). Hay varias leyendas sobre el origen de este nombre, la más melodramática escrita en un poema de Walter Allan Rice, que refiere que el hijo de uno de los primeros colonos de la zona y la hija de un jefe abenaki se enamoraron, pero su relación fue terminantemente vetada por ambas familias, de modo que se vinieron aquí y, cogiditos de la mano, se arrojaron al río. Se parece bastante a la historia de Pocahontas, pero tampoco hay que ser demasiado exigentes con la veracidad de las leyendas. Desde aquí se ve que el río no es muy profundo y que tiene muchas rocas en su lecho (o sea, que los posibles amantes se abrirían las crismas tras el salto). Desde luego, un paisaje precioso, como lo es siempre el de cauces fluviales corriendo libres. Hasta no hace muchas décadas, en este río había varios aserradores, que no solo afearían el paisaje sino que contaminarían las aguas. Afortunadamente ya no quedan y el torrente ha recuperado en gran medida su naturalidad. Por aquí anduvo nada menos que Henry David Thoreau a mediados del XIX (su libro Los bosques de Maine, de 1864, es la compilación revisada de los diarios de esos viajes). Puede que en su época, en pleno boom maderero, el aspecto del Kenduskeag no fuera mejor que el que presenta actualmente. He conseguido una antigua foto del lugar, no muy posterior a la muerte de Thoreau, de 1870. Por cierto, es gracias a ese libro que me entero del significado del nombre Kenduskeag, obviamente una palabra abenaki. El pasaje sucede en la noche del lunes 18 de septiembre de 1853, durante el segundo viaje a Maine de Thoreau. Lleva seis días desde la partida de Boston; vuelve en canoa desde el lago Chesuncook remontando el río Penobscot (sí, el mismo que pasa por Bangor) y se detienen en el campamento de tres indios que andan cazando por la zona. Mientras descansan preparando los cuernos para salir a cazar alces pasada la medianoche, Thoreau los oye hablar en lengua algonquina, maravillándose ante ese “sonido pura y originalmente americano … del que yo era incapaz de entender una sola sílaba”. Al rato, les empieza a preguntar por el significado de algunos topónimos, y aunque con disensos entre los indios, coincidieron finalmente en que Kenduskeag quería decir “río de la anguila pequeña”. Me referiré más adelante a las anguilas; baste de momento que parece que estos extraños peces ya formaban parte de la dieta de los nativos americanos del estado de Maine.
Me ha encantado el post. Una de las cosas más difíciles de traducir idiomas es cuando en una lengua se hacen distinciones que en otra no existen, aunque en el caso de gradaciones de tamaño, tiempo y demás siempre puede establecerse un criterio objetivo y seguirlo.
ResponderEliminarSupongo que te refieres al término stream. En realidad, como digo, podría traducirse por arroyo, pero es que a mí el Kenduskeag me pareció un río, no un arroyo. Me alegra que te haya gustado el post.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarSincronicity. Pensaba en Ralph Waldo Emerson, vi que fue maestro de Thoreau y pensé que este ilustraba mejor la sensación que me produce ese enorme bosque al lado de Nueva Inglaterra.
ResponderEliminarMe encanta este viaje que cuentas.
Le hablo al arquitecto: por lo que pude encontrar los sótanos de esa zona se hacen para llevar los cimientos y desagües debajo de la profundidad de congelamiento, y ya que están, como depósito y piso de servicios: caldera, leñera, etc. Bueno, ahora se usan además para expatriar adolescentes o para los juegos del niño crecido que es el dueño.
Me alegro que te guste. Lo de llevar los cimientos por debajo de la profundidad de congelamiento no lo había oído nunca (te diré que por estos lares no se congela nada y, además, hace muchos años que dejé la construcción)
EliminarPuedo corregir por synchronicity? o poner sincronicidad? disculpas
EliminarEn el aspecto forestal y pese a las barbaridades cometidas en el XIX por sobrexplotación, Norteamérica es infinitamente más espléndida que Europa, no digamos la mayoritariamente seca España. Norteamérica tiene, por ejemplo, una cien especies distintas de robles frente a las escasas treinta europeas, y más de mil coníferas frente a las cien de Europa. La razón es biogeográfica y en concreto orográfica: las principales cadenas europeas: Pirineos, Alpes, Cárpatos, Caucaso, son transversales, longitudinales de Este a Oeste y funcionaron como barreras en el avance y retroceso de los hielos de las glaciaciones cuaternarias, provocando muchas extinciones. En cambio, en América son latitudinales, de norte a sur, como las Rocosas, los Apalaches, Sierra Nevada y al sur los Andes, de manera que en esos mismos avances de hielos funcionaron las cordilleras como refugios y no barreras, deslizándose hacia el norte o al sur por las cumbres las especies forestales. Perdón por el excurso
ResponderEliminarExcurso interesante. Ahora me quedo preguntándome por qué las formaciones montañosas fueron en un sentido en Europa y en otro en América.
EliminarNo está muy claro; cuestión de placas téctonicas y demás, pero el hecho es que es así y que eso ha condicionado una tasa de extinciones -un antes y después en las cordilleras- mucho más alta durante las glaciaciones en Europa que en América
EliminarNo sabía esa función de las anguilas, pero me da que entre los indios algonquinos tampoco era conocida (o quizá, sí, habrá que investigarlo). De todos modos, si traigo a cuento a estos pececitos es simplemente para explicar el origen del nombre del río a cuya vera paseo. El Kenduskeag en primavera lleva bastante agua, aunque hay tramos de poca profundidad.
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