Recorro el Norumbega Parkway hacia el Sureste y salgo al Puente de State Street. Estoy en el escenario de uno de los más trágicamente célebres crímenes homófobos –crimen de odio– de los Estados Unidos; ocurrió el 7 de julio de 1984.
Charlie Howard nació en Portsmouth, New Hampshire, en enero de 1961. Desde muy pequeño, a causa de su afeminamiento, fue maltratado y acosado; de hecho, no asistió a su propia graduación en la high school para evitar que sus familiares fueran testigos de los insultos y burlas que le inferían sus compañeros. No fue a la universidad pero se mudó desde su localidad natal a Maine, primero a Ellsworth y luego, al romper con su pareja, a Bangor; era enero de 1984. En la ciudad encontró algunos jóvenes que lo ayudaron y, sobre todo, se integró en el grupo de la Iglesia Unitaria de Union Street, prácticamente el único lugar de Bangor en el que los homosexuales se podían sentir libres de presiones, intercambiar abiertamente sus pensamientos y emociones. Hay que darse cuenta de que en esos tiempos (no tan lejanos, en realidad) muy pocos eran los homosexuales que se atrevían a declarar su condición, la gran mayoría la ocultaba, conscientes de que “salir del armario” les traería graves problemas. Charlie, sin embargo, mostraba abiertamente que era gay, incluso comportándose de modo extravagante (y escandaloso) para la época: se maquillaba, se ponía adornos femeninos, le encantaba cantar temas reivindicativos (como el conocido “I am what I am” que en esos días era uno de los éxitos del musical La cage aux folles de Broadway). Así que en los pocos meses que llevaba en Bangor, Charlie se había hecho conocido y sufrido unos cuantos incidentes desagradables: que le expulsaran de un club por bailar con un hombre, que una señora lo abordara en el mercado para espetarle que era un pervertido, que los chavales de un instituto le gritaran insultos (maricón, sobre todo). Pero, sin duda, lo más terrible hasta ese día había sido que estrangularan a su gato. En fin, ése era el ambiente de intolerancia que se vivía en Bangor (y probablemente en casi todos los Estados Unidos: eran los años del inicio del sida, una enfermedad que se creía reservada a los homosexuales, como castigo divino por sus depravaciones; ni siquiera Rock Hudson había aún reconocido su naturaleza) y desde luego Charlie lo sabía. Imagino que tendría miedo, pero no por ello se negó a sí mismo.
Charlie Howard nació en Portsmouth, New Hampshire, en enero de 1961. Desde muy pequeño, a causa de su afeminamiento, fue maltratado y acosado; de hecho, no asistió a su propia graduación en la high school para evitar que sus familiares fueran testigos de los insultos y burlas que le inferían sus compañeros. No fue a la universidad pero se mudó desde su localidad natal a Maine, primero a Ellsworth y luego, al romper con su pareja, a Bangor; era enero de 1984. En la ciudad encontró algunos jóvenes que lo ayudaron y, sobre todo, se integró en el grupo de la Iglesia Unitaria de Union Street, prácticamente el único lugar de Bangor en el que los homosexuales se podían sentir libres de presiones, intercambiar abiertamente sus pensamientos y emociones. Hay que darse cuenta de que en esos tiempos (no tan lejanos, en realidad) muy pocos eran los homosexuales que se atrevían a declarar su condición, la gran mayoría la ocultaba, conscientes de que “salir del armario” les traería graves problemas. Charlie, sin embargo, mostraba abiertamente que era gay, incluso comportándose de modo extravagante (y escandaloso) para la época: se maquillaba, se ponía adornos femeninos, le encantaba cantar temas reivindicativos (como el conocido “I am what I am” que en esos días era uno de los éxitos del musical La cage aux folles de Broadway). Así que en los pocos meses que llevaba en Bangor, Charlie se había hecho conocido y sufrido unos cuantos incidentes desagradables: que le expulsaran de un club por bailar con un hombre, que una señora lo abordara en el mercado para espetarle que era un pervertido, que los chavales de un instituto le gritaran insultos (maricón, sobre todo). Pero, sin duda, lo más terrible hasta ese día había sido que estrangularan a su gato. En fin, ése era el ambiente de intolerancia que se vivía en Bangor (y probablemente en casi todos los Estados Unidos: eran los años del inicio del sida, una enfermedad que se creía reservada a los homosexuales, como castigo divino por sus depravaciones; ni siquiera Rock Hudson había aún reconocido su naturaleza) y desde luego Charlie lo sabía. Imagino que tendría miedo, pero no por ello se negó a sí mismo.
