He descansado un rato en el hotel, pero quiero dar una vuelta antes de que se ponga el sol (son las cinco y media de la tarde, así que calculo que aún me quedan unas dos horas de luz). Salgo a la calle con la idea de patear el downtown, la zona en que estoy que también se corresponde con el bussiness district de Bangor; también aprovecharé para cenar algo, de modo que pueda acostarme no demasiado tarde. Al lado del hotel hay tres locales de copas, aunque veo que también sirven comida (en el Blaze ofrecen hamburguesas y pizzas, por ejemplo). Ya hay algunos comiendo, demasiado tempraneros incluso para los horarios norteamericanos, bastante más tempraneros que en España. En todo caso, se nota que la clientela es mayoritariamente veinteañera y jaranera, y hoy no me apetece ese tipo de ambientes. Así que empiezo a caminar por Broad Street (en la acera de enfrente hay también dos restaurantes) y doblo a la derecha por Merchants Plaza. En la esquina Este se sitúa el edificio blanco del Bangor Daily News, el principal periódico de la ciudad y el que más extensión cubre del Estado de Maine (en especial las áreas rurales del interior). En el hotel he podido hojear el ejemplar de hoy. Era la primera vez que lo tenía en las manos; sin embargo, ya había leído bastantes artículos del periódico a través de Internet pues suele sacar con regularidad reportajes bastante interesantes sobre la historia de la ciudad y del Estado. En cualquier caso, el edificio institucional no tiene apenas interés: un bloque cúbico de siete plantas en hormigón. Fue construido a principios de los setenta para ofrecer oficinas en alquiler y en las tres plantas inferiores albergar la sede del Merchants Nacional Bank, banco que dejó de existir con ese nombre a principios de los ochenta. Me doy cuenta enseguida de que estoy en una zona que, por más que corresponda a la parte más antigua de la ciudad, ha sufrido los efectos de la fiebre de los sesenta que fueron las “renovaciones urbanas”. Y si el edificio del BDN es un buen ejemplo de arquitectura anodina que ha suplantado a la original (sin duda de mayor valor y carácter), el que hay un poco más abajo, en la siguiente manzana a mano izquierda, entre Broad Street y el tramo final del Kenduskeag, ése alcanza ya la categoría de emblemático. Porque se trata de un espantoso edificio de hormigón y ladrillo de cinco plantas destinado a aparcamiento. Por eso lo califico de emblemático, porque uno de los motivos fundamentales –si no el más- de los muchos programas de renovación urbana financiados con fondos federales durante esa década era justamente adecuar las ciudades norteamericanas a las tiránicas exigencias del coche. Y el precio que hubo que pagar fue alto, demasiado alto. Este garaje público fue una de las primeras actuaciones de los gestores municipales de Bangor a principios de los sesenta. Para hacerlo se estrechó a menos de la mitad el cauce del Kenduskeag en su último tramo (desde el puente de State Street, en el que estuve hace un rato recordando a Charlie Howard, hasta su desembocadura en el Penebscot). Pero hay otro ejemplo quizá más trágico: el antiguo Ayuntamiento, con su alta torre del reloj visible desde muchos puntos del Centro, fue demolido para construir otro espantoso edificio de aparcamientos. Véase el antes y el después en las fotos adjuntas.
