El peligro de ensimismarse en las propias divagaciones mentales es que te pierdas cosas que pasan a tu lado. Salgo del Davenport Park después de ver el feo monumento al Maine sumergido en mis pensamientos sobre conspiraciones y sigo caminando por Main Street sin prestar atención. Y así habría seguido los casi doscientos metros que hay hasta Union St. pero de pronto un perro que va de paseo con su dueño (mezcla de razas de cazadores, tipo podencos) de un salto me pone las patas en el pecho, demostrando con entusiasmo que está feliz de haberse topado conmigo. Me encantan los perros y suelo gustarles, pero es la primera vez que me ocurre esto, y mientras lo acaricio, tranquilizo a su dueño que se siente muy avergonzado por lo ocurrido. En cuanto me quedo solo de nuevo, me noto algo desorientado, como si necesitara rebobinar el cerebro. Levanto la cabeza y la giro en visión panorámica, como si estuviera georreferenciándome. Al mirar hacia la derecha, a la otra acera (la sureste) veo un edificio bastante imponente, de cuatro plantas –las de pisos de ladrillo, la baja en bloques de granito– y un pórtico de cuatro columnas blancas de eclecticismo italianizante. Y enseguida caigo: es la Bangor House, uno de los edificios singulares no solo de esta ciudad sino del mundo (y no estoy exagerando, como paso a demostrar).
En la década de los treinta del XIX, la industria maderera estaba en auge (había más de trescientos aserraderos en el municipio) y los bangorianos, henchidos de orgullo, sentían que su ciudad estaba llamada a gloriosos destinos. Los notables, lo primero que se plantearon fue que Bangor pasara del estatus de town (que había obtenido en 1791, como ya he contado) al de city, objetivo que lograron en 1834 (cuyo 125 aniversario se celebró con la monumental estatua de Paul Bunyan, como también he ya contado). Pero además, estos pudientes ciudadanos empezaron a construirse magníficas mansiones y a dotar a Bangor de servicios dignos de la categoría que consideraban que merecía. Por esos años –o no mucho más tarde– se la empezó a llamar the Queen City of The East, y lo de ‘ciudad reina’ es un apelativo que se usa en los Estados Unidos para referirse a núcleos urbanos principales de un condado o de un Estado que no son la capital administrativa. Para los habitantes de Bangor de aquellos días la referencia inevitable era Boston, la capital de Massachusetts, Estado al cual había pertenecido Maine hasta hacía muy poco tiempo (se constituyó como Estado propio en 1820). Boston era el modelo a imitar pero también el objetivo a superar para quienes, plenos de ambición, soñaban con una Bangor que llegara a ser la ciudad más importante de Nueva Inglaterra. Y en 1829, los bostonianos inauguraron Tremont House.
Tremont House fue el que muchos consideran el primer hotel moderno (en el sentido que hoy entendemos el término ‘hotel’) de Estados Unidos. Por primera vez se construía un establecimiento pensado para la comodidad del viajero. Habitaciones que se cerraban garantizando la intimidad, timbres para llamar al servicio, recepción y restaurante, y lo más importante de todo: instalaciones de distribución de agua, servicios higiénicos y calefacción (chimeneas) en cada habitación. El proyecto del edificio fue una de las primeras obras de Isaiah Rogers (1800-1869) y le otorgó gran prestigio profesional, que le sirvió para recibir encargos de posteriores hoteles, como el Astor House en Nueva York y el Exchange Hotel en Richmond, que se inauguraron respectivamente en 1836 y 1841. La inauguración de Tremont House fue apoteósica, con una grandiosa cena a la que asistió toda la alta sociedad bostoniana, presidida por el alcalde de la ciudad Josiah Quincy. La importancia de este edificio en la historia del turismo es que fija el modelo de lo que será a partir de entonces el establecimiento alojativo por excelencia. He dicho que fue el primer hotel moderno de Estados Unidos pero casi aseguraría que también del mundo. Me ha sorprendido comprobar que los primeros grandes hoteles europeos empiezan a implantarse más tarde, ya bastante avanzado el siglo. Hasta entonces había casas de huéspedes, posadas y ventas, con unas condiciones de habitabilidad que dejaban mucho que desear. En ellas se alojaban comerciantes y trabajadores obligados a desplazarse; los personajes pudientes solían encontrar alojamiento en residencias particulares mediante las cartas de recomendación. Así que creo que la iniciativa de los bostonianos merece ser reconocida en lo que vale: marcar el nuevo estándar del alojamiento turístico, aportando uno de los elementos básicos para todo lo que vendría después. Cierto es que el modelo que impuso Tremont House estaba dirigido a los ricos, a los visitantes ilustres que se quería que vinieran a Boston (y también lo quisieron las ciudades que siguieron su ejemplo). Charles Dickens, por ejemplo, se alojó en el hotel en 1842, cuando solo tenía 29 años pero ya era un muy popular autor. Pero, aunque para ricos, fue la referencia de los que siguieron. Y el primero de todos ellos, Bangor House que está aquí ante mis ojos, mientras que Tremont House fue demolido en 1895.
