Después de un rato en el mirador de Lover’s Leap, me pongo a caminar por el sendero en sentido descendente, hacia el centro de la ciudad. Es una pista de tierra apisonada y gravilla, con muy poco desnivel, que discurre entre pinos. Llevo el Kenduskeag a mi izquierda, en este tramo con las aguas tranquilas y aparentemente más profundas. Enseguida alcanzo un área de descanso, con una mesa de madera preparada para picnic; muy cerca, un panel informativo sobre la fauna y flora del lugar. Oigo el murmullo del agua y trinos de pájaros. A unos quinientos metros, el sendero confluye en el puente de la calle Harlow y, por una estrecha acera, cruzo la corriente; al final del puente, un paso de peatones y una señal amarilla me dirigen a retomar el Kenduskeag stream trail. Pero antes de cruzar Harlow Street veo un poco más adelante, sobre el mismo lado de la calle, un edificio aislado que me llama la atención. Es un paralelepípedo de dos plantas; la baja, adosada por su fachada trasera al muro de piedra que abancala el terreno de bosque que hay a su espalda, es de ladrillo con ventanas rehundidas de carpinterías blancas y, en un extremo, la puerta en arco de medio punto. La segunda planta está estucada en un gris azulado y adornada con medallones y otros motivos en escayola, bastante horterillas para mi gusto. Sobre la cubierta un lucernario de gran tamaño, a través del cual se iluminará todo el piso alto. Se edificó en 1895 para albergar la sede central de Morse & Co, la empresa maderera que tuvo más trabajadores en la época dorada de este negocio en Bangor (y la última en desaparecer); desde 1973 está catalogado en el National Register of Historic Places. Satisfecha mi curiosidad profesional, continuo por el sendero, ahora con el agua a mi derecha. Los árboles hacia el río son magníficos: hay acacias, arces rojos y plateados, olmos blancos; el sendero sigue siendo de tierra, protegido por una valla de madera en el borde que cae hacia la corriente. Pero también se nota que nos vamos acercando al corazón de la ciudad porque a mi izquierda van apareciendo edificios (paso por sus fachadas traseras), el último, un gran centro comercial. Justo al final de éste, enfrente de un espacio de aparcamiento, aparece una pasarela peatonal que vuelve a cruzar el río. Se trata de un puente de hierro y madera que construyeron a mediados de los ochenta en sustitución del antiguo Morse Bridge, un puente de madera completamente cubierto que fue destruido en un incendio provocado. Más tarde busqué imágenes del antiguo puente y ciertamente era una preciosidad; una pena. El puente desaparecido lo hicieron en los años ochenta del XIX y, por el nombre, supongo que corrió a cargo de la Morse & Co, cuyo edificio principal acabo de dejar atrás.
El tramo por el que ahora discurro, de vuelta en la orilla derecha del Kenduskeag, es bastante boscoso y con algo más de cuesta. Al cabo de medio kilómetro llego al puente de la calle Franklin, que es donde oficialmente acaba (o, mejor, empieza) el Kenduskeag stream trail: estoy en el centro de la ciudad. A partir de aquí, el río discurre encajado; apoyado en la baranda, mirando aguas abajo, tengo ante mí el triángulo central de la trama urbana del Bangor downtown definido por los tres puentes cercanos sobre el Kenduskeag: éste de la calle Franklin, el de Central Street y el de Hammond Street. Bajo ellos, siguiendo la curva del río, se dispone una isla artificial (o dos, según se vea) convertida en parque urbano, es el Norumbega Parkway. Sobre estas plataformas en el cauce fluvial se erigían desde la década de 1850 dos importantes edificios públicos: el que albergaba las dependencias de la Aduana y las oficinas de Correos (Bangor’s Custom House/Post Office) y el Norumbega Hall un imponente inmueble destinado a saciar la sed de cultura de los enriquecidos bangorianos de la segunda mitad del XIX. El Norumbega Hall se inauguró con un magnífico baile de gala al que asistieron dos mil personas; allí dictaron conferencias los más ilustres intelectuales de Nueva Inglaterra –como Oliver Wendell Holmes y Ralph Waldo Emerson–, representaron obras de teatro los mejores actores del momento (como Edwin Booth que se convirtió en el más reconocido intérprete de