Los leñadores, aserradores, tablistas y todos los demás trabajadores de los aserraderos eran los siervos del imperio de la madera; los del IWW (International Workers of the World) metieron la idea de la democracia industrial en la cabeza de Paul Bunyan; los agitadores del IWW decían que los bosques tenían que pertenecer a todo el mundo, decían que Paul Bunyan tenía que ser pagado con dinero auténtico en vez de vales de la compañía, debía tener un sitio decente donde secar su ropa empapada por el sudor de un día de trabajo a cero grados y en la nieve, una jornada de ocho horas, barracones limpios, comida suficiente; cuando Paul Bunyan volvió de ayudar a salvar la democracia europea de los Cuatro Grandes, se afilió al sindicato local de leñadores, a fin de ayudar a salvar la vertiente del Pacífico para los obreros. Los del IWW eran rojos. En este mundo no había nada que asustase a Paul Bunyan. (Ser rojo en el verano de 1919 era peor que ser alemán o pacifista en el verano de 1917).
Los amos de la madera, los reyes de los aserraderos, eran patriotas; habían ganado la guerra (en el curso de la cual el precio de la madera subió de 5 dólares los cien metros a 50 dólares; había incluso casos en los que el gobierno pagó a 400 dólares los cien metros de la de mayor calidad); se dispusieron a limpiar de rojos los bosques de su propiedad, las instituciones norteamericanas libres deben ser salvadas a toda costa; y organizaron la Asociación de Patronos y la Legión de los Madereros Leales; y pagaron bien durante un tiempo a un grupo de ex soldados para que asaltaran los locales de los IWW, pegaran y lincharan a los agitadores y quemaran propaganda subversiva.
Los dos fragmentos supra provienen de las páginas finales de “1919”, el segundo volumen de la trilogía U.S.A, de John Dos Passos. He querido transcribirlos porque probablemente sea una de las primeras veces que Paul Bunyan aparece en una obra de peso literario (y que no es sobre él). Traer aquí esta cita hace que me percate de un hecho curioso: hasta ahora mismo que me he tropezado sin esperarlo con esta estatua gigante de Bangor no sabía nada del leñador mítico y, sin embargo, había leído este libro de Dos Passos. O sea, que hace ya bastantes años leí el nombre de Bunyan pero eso no significó que me interesara por el personaje; es más, lo poco que pude deducir a partir de las escasas referencias de la novela ha sido borrado completamente de mi memoria consciente. Concluyo pues que o leo muy mal, sin la debida atención, o tengo muy poca capacidad retentiva (o ambas cosas). También, para no fustigarme en demasía, puedo pensar que los personajes de ficción (igual que las personas reales) llegan a tu vida cuando toca. A lo mejor, ese efímero encuentro con Paul ocurrió antes de lo debido y por eso no guardo recuerdo; el de hoy, desde luego, ha sido bastante más impactante. Pero bueno, dejando aparte mis irrelevantes anécdotas personales, el objeto de la cita es enlazar con el final del post anterior y mostrar una imagen de Bunyan que podría pertenecer a su primera etapa, cuando aún era patrimonio de la gente que lo creó. Al entrar los Estados Unidos en la Primera Guerra muchos leñadores de los bosques norteños fueron alistados: en tanto encarnación protectora de ellos, Bunyan fue a la guerra. Y cuando volvió, como el Wesley Everest de Dos Passos, ya empieza a ser apropiado –y, por tanto, transformado– por fuerzas ajenas. En este caso, los sindicatos izquierdistas que quieren convertirlo en líder casi revolucionario en lucha contra los patronos para mejorar las condiciones laborales de los compañeros explotados de la industria maderera. Aclaro que cuando Dos Passos publicó “1919” (en 1932) probablemente poco quedaría del Paul Bunyan original, el de los leñadores, y tampoco del izquierdoso de los sindicatos en la primera posguerra. Pero el libro narra el año de su título.