A finales de los cincuenta se juntaron el hambre y las ganas de comer. De un lado, por esos años el mantra urbanístico en los USA se expresaba en dos palabras: urban renewal, o sea renovar las estrechas tramas de los centros urbanos y, sobre todo, las edificaciones obsoletas (ese “paradigma”, como dicen los pedantes, no tardaría en ser exportado a todo el mundo, incluyendo nuestro país en el que los tecnócratas del segundo franquismo relevaban del poder a los falangistas). Del otro lado, las “fuerzas vivas” (otra pedantería, aunque ésta de distintos ámbito) de Bangor sentían que la ciudad languidecía y no querían que eso ocurriera, querían estar a la vanguardia de las urbes norteamericanas. Y es que ya no corrían los tiempos en que Bangor era el más importante distribuidor de madera de los bosques del Norte del Estado, y más tarde de pulpa y papel; tampoco ostentaba un puesto relevante como centro financiero y comercial. La ciudad se había ido extendiendo en la margen derecha del Penobscot, mayoritariamente con viviendas unifamiliares (algunas verdaderos palacetes de la época de esplendor de la madera), pero el centro urbano, a ambos lados del tramo final del Kenduskeag es verdad que se había deteriorado. En una pequeña área (no más de 20 hectáreas) coexistían edificios institucionales, viviendas de trabajadores de bastante baja calidad e inmuebles industriales y mayoristas. Esa mezcla no gustaba mucho a los ideólogos del urbanismo (todavía dominaba otro mantra: el del zoning). Además, por entonces nadie –o casi nadie– se planteaba rehabilitar los viejos edificios (faltaban un par de décadas); uno nuevo siempre será mejor que el viejo, por mucho que lo arregles, así podría resumirse el pensamiento dominante. Pero también había motivos más sustanciosos: la actividad económica declinaba y se entendía, probablemente no sin motivo, que era debido en gran parte a la obsolescencia física del centro urbano. De hecho, por esas fechas se abrió el primer gran centro comercial de Bangor, muy a las afueras (a unos tres kilómetros del downtown), un enorme edificio con amplísima playa de estacionamiento, y sus efectos se notaron casi inmediatamente sobre el negocio de los pequeños comercios tradicionales. Había pues un sentimiento general sobre la necesidad de modernizar la ciudad que se desbordó ostensiblemente durante la celebración en 1959 del 125 aniversario de la incorporación de Bangor como city. El gobernador de Maine, en alguno de esos actos festivos, se dirigió a la multitud para reconocer admirativamente que en Bangor las cosas se hacían a lo grande. Pues sí, los líderes ciudadanos, tanto en la administración municipal como en el sector privado, estaban dispuestos a renovar la urbe a lo grande. Y lo hicieron: más de un centenar de edificios, una proporción muy sustancial del patrimonio arquitectónico de Bangor, fue demolido. La renovación urbana fue más destructiva que el Gran Incendio de 1911 (una parte importante de los edificios arrasados por aquel incendio fueron rápidamente reconstruidos, con asesoramiento de una comisión de grandes arquitectos de Boston y Nueva York; pero los tiempos habían cambiado).
Cargarse los centros urbanos con el pretexto de la modernización (expresada en términos de mejoras funcionales) es algo que también tenemos muy visto por estos lares. La que puede ser la nota distintiva del proceso en los USA, o al menos en Bangor, es que todo ello se hizo previos debates y consultas ciudadanas. Primero, en 1958, se votó constituir una “Autoridad de Renovación Urbana” (URA por sus siglas en inglés), la cual, por cierto, ha seguido existiendo formalmente hasta hoy aunque carece de funciones desde finales de los ochenta. La URA, controlada desde el Ayuntamiento, contrató un equipo de planificadores jóvenes y enérgicos, deseosos de conseguir en poco tiempo cambios notorios en la ciudad. Así, promovieron un nuevo polígono industrial y buscaron empresas que quisieran instalarse ahí (la primera, una fábrica de papas fritas), obtuvieron una fuerte subvención federal que les permitió iniciar un proyecto de viviendas al noreste del núcleo urbano e hicieron un referéndum para aprobar el ya mencionado estrechamiento del Kenduskeag. Enseguida, en los inicios de los sesenta, se planteó el asunto clave, la renovación del centro urbano. A diferencia de otras iniciativas de la URA, ésta no era apoyada claramente por una gran mayoría de los habitantes de Bangor. En junio de 1964 se celebró una acalorada asamblea ciudadana en el antiguo auditorio con la asistencia de casi un millar de vecinos (para una ciudad de algo más de 30.000 es una cifra de participación muy alta, que refleja el interés y preocupación que generaba el proyecto de renovación urbana). Por supuesto, los dirigentes municipales y de la URA hablaron maravillas sobre las ventajas del plan y prometieron que en cinco años el agonizante downtown habría florecido con pujante dinamismo; previamente se imprimieron y repartieron muchos folletos publicitarios. Esa noche, en el auditorio, se comprobó que la ciudad estaba dividida en dos y cada parte muy radicalizada. Una semana después se celebró la votación; el resultado fue de 4.044 a favor y 3.568 en contra. Se acordó democráticamente que el centro de Bangor habría de ser moderno; hoy hay una práctica unanimidad en la ciudad en que se equivocaron desastrosamente. Algunos dirán que la experiencia de Bangor muestra la inutilidad de la participación en la toma de decisiones urbanísticas. No obstante, los resultados no son distintos de los que se produjeron en ciudades españolas bajo un régimen autoritario. No, el error radicó en las carencias de la consulta, fueran de buena (incapacidad y/o desconocimiento) o mala fe (manipulaciones tramposas). En esos momentos, a los bangorianos se les presentó la que ahora sabemos que es un falso dilema: o se demuelen los edificios antiguos o el centro urbano seguirá degradándose. Para poder elegir se ha de contar con la información completa.