En 1833, solo cuatro años después de la apertura de Tremont House, un nutrido grupo de cuarenta y dos empresarios de Bangor constituyeron una sociedad por acciones para dotar a la ciudad de un hotel que emulara al bostoniano. Los promotores contrataron, claro, al mismo arquitecto, lo que explica el fuerte parecido entre los dos primeros hoteles americanos (la ficha del National Registre of Historic Places atribuye la autoría a Rogers, pero en otras fuentes se dice que el arquitecto fue Charles G. Bryant). Aunque no estaba completamente acabado, Bangor House se inauguró la noche de navidad de 1834. En el primer piso había un espacioso vestíbulo al que se abría la recepción, un bar, un salón para fumadores, una sala de lectura y un comedor de 15 x 8 metros; en la segunda planta, un grandioso salón de baile en el que se podían servir cenas con capacidad para doscientos comensales sentados. Al principio, ofrecía 60 habitaciones para huéspedes (y quince más para el personal), todas con agua corriente (el hotel tenía suministro propio, mediante bombeo desde un pozo a tres tanques en la cubierta), chimeneas y vapor de climatización. Tuvo un costo inicial de 125.000 dólares que fue una inversión muy importante para la época, pero se demostró acertada porque el negocio fue boyante desde el principio; el hotel se hizo tan popular en Bangor y en todo Maine que era frecuente que no tuviera habitaciones libres. En consecuencia con su éxito comercial, a lo largo del XIX sufrió varias reformas, no siempre acertadas en lo que se refiere a la calidad arquitectónica, pero la mayoría necesarias para modernizar los servicios (hacia finales de siglo se pusieron ascensores, electricidad y servicio telefónico) o ampliar la capacidad (se llegó a un total de 250 habitaciones, desde individuales hasta suites para familias). Por supuesto, en Bangor House se han alojado multitud de visitantes ilustres de la ciudad como, por ejemplo, nada menos que cinco presidentes de los USA, pero también muchísimos personajes célebres del mundo de las artes o del espectáculo (y, en 1933, la entonces muy popular aviadora Amelia Earhart, que posa en la foto de abajo con los ilustres de Bangor en el pórtico del hotel). Durante muchas décadas fue, sin ninguna duda, el establecimiento hotelero de mayor glamour y calidad de la ciudad.
Sí, a mi también me pareció aplacado de granito más que bloques. Pero buscando información, decían que lo que he puesto; lo cierto es que no me fijé demasiado.
ResponderEliminarEn cuanto a los ancianos y sus recursos, en primer lugar, creo que la Bangor House no es una residencia geriátrica, sino pisos de renta limitada y orientados a determinados colectivos (no sólo ancianos). 35.000 dólares al año como tope (o sea, que pueden tener menos ingresos) no es mucho, y menos en Maine. Para hacer comparaciones con Madrid, además de establecer las equivalencias entre poderes adquisitivos medios, deberías averiguar los precios de los alquileres "sociales" parecidos a los de este inmueble. En todo caso, no olvides que se trata de un negocio privado con apoyo público, peor privado al fin y al cabo.
Es un tópico y una frase hecha, pero es que la vida da muchas vueltas y es igualmente válido para las personas como para sus obras, incluidos los hoteles.
ResponderEliminarAsí es. Y siempre es mejor para un edificio ser reconvertido a otro uso que caer víctima de la picota, como le ocurrió al de Boston.
EliminarSin ánimo de tocar los "lereles" en Madrid se dice piqueta, en el argot de la albañilería alcotana. Aunque es un eufemismo con una alcotana no se puede tirar una casa a ni ser que ésta se caiga soplando. Fdo.: Joaquín el piquetas.
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