Me asomo a la puerta del McDonald: está a tope, el bullicio me desalienta. Justo al lado, compartiendo el mismo parking al aire libre, hay otro restaurante, se llama Seasons y tiene una pinta parecida, pero es más grande. Mientras dudo si entrar o aguantar el hambre un rato más, una pick-up blanca entra desde Main en el aparcamiento y por la ventanilla del copiloto asoma una cara sonriente que me grita. Es Shawna, la chica que conocí en el aeropuerto. Conduce el vehículo un tipo bastante mayor que ella (bien avanzada la cuarentena, diría), bastante calvo pero con una coleta muy cuidada, pendientitos en ambas orejas y unas anticuadas gafas de concha. ¿Vas a cenar aquí? Me pregunta entusiasmada; y ante mi vacilante asentimiento, le dice algo a su acompañante e inmediatamente: espera que aparcamos; cenamos los tres juntos. Casi sin darme tiempo a digerir el plan que se me ha impuesto aparece Shawna y me presenta a su amigo, se llama Ron Thornton y es su profesor de literatura inglesa, pero también al que llamó hace un rato, desde su coche, para preguntarle si sabía quién fue el Godfrey al que dedicaron la avenida que llega al aeropuerto. Me doy cuenta de que entre estos dos hay algo o, mejor, ese algo que puede haber está en la fase preliminar. Enseguida me voy montando mi propia hipótesis: ella coquetea con él pero ni mucho menos parece enamorada; él, en cambio, se ve que la desea con demasiadas ganas. Según vamos acomodándonos en una mesa junto a una de las ventanas (que se abre hacia el aparcamiento trasero y luego unos magníficos arces que son parte de los jardines de las viviendas que hay más arriba), percibo la incomodidad del profesor; obviamente quería estar a solas con la chica y no le hace ninguna gracia que nos hayamos encontrado. Pero el tipo tiene sus modales, y me hace las previsibles preguntas, que de dónde soy, cuánto tiempo voy a permanecer en Bangor, que si soy crítico literario. La última me desconcierta pero me acuerdo a tiempo que le dije a Shawna que había venido para entrevistar a Stephen King. Así que invento sobre la marcha, que trabajo para el suplemento de libros de un periódico importante que me había enviado a hacer un reportaje sobre las más importantes editoriales neoyorkinas. Que una vez en Nueva York me apeteció dar un salto hasta aquí, me habían hablado de la ciudad y me apetecía verla. Lo de entrevistar a Stephen King se me había ocurrido para justificar ante el periódico la escapada y que me cubriera los gastos; lo cierto, le dije, es que no tengo concertada ninguna entrevista con el famoso escritor. Yo lo conozco, me contesta Ron, ha venido a alguno de los seminarios que he organizado; si quieres podría intentar que te recibiera.
Las mentiras tienden a comportarse como las bolas de nieve cayendo por una ladera. Ya me veo conversando con Stephen King, lo cual, dicho sea de paso, no me molesta en absoluto, al contrario. Claro, tendría que trabajarme primero un guión, un borrador al menos, para la entrevista y, sobre todo, resultar convincente en el falso papel de periodista literario. Pues está jodida la cosa, porque, como ya comenté en el primer post, de King he leído muy poco, casi nada. Y mientras barrunto esto que escribo, Ron me pregunta que si he leído la última novela, End of Watch y ante algo tan pregunto no voy a ser tan tonto de mentir y le digo que no, que si ha salido hace mucho porque no recuerdo haberla visto en español. Así me entero de que en junio del año pasado y de que es la última de una trilogía policiaca, cuyo protagonista es un detective llamado Bill Hodges. Reconozco contrito no haber leído ninguna y Ron me las recomienda. Stephen, me dice, tiene fama como escritor fantástico, de terror; sin embargo, a mí me parece que en el género policial hace mejor literatura. A medida que voy escuchando su perorata (se nota que es profesor) comprendo que no tengo ninguna posibilidad de salir airoso de mi pequeño fraude. No estaría mal que King me recibiera en su palacete italianizante de Bangor, pero tampoco es cuestión de pasar la vergüenza de ser expulsado de malos modos cuando descubriera –como inevitablemente ocurriría– que soy un impostor. O sea, que le seguiré la corriente a este intelectualillo de provincias y ya me ocuparé, si es que consigue una cita con el ilustre que me da que probablemente no sea más que una fantasmada, de que nunca se haga realidad, por supuesto con mis más exageradas lamentaciones. De otra parte, me digo, después de esta cena con no dejarme ver, asunto resuelto; y justo entonces, me pregunta que dónde me alojo (maldita sea) y, cuando reprimiendo una mentira que estaba a punto de soltar (que en el hotel “racino” por el que acababa de pasar) se lo digo, me felicita porque el Charles Inn es un edificio histórico en el que han pasado muchas cosas. Veo la oportunidad de desviar la conversación del escabroso rumbo por el que fluía (nada de literatura ni de Stephen King) y poniendo la cara de “me acabas de dejar intrigadísimo” le pido que me cuente alguna de esas historias que han ocurrido en el hotel en el que confío poder dormir esta noche. Se repantinga con expresión vanidosa y entrecerrando los ojos (mirada de “te vas a acojonar, tío”) me suelta: bueno, lo cierto es que se dice que está embrujado.