En fin, lo cierto es que los habitantes de Bangor, mayoritariamente seducidos por los mantras publicitarios de la época, autorizaron a la URA a acometer la renovación urbana del viejo downtown. Y los chicos de este organismo se lanzaron con entusiasmo a su tarea. Así que ahora yo no puedo ver muchos de los edificios que se construyeron en la época gloriosa de esta ciudad, durante las últimas décadas del XIX. No obstante, algunos sectores del centro urbano, casi como piezas aisladas, conservan aún el encanto propio de Bangor, en medio de un paisaje urbano y arquitectónico bastante anodino. Conviene saber (a los que piensan que los Estados Unidos es el paradigma del “libre mercado”) que las actuaciones enmarcadas en el plan de renovación urbana que acometió la URA fueron una muestra canónica de intervencionismo, aunque ese intervencionismo fuera para favorecer intereses privados. Se adquirían propiedades, se demolían y luego se ofertaban a nuevas empresas que se suponía que inyectarían actividad económica en el Centro. No obstante, los resultados no fueron nada satisfactorios: las demoliciones se realizaron, sí, pero no se consiguió tan rápidamente que aparecieran nuevos negocios (muchas de las ideas vendidas a la ciudadanía, como un lujoso hotel sobre el Kenduskeag, nunca se materializaron), lo solares permanecieron baldíos largos años y el downtown siguió declinando. Parece que sólo a partir de los noventa, cuando ya las ideas que subyacían en la renovación urbana se habían abandonado (incluso denostado), este núcleo central y originario de Bangor volvió a recuperar el protagonismo, a convertirse en un espacio atractivo. (la imagen que encabeza este párrafo es una postal de Market Square, la plaza a la que da frente mi hotel, en 1946, cuando todavía no se pensaba en renovaciones urbanas).
A finales de los cincuenta se juntaron el hambre y las ganas de comer. De un lado, por esos años el mantra urbanístico en los USA se expresaba en dos palabras: urban renewal, o sea renovar las estrechas tramas de los centros urbanos y, sobre todo, las edificaciones obsoletas (ese “paradigma”, como dicen los pedantes, no tardaría en ser exportado a todo el mundo, incluyendo nuestro país en el que los tecnócratas del segundo franquismo relevaban del poder a los falangistas). Del otro lado, las “fuerzas vivas” (otra pedantería, aunque ésta de distintos ámbito) de Bangor sentían que la ciudad languidecía y no querían que eso ocurriera, querían estar a la vanguardia de las urbes norteamericanas. Y es que ya no corrían los tiempos en que Bangor era el más importante distribuidor de madera de los bosques del Norte del Estado, y más tarde de pulpa y papel; tampoco ostentaba un puesto relevante como centro financiero y comercial. La ciudad se había ido extendiendo en la margen derecha del Penobscot, mayoritariamente con viviendas unifamiliares (algunas verdaderos palacetes de la época de esplendor de la madera), pero el centro urbano, a ambos lados del tramo final del Kenduskeag es verdad que se había deteriorado. En una pequeña área (no más de 20 hectáreas) coexistían edificios institucionales, viviendas de trabajadores de bastante baja calidad e inmuebles industriales y mayoristas. Esa mezcla no gustaba mucho a los ideólogos del urbanismo (todavía dominaba otro mantra: el del zoning). Además, por entonces nadie –o casi nadie– se planteaba rehabilitar los viejos edificios (faltaban un par de décadas); uno nuevo siempre será mejor que el viejo, por mucho que lo arregles, así podría resumirse el pensamiento dominante. Pero también había motivos más sustanciosos: la actividad económica declinaba y se entendía, probablemente no sin motivo, que era debido en gran parte a la obsolescencia física del centro urbano. De hecho, por esas fechas se abrió el primer gran centro comercial de Bangor, muy a las afueras (a unos tres kilómetros del downtown), un enorme edificio