En 1914, la Red River Lumber Company, una de las compañías madereras más importantes de la región de los Grandes Lagos, necesitaba urgentemente expandirse. Sus ejecutivos se habían dado cuenta que los inmensos pinares de Minnesota estaba casi exhaustos y por eso habían comprado grandes extensiones de bosques en el Norte de California y montado un imponente aserradero. La empresa, para garantizar su supervivencia, necesitaba una agresiva publicidad que convenciera al país de su importancia. William Laughead, sobrino del propietario y por entonces con poco más de treinta años, había trabajado años antes en los campos de tala de Michigan y había oído las historias del hábil leñador llamado Paul Bunyan. Convencido del potencial publicitario del personaje preparó un folleto –Introducing Mr. Paul Bunyan, of Westwood, California– de treinta y seis páginas con dibujos propios de Bunyan, unos cuantos retazos de sus hazañas y, por supuesto, anuncios de productos de la Red River. La compañía imprimió cinco mil folletos y los envío a sus agentes comerciales por todo el país. Sin embargo, por aquellas fechas poca gente conocía a Paul y su imagen no contribuyó a mejorar las ventas, más bien generó confusión contraproducente. Aún así, Laughead mantuvo la fe en el personaje e insistió en usarlo como imagen de marca; durante las siguientes tres décadas, los dibujos de Bunyan se imprimieron en cada tabla que comercializaba la empresa y en todo papel que enviaban. Para dar continuidad a tan constante campaña hubo que ampliar las historias de Bunyan y enseguida los de la Red River se dejaron llevar por su imaginación, dando nombres inventados a personajes existentes en los pocos relatos publicados hasta entonces (por ejemplo, el famoso buey que acompañaba al leñador fue bautizado como Babe) o creando otros nuevos. Como es natural, a Laughead no le preocupaba la fidelidad a la tradición sino solamente hacer el personaje atractivo al público para que fuera un vendedor eficaz de los productos de la empresa. El Bunyan defensor de la clase obrera que quisieron crear los sindicatos en la inmediata posguerra, fue enseguida desplazado por este nuevo Bunyan al servicio de la empresa capitalista. En 1922, Laughead publicó otro folleto con dibujos e historias de Paul Bunyan (que se conoció como Paul Bunyan and his big blue ox); esta publicación alcanzó más de diez ediciones hasta 1944. Hay que contar, además que a mediados de los veinte, a las publicaciones de Laughead para la Red River se sumaron dos libros más, uno de Esther Shephard, joven profesora del San Jose State College que había recopilado cuentos de Bunyan (para luego “embellecerlos”) en los campos madereros del Noroeste, y el otro de James Stevens, un trabajador de la industria de la madera en la Costa Oeste con ambiciones literarias quien inventó prácticamente todas sus historias, apoyándose en los personajes existentes. Hacia finales de los veinte Paul Bunyan ya era un personaje popular para el gran público a lo largo de todo el país.
Tenemos un tercer Bunyan, el símbolo de la fuerza e ingenio americanos, que no sólo resultaron victoriosos en la Gran Guerra sino que lo harán frente a la Gran Depresión que atenazaba al país. En esos años, muchos estadounidenses habían migrado a las grandes ciudades y los cuentos de Bunyan les evocaban imágenes nostálgicas (y amadas) del ambiente rural, de las historias de frontera de sus infancias. Este fue el Bunyan que pervivió hasta la II Guerra, un Bunyan para el consumo de masas y que generó una absoluta bunyanmanía y los consecuentes negocios durante esas dos décadas: se publicaron más de un centenar de libros, sus historias aparecían en los periódicos de mayor tirada, se le usó para promover el turismo (y empezaron a erigirse estatuas, como luego harían en Bangor) y para vender cualquier cosa. Y aunque la bunyanmanía fue un fenómeno que mayoritariamente podemos calificar de cultura de masas, también inspiró obras de “alta cultura”, como el poema que en 1921 dedicó Robert Frost a la mujer de Paul o la opereta en dos actos que, con música de Benjamin Britten y libreto en inglés de W. H. Auden, se estrenó en la Universidad de Columbia en 1941. Bunyan ya no era un leñador idealizado sino la encarnación –también idealizada, claro– del pueblo americano: una figura paternal ingeniosa, bondadosa y casi omnipotente capaz de transformar el territorio salvaje (e inútil) en valiosa civilización. Naturalmente, cuando los Estados Unidos entraron en la II Guerra, un Paul Bunyan musculoso, símbolo de la fuerza y el poder de la nación, animó a sus compatriotas a derrotar al fascismo en Europa y el Pacífico. Me estoy refiriendo a la apariencia de Bunyan porque durante esas décadas hubo abundantísimas ilustraciones del personaje, empezando por los dibujos de Laughead (en el párrafo anterior), probablemente los más antiguos. Pero también le dio imagen el pintor y aventurero Rockwell Kent –de quien algún día he de hablar– que ilustró los libros de Esther Shephard, o Allan Lewis que hizo grabados en madera para la edición de James Stevens. Y naturalmente muchos más, tanto que aunque había rasgos comunes todavía no se había fijado una imagen arquetípica como ocurriría a partir de los cincuenta.