I am what I am - Gloria Gaynor (I am Gloria Gaynor, 1984)
Vamos a ese sábado 7 de julio del 84. Bangor estaba de fiesta, la ciudad celebraba su 150 aniversario con varios espectáculos. Charlie había asistido a una cena en la Iglesia Unitaria; hacia las diez y media de la noche salió con su amigo Roy Ogden; iban caminando cogidos del brazo hacia el edificio federal Margaret Chase Smith en Harlow Street para recoger el correo de Howard en su buzón postal. Llegan al puente de Hammond Street (o de State Street que es la continuación) y empiezan a cruzar el Kenduskeag. Y en este punto me pregunto por qué los chicos eligieron esa ruta. Si nos fijamos en el plano que adjunto, para ir desde la Iglesia Unitaria al Margaret Chase, lo más directo habría sido subir por las calles Columbia y Franklin (cruzando el río por el puente de esta última) y doblar a la izquierda en Harlow Street: 800 metros y 11 minutos, según el Google Maps. Tampoco habría sido muy ilógico que subieran por las calles Main y Central (cruzando el Kenduskeag por ésta) y de nuevo doblar a la izquierda al llegar a Harlow: el recorrido son 100 metros y un minuto de más, pero bueno. Lo que no parece tener mucho sentido es que al llegar al cruce de las calles Main y State, doblara a la derecha por ésta en vez de seguir por Central Steet. Obviamente tenían que saber que de esa manera alargaban el recorrido. Quizá ero eso lo que buscaban los dos amigos, demorar el disfrute de esa noche de verano; o, a lo mejor, alguno de ellos tenía especial preferencia por State Street. Lo cierto es que si hubieran escogido la ruta más corta, probablemente no habrían tenido el nefasto encuentro y a lo mejor Charlie sería hoy un cincuentón vivito y coleando. Pero basta, elucubrar sobre lo que pudo haber sido y no fue sólo conduce a la melancolía.
Tres chavales de instituto – Daniel Ness de 17 años, Shawn Mabry de 16, y James Francis Baines de 15– llevaban toda la tarde de fiesta en fiesta y bebiendo como cosacos. Iban en el coche de Mabry con dos chicas, buscando algún conocido mayor de edad para que les comprara más cerveza. Entraron al puente de la State Street. Si en 1984 el sentido del tráfico era como lo es ahora, vendrían del Oeste y, por lo tanto, verían a los chicos de espalda. Pero puede que hace treinta y tres años los sentidos del tráfico fueran otros, el coche viniera del Este y se los toparan de frente. Como fuera, los críos reconocieron a Charlie: Mirad, el mariconazo aquél, diría alguno, vamos a darle un escarmiento. Según confesaron luego a la policía, ya tenían cierta experiencia en agredir homosexuales, era seguramente una práctica varonil, de la cual fardar luego con los colegas. Mabry detuvo el coche y los tres saltaron a toda prisa al puente, dirigiéndose a los amigos. Eh, les gritaron, ¿sois maricas? No hubo mucha “conversación”, Charlie y Roy se asustaron (parece que el primero reconoció el coche de un incidente anterior) y corrieron hacia State Street. Roy logró cruzar el puente pero Charlie tropezó y cayó; trató de levantarse pero estaba sin aliento (sufría de asma). Los tres chavales se le echaron encima y empezaron a darle puñetazos y patadas. Tirémoslo al Kenduskeag, propuso alguien; y dos de ellos lo agarraron y lo izaron por encima de la baranda. Charlie estaba aterrado, se aferraba desesperadamente a la barandilla, suplicaba por su vida gritando que no sabía nadar. Pero les dio igual, riendo lo arrojaron al río, una caída de cuatro metros y luego hundirse en el agua. Los tres mata-maricones ni se molestaron en ver qué pasaba con su víctima; carcajeándose se metieron en el coche y arrancaron. Roy Ogden, que lo vio todo desde unos metros más allá, tiró de una alarma de incendios cercana. En poco tiempo llegaron bomberos que empezaron a buscar a Charlie; su cuerpo fue recuperado unos metros más abajo: había muerto ahogado, sufriendo en la agonía un ataque agudo de asma.