Hamlet pero quizá su mayor fama provenga de ser el hermano del asesino de Lincoln), clamaron los políticos sus mítines electorales, entre ellos el vecino de Bangor, Hannibal Hamlin, que fue vicepresidente de los Estados Unidos con Lincoln. Estos dos monumentales y adyacentes edificios, ambos de factura neoclásica, desaparecieron en el gran incendio de 1911. Este incendio fue una de las mayores catástrofes de la historia de Bangor: empezó el sábado 30 de abril por la tarde en Broad Street (justamente en la calle en la que tengo reservado alojamiento) y los fuertes vientos impulsaron violentamente las llamas hacia el Norte de modo que a las pocas horas el centro urbano era una inmensa hoguera cuyo resplandor en el cielo nocturno podía verse desde Belfast, un pueblo en la desembocadura del Penebscot, cincuenta kilómetros al Sur. Casi trescientas viviendas, un centenar de negocios y seis iglesias fueron destruidas, además de éstos y otros edificios públicos. La ciudad se volcó en su reconstrucción, pero estos dos edificios no volvieron a levantarse (solo quedan las fotos, como la que adjunto). En su lugar un parquecillo urbano que más es una especie de plaza-bulevar bordeada por dos canales con paredes de granito y hormigón y entre las plantas sótano de edificios de ladrillo. Norumbega Parkway data de 1933, gracias a la financiación de uno de los magnates de la madera de Bangor, Luther Pierce. En su inicio, el parque consistía en una simple extensión de césped con bancos apoyados contra las paredes de hormigón y unos cuantos arbustos. Poco a poco, se fue enriqueciendo, destacando la estatua de la Victoria (Lady Victory) donada en 1939 por los veteranos de la Gran Guerra. Se trata de una escultura de Charles Tefft (1874-1951), notable artista de la época, oriundo de Brewer, el municipio vecino a Bangor, al otro lado del Penebscot. Me planto delante de esta señora en bronce con túnica ceñida a la cintura, expresión adusta y los dos brazos levantados sosteniendo lo que parecen ser sendas antorchas que en sus extremos tienen, bajo ampollas de vidrio, unas bombillas. La verdad, el monumento no se me antoja de mucho valor artístico y el detalle de las luminarias un pelín cursi.
¿Por qué los ciudadanos notables del Bangor de mediados del XIX bautizaron Norumbega a su flamante edificio cívico? Para reivindicar un topónimo legendario, un nombre que aparecía en algunos mapas del XVI refiriéndose al territorio de Maine o incluso a una ciudad que estaría en donde luego se ubicó Bangor. Parece que el primero que usa esta denominación fue Joao Afonso (1484-1544), un experimentado navegante portugués que en sus años de madurez se puso al servicio de Francisco I y por cuenta de la corona de Francia exploró e intentó colonizar las tierras atlánticas de Canadá durante los años 1542 y 1543. En el mapa de Abraham Ortelius de 1570 y en el de Cornelius van Wytfliet de 1597, se lee en efecto este nombre sobre un territorio que, con las imprecisiones propias de la cartografía del XVI, podría corresponderse con el actual Maine. Ahora bien, quien otorgó eterna fama a la misteriosa Norumbega fue un marino inglés llamado David Ingram. Este hombre se enroló en la flota del sanguinario corsario y traficante de esclavos John Hawkins. El 23 de septiembre de 1568, nuestro hombre participó en la batalla de San Juan de Ulúa, un puerto y fortaleza de la Nueva España, que es la actual Veracruz. La armada española derrotó a las flotas combinadas de Drake y Hawkins, y éste escapó de milagro solo con dos barcos. Pero las provisiones que le quedaban a Hawkins eran insuficientes para alimentar a todos sus marineros, de modo que se detuvo en Tampico, algo más al Norte en la misma costa del Golfo de México y abandonó en tierra a unos cuantos, Ingram entre ellos. Al día siguiente, estos hombres se pusieron a caminar hacia el Norte, para evitar se capturados por los españoles. Pero no fueron españoles sino indios quienes los atacaron, robándoles, matando a unos cuantos y permitiendo a los demás que siguieras en más desesperadas condiciones. Entonces los supervivientes se dividieron: la mayoría optó por dirigirse al Oeste, pero Ingram con otros dos compañeros prefirió enfilar hacia el Norte. Caminaron