con amplísima playa de estacionamiento, y sus efectos se notaron casi inmediatamente sobre el negocio de los pequeños comercios tradicionales. Había pues un sentimiento general sobre la necesidad de modernizar la ciudad que se desbordó ostensiblemente durante la celebración en 1959 del 125 aniversario de la incorporación de Bangor como city. El gobernador de Maine, en alguno de esos actos festivos, se dirigió a la multitud para reconocer admirativamente que en Bangor las cosas se hacían a lo grande. Pues sí, los líderes ciudadanos, tanto en la administración municipal como en el sector privado, estaban dispuestos a renovar la urbe a lo grande. Y lo hicieron: más de un centenar de edificios, una proporción muy sustancial del patrimonio arquitectónico de Bangor, fue demolido. La renovación urbana fue más destructiva que el Gran Incendio de 1911 (una parte importante de los edificios arrasados por aquel incendio fueron rápidamente reconstruidos, con asesoramiento de una comisión de grandes arquitectos de Boston y Nueva York; pero los tiempos habían cambiado).
Cargarse los centros urbanos con el pretexto de la modernización (expresada en términos de mejoras funcionales) es algo que también tenemos muy visto por estos lares. La que puede ser la nota distintiva del proceso en los USA, o al menos en Bangor, es que todo ello se hizo previos debates y consultas ciudadanas. Primero, en 1958, se votó constituir una “Autoridad de Renovación Urbana” (URA por sus siglas en inglés), la cual, por cierto, ha seguido existiendo formalmente hasta hoy aunque carece de funciones desde finales de los ochenta. La URA, controlada desde el Ayuntamiento, contrató un equipo de planificadores jóvenes y enérgicos, deseosos de conseguir en poco tiempo cambios notorios en la ciudad. Así, promovieron un nuevo polígono industrial y buscaron empresas que quisieran instalarse ahí (la primera, una fábrica de papas fritas), obtuvieron una fuerte subvención federal que les permitió iniciar un proyecto de viviendas al noreste del núcleo urbano e hicieron un referéndum para aprobar el ya mencionado estrechamiento del Kenduskeag. Enseguida, en los inicios de los sesenta, se planteó el asunto clave, la renovación del centro urbano. A diferencia de otras iniciativas de la URA, ésta no era apoyada claramente por una gran mayoría de los habitantes de Bangor. En junio de 1964 se celebró una acalorada asamblea ciudadana en el antiguo auditorio con la asistencia de casi un millar de vecinos (para una ciudad de algo más de 30.000 es una cifra de participación muy alta, que refleja el interés y preocupación que generaba el proyecto de renovación urbana). Por supuesto, los dirigentes municipales y de la URA hablaron maravillas sobre las ventajas del plan y prometieron que en cinco años el agonizante downtown habría florecido con pujante dinamismo; previamente se imprimieron y repartieron muchos folletos publicitarios. Esa noche, en el auditorio, se comprobó que la ciudad estaba dividida en dos y cada parte muy radicalizada. Una semana después se celebró la votación; el resultado fue de 4.044 a favor y 3.568 en contra. Se acordó democráticamente que el centro de Bangor habría de ser moderno; hoy hay una práctica unanimidad en la ciudad en que se equivocaron desastrosamente. Algunos dirán que la experiencia de Bangor muestra la inutilidad de la participación en la toma de decisiones urbanísticas. No obstante, los resultados no son distintos de los que se produjeron en ciudades españolas bajo un régimen autoritario. No, el error radicó en las carencias de la consulta, fueran de buena (incapacidad y/o desconocimiento) o mala fe (manipulaciones tramposas). En esos momentos, a los bangorianos se les presentó la que ahora sabemos que es un falso dilema: o se demuelen los edificios antiguos o el centro urbano seguirá degradándose. Para poder elegir se ha de contar con la información completa.