En 1914, la Red River Lumber Company, una de las compañías madereras más importantes de la región de los Grandes Lagos, necesitaba urgentemente expandirse. Sus ejecutivos se habían dado cuenta que los inmensos pinares de Minnesota estaba casi exhaustos y por eso habían comprado grandes extensiones de bosques en el Norte de California y montado un imponente aserradero. La empresa, para garantizar su supervivencia, necesitaba una agresiva publicidad que convenciera al país de su importancia. William Laughead, sobrino del propietario y por entonces con poco más de treinta años, había trabajado años antes en los campos de tala de Michigan y había oído las historias del hábil leñador llamado Paul Bunyan. Convencido del potencial publicitario del personaje preparó un folleto –Introducing Mr. Paul Bunyan, of Westwood, California– de treinta y seis páginas con dibujos propios de Bunyan, unos cuantos retazos de sus hazañas y, por supuesto, anuncios de productos de la Red River. La compañía imprimió cinco mil folletos y los envío a sus agentes comerciales por todo el país. Sin embargo, por aquellas fechas poca gente conocía a Paul y su imagen no contribuyó a mejorar las ventas, más bien generó confusión contraproducente. Aún así, Laughead mantuvo la fe en el personaje e insistió en usarlo como imagen de marca; durante las siguientes tres décadas, los dibujos de Bunyan se imprimieron en cada tabla que comercializaba la empresa y en todo papel que enviaban. Para dar continuidad a tan constante campaña hubo que ampliar las historias de Bunyan y enseguida los de la Red River se dejaron llevar por su imaginación, dando nombres inventados a personajes existentes en los pocos relatos publicados hasta entonces (por ejemplo, el famoso buey que acompañaba al leñador fue bautizado como Babe) o creando otros nuevos. Como es natural, a Laughead no le preocupaba la fidelidad a la tradición sino solamente hacer el personaje atractivo al público para que fuera un vendedor eficaz de los productos de la empresa. El Bunyan defensor de la clase obrera que quisieron crear los sindicatos en la inmediata posguerra, fue enseguida desplazado por este nuevo Bunyan al servicio de la empresa capitalista. En 1922, Laughead publicó otro folleto con dibujos e historias de Paul Bunyan (que se conoció como Paul Bunyan and his big blue ox); esta publicación alcanzó más de diez ediciones hasta 1944. Hay que contar, además que a mediados de los veinte, a las publicaciones de Laughead para la Red River se sumaron dos libros más, uno de Esther Shephard, joven profesora del San Jose State College que había recopilado cuentos de Bunyan (para luego “embellecerlos”) en los campos madereros del Noroeste, y el otro de James Stevens, un trabajador de la industria de la madera en la Costa Oeste con ambiciones literarias quien inventó prácticamente todas sus historias, apoyándose en los personajes existentes. Hacia finales de los veinte Paul Bunyan ya era un personaje popular para el gran público a lo largo de todo el país.
Tenemos un tercer Bunyan, el símbolo de la fuerza e ingenio americanos, que no sólo resultaron victoriosos en la Gran Guerra sino que lo harán frente a la Gran Depresión que atenazaba al país. En esos años, muchos estadounidenses habían migrado a las grandes ciudades y los cuentos de Bunyan les evocaban imágenes nostálgicas (y amadas) del ambiente rural, de las historias de frontera de sus infancias. Este fue el Bunyan que pervivió hasta la II Guerra, un Bunyan para el consumo de masas y que generó una absoluta bunyanmanía y los consecuentes negocios durante esas dos décadas: se publicaron más de un centenar de libros, sus historias aparecían en los periódicos de mayor tirada, se le usó para promover el turismo (y empezaron a erigirse estatuas, como luego harían en Bangor) y para vender cualquier cosa. Y aunque la bunyanmanía fue un fenómeno que mayoritariamente podemos calificar de cultura de masas, también inspiró obras de “alta cultura”, como el poema que en 1921 dedicó Robert Frost a la mujer de Paul o la opereta en dos actos que, con música de Benjamin Britten y libreto en inglés de W. H. Auden, se estrenó en la Universidad de Columbia en 1941. Bunyan ya no era un leñador idealizado sino la encarnación –también idealizada, claro– del pueblo americano: una figura paternal ingeniosa, bondadosa y casi omnipotente capaz de transformar el territorio salvaje (e inútil) en valiosa civilización. Naturalmente, cuando los Estados Unidos entraron en la II Guerra, un Paul Bunyan musculoso, símbolo de la fuerza y el poder de la nación, animó a sus compatriotas a derrotar al fascismo en Europa y el Pacífico. Me estoy refiriendo a la apariencia de Bunyan porque durante esas décadas hubo abundantísimas ilustraciones del personaje, empezando por los dibujos de Laughead (en el párrafo anterior), probablemente los más antiguos. Pero también le dio imagen el pintor y aventurero Rockwell Kent –de quien algún día he de hablar– que ilustró los libros de Esther Shephard, o Allan Lewis que hizo grabados en madera para la edición de James Stevens. Y naturalmente muchos más, tanto que aunque había rasgos comunes todavía no se había fijado una imagen arquetípica como ocurriría a partir de los cincuenta.