sin descanso en esa dirección, recibiendo ayuda de indios hospitalarios y alimentándose las más de las veces de bayas silvestres. Al final, entraron en la región de Norumbega y fueron bien recibidos por los indios y alojados en su capital, una ciudad en la que, según narró Ingram años más tarde, “vio reyes adornados con rubíes de seis pulgadas de largo, lo transportaron sobre sillas de plata y cristal, con piedras preciosas incrustadas, las perlas eran abundantes como guijarros, y los nativos cargaban pesados ornamentos de oro y plata. La ciudad de Bega tenía tres cuartos de milla de largo y las calles más anchas que las de Londres; algunas casas tenían pilares macizos de cristal y plata”. Lo cierto es que once meses después de ser abandonado en Tampico, Ingram y sus dos colegas fueron recogidos por un velero francés en las costas de Nueva Escocia, a casi cinco mil kilómetros. Trece años después, en 1582, los cuentos de Ingram fueron recogidos en un libro sobre viajes ingleses al Nuevo Mundo, con el efecto de estimular la imaginación y animar las voluntades de descubrir ese nuevo El Dorado, éste en latitudes bastante más norteñas. En todo caso, la realidad se impuso y las fantasías de aquel marino inglés fueron olvidadas, pero no el nombre mítico que se reivindicó en el XIX, tanto en Maine como en Boston. La historia tuvo quizá más chicha en Massachusetts, por lo que la dejo para otro momento. Tan solo apuntar, a modo de coda, que el revival de esta toponimia legendaria entre los ciudadanos acomodados de Nueva Inglaterra mucho tuvo que ver con el rechazo a los recientes inmigrantes católicos. Así, rechazando la etimología algonquina del topónimo, se empezó a sostener que el nombre aludía a una primera colonización de las costas de América septentrional por los noruegos, una manera de señalar los mayores derechos sobre el continente de una raza nórdica (que luego sería protestantes) frente a la de Colón, un latino católico. La estupidez humana, ya se sabe, es infinita.
Me ha gustado especialmente la historia de Ingram. Da que pensar en qué hubiera pasado si los nativos americanos hubieran podido presentar una unidad más sólida frente a los exploradores europeos: quizás se habrían instalado colonias europeas, pero los Estados Unidos fueran un crisol de los descendientes de sus primeros pobladores.
ResponderEliminarP.D: Se te ha colado un "orterilla" en la descripción del edificio con forma de paralelelípedo.
Los nativos norteamericanos, por lo que sé, eran pocos y dispersos, con estructuras sociales débiles. Muy distinta era la situación en México y los Andes, pero también es verdad que los europeos llegaron en momentos de crisis. No termino de entender, en todo caso, lo que quieres decir en cuanto a las consecuencias hipotéticas.
EliminarSe me coló, sí. Gracias por la advertencia; ya está corregido el error.
Pues a una ucronía en el sentido formal del término, ¡claro!
EliminarUcronía ya lo entendí, claro. Lo que no me queda claro es en qué consiste la ucronía. ¿En que la mayoría de la actual pobción norteamericana sería mestiza con sangre india, algo así como ocurre en los países andinos, por ejemplo?
EliminarMás bien me refiero a que fueran nativos americanos, por eso he dicho "primeros pobladores" (veo la expresión un poco larga y tampoco me gusta amerindio).
EliminarEn tus islas Canarias al pirata Hawkins se le conocia como 'Aquines', una castellanización del nombre.
ResponderEliminarPor otra parte, las exageraciones de Ingram eran una táctica habitual de aventureros y exploradores (la 'posverdad' no es asunto sólo de hoy), quizás para asegurarse no sólo notoriedad sino la posibilidad de que se les finaciara nuevas exploraciones.
Sabía que a Hawkins le gustaba venir a fastidiar por estos lares pero no la castellanización de su nombre.
ResponderEliminarEn el caso de Ingram, un marinero de a pie, más que conseguir financiación de nuevos viajes, las exageraciones tendrían como única dinalidad llevarse unas cuantas monedas a su bolsillo.
Sí que desbarras, sí, tanto que casi blasfemas. En cuanto al por qué de los puentes techados, pues ni idea, pero no negarás que son bonitos. En todo caso, el que pongo en la foto ya no existe.
ResponderEliminar