En fin, lo cierto es que los habitantes de Bangor, mayoritariamente seducidos por los mantras publicitarios de la época, autorizaron a la URA a acometer la renovación urbana del viejo downtown. Y los chicos de este organismo se lanzaron con entusiasmo a su tarea. Así que ahora yo no puedo ver muchos de los edificios que se construyeron en la época gloriosa de esta ciudad, durante las últimas décadas del XIX. No obstante, algunos sectores del centro urbano, casi como piezas aisladas, conservan aún el encanto propio de Bangor, en medio de un paisaje urbano y arquitectónico bastante anodino. Conviene saber (a los que piensan que los Estados Unidos es el paradigma del “libre mercado”) que las actuaciones enmarcadas en el plan de renovación urbana que acometió la URA fueron una muestra canónica de intervencionismo, aunque ese intervencionismo fuera para favorecer intereses privados. Se adquirían propiedades, se demolían y luego se ofertaban a nuevas empresas que se suponía que inyectarían actividad económica en el Centro. No obstante, los resultados no fueron nada satisfactorios: las demoliciones se realizaron, sí, pero no se consiguió tan rápidamente que aparecieran nuevos negocios (muchas de las ideas vendidas a la ciudadanía, como un lujoso hotel sobre el Kenduskeag, nunca se materializaron), lo solares permanecieron baldíos largos años y el downtown siguió declinando. Parece que sólo a partir de los noventa, cuando ya las ideas que subyacían en la renovación urbana se habían abandonado (incluso denostado), este núcleo central y originario de Bangor volvió a recuperar el protagonismo, a convertirse en un espacio atractivo. (la imagen que encabeza este párrafo es una postal de Market Square, la plaza a la que da frente mi hotel, en 1946, cuando todavía no se pensaba en renovaciones urbanas).
Lo comenté ya en otra entrada, pero poca duda cabe. ¡¡Satán es mi señor!!
ResponderEliminarhttps://www.facebook.com/groups/SATANemS/
Recuerdo ese comentario. Como flash sintético no está mal pero no puedo compartirlo si hablamos con un poquito de seriedad; creo que ya lo dije entonces. Las renovacioens urbanas de los sesenta, por muy desastrosas que nos parezcan ahora, obedecían a unos postulados que han de conocerse y entenderse.
EliminarLa mayor contribución arquitectónica de Estados Unidos al mundo no ha sido el rascacielos, ni siquiera el Mall, sino el aparcamiento, sobre todo las simples ‘playas’ asfaltadas más que los que tú mencionas; al igual que la ciudad más representativa no es la multiétnica y filoeuropea Nueva York sino la aumovilizada Los Angeles, donde a menudo ni existen las aceras para peatones
ResponderEliminarUn pelín exagerado, pero si es verdad que cuando paseas por los USA llama la atención la cantidad de playas de estacionamiento y las enormes dimensiones de ellas. Ahora bien, esa "contribución" es relativamente reciente (de la posguerra); antes hizo bastantes otras de mayor interés.
EliminarNo hablo del detalle, de las aportaciones de los grandes arquitectos estadounidenses, sino de las contribuciones al resto del mundo de la forma de entender las ciudades, y en ese sentido no exagero demasiado.
EliminarDecía Frank L. Wright: The physician can bury his mistakes,—but the architect can only advise his client to plant vines.
ResponderEliminarTengo a mi que no hay una arquitectura "buena", tan sólo adecuada a las fuerzas politicas existentes. Y que épocas heroicas (La Berlin de Bismark, la París de Napoleón III, quizas Bangor en los 60, producen grandes transformaciones, y muchas veces pastiches inhabitables. Digo heroica en el sentido de que los detentores del poder desean quedar en la historia como héroes clásicos, y se mandan la gran Hércules
La arquitectura (y el urbanismo) responden en efecto al "poder". Los dos ejemplos urbanos que citas, con transformaciones brutales de dos capitales de primer orden, se corresponden con dos momentos de poder político fuerte. El caso de París (lo conozco mejor que el de Berlín) fue desde luego un ejemplo salvaje de "renovación urbana" (y también, probablemente, el banderazo de salida para la especulación inmobiliaria; léase a Zola al respecto). Pero los resultados fueron maravillosos. El caso de Bangor es mucho discreto en su dimensión, poco relevante (es una ciudad pequeña y periférica) y, sobre todo, de una época más reciente. Pero a mí me vale como ejemplo.
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