También a propósito de Charlie Howard he de traer a colación al más célebre vecino de Bangor. Varias de sus novelas se localizan en el pueblo imaginario de Derry, por el que pasa el no imaginario Kenduskeag. Así es en It, la más vendida de sus obras (más de cien millones de ejemplares), en la que el capítulo II –Después del Festival– narra el asesinato de un homosexual que caminaba acompañado de su amigo en julio de 1984 por tres adolescentes que lo arrojan al río Kendusleag. Transcribo parcialmente el primer epígrafe de este capítulo, en el que un policía está tomando declaración al amigo superviviente: “Harold Gardener (el policía) aceptaba como reales el dolor y el luto de Don Hagarty (el amigo), pero al mismo tiempo le resultaba imposible tomarlos en serio. Ese hombre, si hombre podía llamársele, tenía los ojos pintados y llevaba unos pantalones de satén tan ajustados que casi se le notaban las arrugas de la polla. Con luto o sin él, con dolor o sin dolor, era, después de todo, un simple marica. Igual que su amigo, el difunto Adrian Mellon. —Empecemos otra vez. Vosotros salisteis del «Falcon» y caminasteis hacia el canal. ¿Qué pasó entonces? —¿Cuántas veces tengo que repetirlo, pedazo de idiotas? ¡Lo mataron! ¡Lo empujaron al canal! ¡Para ellos sólo ha sido otra aventura en Macholandia! Don Hagarty se echó a llorar”. It se publicó en 1986, sólo dos años después del crimen, y la inclusión ficcionalizada del mismo fue para el escritor una manera de rendir homenaje a Charlie y reconocer el impacto que su muerte le produjo. En 2014 King declaró que “después de la muerte de ese joven inofensivo, la comunidad experimentó un período de autoexamen que todavía no ha terminado”. Y añadió que, cuando mira atrás aún seguía “sobrepasado por sentimientos de tristeza y vergüenza”.
Soy lo que soy - Sandra Mihanovich (Soy lo que soy, 1984)
El mal que hace la actitud calvinista (si te pasa algo malo, es que Dios te castiga) es incalculable. Es la filosofía perfecta del narcisista maligno: soy mejor que tú y además puedo hacerte daño, porque si soy más poderoso, es que Dios sabe que soy bueno. ¡Madre mía!
ResponderEliminarSí, aunque nunca he entendido muy bien como casa eso con la predestinación. En fin, si no creo en la católica, que es la verdadera, no voy a creer en otras.
EliminarSegún tengo entendido, porque Dios ya nos avisa en vida de que somos elegidos otorgándonos éxito económico y social... Demencial.
EliminarQue en el siglo XXI todavía haya gente que crea en seres invisibles que nos vigilan desde el cielo es demencial... dios no existe!!
EliminarSalir del armario sigue siendo duro hoy en día, puedo dar fe por experiencias muy cercanas. Pero desde luego, nada que ver con lo que tenía que ser a principios de los ochenta. Recuerda que estaba empezando el sida y había muchos encantados con la enfermedad que era un castigo de Dios para los depravados sodomitas.
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