La única versión de la ópera de Britten y Auden que he encontrado completa es ésta de Youtube representada durante el Festival de Bregenz (ciudad austriaca a las orillas del lago Constanza) de 2007. Lo que pasa es que está en alemán.
"También, para no fustigarme en demasía, puedo pensar que los personajes de ficción (igual que las personas reales) llegan a tu vida cuando toca."
ResponderEliminarHabrás notado que la percepción está ligada al interés: sólo ponemos en marcha los aparatos interpretativo y de memoria cuando el evento es relevante. Hasta decía algún griego que sólo aprendemos lo que ya sabíamos.
La mención de Bunyan en el libro que increíblemente recuperaste es adecuada para ilustrar lo anterior: La cita es similar a decir "El delegado municipal siguió siendo el Quijote que todos esperaban"
De acuerdo, pero las cosas, los eventos, son relevantes cuando nos interesan. Así que podría cambiar mi frase y decir que los personajes (y personas) llegan a nuestras vidas cuando tenemos interés por ellos (o estamos predispuestos a tenerlo). En el caso de Paul Bunyan, su colosal presencia requirió mi interés de modo nada sutil.
EliminarTe contesto aquí a la respuesta que me diste sobre la cultura popular: no hay que confundir el esnobismo de confundir cualquier elemento popular con uno vulgar (actitud pedante que no aguanto ni muerto) con lo que podríamos llamar "cultura popular", la cual, si bien en los últimos tiempos está inevitablemente influida por el consumo en masa (llamado muchas veces capitalismo, pero no es necesariamente lo mismo), siempre está en constante proceso de cambio. Esto es así porque las generaciones pasan y nuevos hechos vienen a llamar la atención del público, a los cuales los conocimientos tradicionales se tienen que adaptar; lo que viene a llamarse renovarse o morir.
ResponderEliminarA Paul Bunyan le ha pasado lo mismo que a personajes tan respetables como figuras religiosas (Jesús no siempre fue visto como el hijo literal de Dios), gobernantes (Nerón jamás quemó Roma) o literatos (la supuesta broma que Quevedo le gastó a la reina). Han pasado a ser un tropo y como tal, se puede jugar con él y darle nuevos significados. Que nos gusten o no, así como estén bien o mal hechos ya es otro debate, pero la mayoría de la gente prefiere a Romeo y Julieta que a Píramo y Tisbe.
Después de cuatro posts he llegado al convencimiento (probable, no seguro) de que Bunyan nunca existió, que es una especie de Don Quijote norteamericano, si bien inspirado en una tradición oral. Tampoco Píramo y Tisbe debieron existir y si se prefiere a Romeo y Julieta, supongo yo, es por la mayor difusión de estos últimos (sin duda inspirados en los primeros); de hecho, dudo que "la mayoría de la gente" sepa siquiera quienes son Píramo y Tisbe.
EliminarEn todo caso, reales o ficticios, el destino de los personajes mitificados es comercializarse y falsearse, en efecto.
Yo creo que, desde hace bastantes años, mi meoria selecciona automáticamente lo que le interesa fijar; por eso en su momento decidió pasar de Paul Bunyan.
ResponderEliminarPor lo que he estado investigando en internet, la presencia de Paul Bunyan a lo largo de los Esatdos norteños de los USA es, en efecto, abundantísima; puede que mayor que la de Don Quijote en La Mancha.
Los mitos no son simples invenciones, son relatos sin testimonios históricos pero trascendentes y sus temas, como este tuyo, son bastante invariantes.
ResponderEliminarSí, de acuerdo. ¿He dicho en el post que sean sólo invenciones? En todo caso, sería cuestión de buscar los antecedentes de Paul Bunyan en otras "mitologías"; en la grecorromana me recuerda a Hércules, pero hay notables diferencias, en particular que Bunyan, en su origen, es sobre todo el defensor de un determiando grupo de hombres.
EliminarNo, no lo has dicho. Ni yo tampoco he dicho que lo hayas dicho, sólo hago un comentario, si no te importa
EliminarEstética de Siete novias para siete hermanos, el musical más ñoño de toda la historia de Hollywood
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