Pero no sigue porque en ese momento escuchamos un “hey, Ron” y el profesor universitario empalidece de golpe, antes siquiera de girar la cabeza hacia la voz que lo llama. Se trata de un tipo gordo y grande, de esos ejemplares muy grandes y muy gordos que abundan en este país más que en cualquier otro. Camisa hawaiana (o sea, enorme, estampada de flores, y por fuera de los pantalones) que ondea siguiendo los aspavientos de su portador, que está acercándose a nuestra mesa desde otra en el extremo opuesto de este amplio salón. Ron se levanta a toda prisa y va a su encuentro, casi como quien en misión suicida se dispone a sacrificarse para salvar a los suyos del exterminio. Los suyos hemos de ser nosotros y supongo que quiere evitarnos las consecuencias, que desconozco pero imagino catastróficas, del desembarco de la mole en nuestra mesa. Shawna y yo observamos como, gracias a su rauda reacción, Ron logra interceptar al atacante a una distancia de seguridad de tres mesas. La chica tiene una sonrisa, entre divertida e irónica. No quiere que lo vean conmigo, me dice, está casado y en su ambiente son muy chismosos; bueno, añade, en esta ciudad son todos muy chismosos. Me sorprende la innecesaria franqueza de Shawna; al fin y al cabo soy un completo extraño. O quizá por eso. Como sea intuyo que quiere que le tire de la lengua. ¿Tenéis una relación? No lo diría yo así, responde, desde luego si por él fuera habríamos llegado bastante más lejos pero de momento no sé si me apetece. Pero tú podrías ayudarme, si no te importa hacerme un pequeño favor. Lo que me pide es avalar una pequeña mentirijilla que le ha contado, que nos conocemos de antes porque mi hija vino hace un par de años de intercambio a la casa de Shawna. Pues que no me pregunte por mi hija, que seguro que meto la pata. No te preocupes, no lo hará, en todo caso tú simplemente sígueme el rollo. Me gustaría saber cuál es la táctica de esta muchacha, qué beneficios espera obtener de esa trola (aquí mentimos todos), pero no me da tiempo a inquirir nada porque aparece Ron. Casi a empujones fue devolviendo al cachalote a su mesa y ahora me pide que si puedo acompañarlo para presentarme a unos amigos suyos. ¿Y Shawna? No, Shawna mejor que nos espere aquí y vaya pidiendo, será solo unos minutos.
Me lleva a esa mesa del fondo y mientras vamos acercándonos me pide, también él, que confirme lo que diga. Los amigos son tres parejas cuarentonas, con un cierto aire progre algo trasnochado, salvo el gordísimo que desentona (con esas dimensiones desentonaría en cualquier grupo) pero parece el más feliz e integrado de todos, estrechando a una mujer muy flaca, de pelo rizadísimo, nariz descomunal y gafas miopísimas. Son todos profesores de la universidad de Maine en Bangor, y todos del departamento de inglés. Ron me presenta –equivocándose al pronunciar mi nombre– como periodista literario español que ha venido para entrevistar a Stephen King; para justificar que estemos juntos en el restaurante, explica que conozco a una de sus alumnas (sí, aclara, la chica que está en la mesa) y a través de ella le he pedido que me ayude a concertar una cita con el escritor. Enseguida se arma el barullo, y dos o tres de los comensales se ofrecen a facilitarme el encuentro, en una especie de competencia en definir quién tiene más influencia sobre King. Maldigo para mis adentros el lío en que me he metido, sobre todo cuando alguno propone que al día siguiente nos reunamos todos en la universidad con el jefe del departamento de inglés para organizar la entrevista, que podría reconvertirse en una especie de mini-taller literario, tal vez en torno a las relaciones de la obra de King con España. La idea les entusiasma y empiezan a discutir animadamente, aunque a ninguno se le ocurre ningún nexo conector y me piden mi opinión. Contesto que tendría que pensarlo porque así, a bote pronto, tampoco me viene ninguno a la cabeza. Y Stephen King, pregunta la flaca fea emparejada con el súper-gordo, ¿crees que ha influido en la literatura española reciente, en novelistas de terror o de crímenes? Empiezo a ponerme nervioso, a notar una sorda irritación, ganas de zanjar esta incómoda escena mandándolos a todos a la mierda. Inspiró profundamente y dibujo una amplia (e hipócrita) sonrisa: me abrumáis, digo con tono conciliador, hace solo unas horas que he llegado a la ciudad; antes incluso de concretar la entrevista con Stephen o cualquier otra actividad, necesito un tiempo a solas, para reflexionar y organizarme mentalmente. Se hace el silencio y todos me miran con caras de respeto, casi de susto; como si cayeran en la cuenta de que se han pasado, de que han sido maleducados. Creo intuir una cierta inseguridad provinciana, vaya a saber quién será este europeo y la imagen que se estará formando de nosotros. El paréntesis de estupor se disipa y ahora todos barbotean disculpas y muchos “claro, claro, descansa primero, ya hablamos, etc”. Así que nos despedimos del grupo y volvemos a nuestra mesa, no sin que Ron quede designado como el enlace conmigo para organizar con calma mis actividades literarias en Bangor: prueba superada.
La cena transcurre sin nuevos sobresaltos. Shawna había hecho los pedidos y al poco de sentarnos llegan los platos. A mí me ha tocado una pechuga de pollo a la parmesana con salsa y sobre un pan de ajo con mozzarella; la verdad es que no está nada malo. La conversación, dirigida por Shawna, se centra en mi hija Katie (el nombre lo inventa ella; yo he de aclarar que en castellano es Catalina), sus estudios universitarios de ingeniería aeronáutica, su relación con un chico muy serio que tiene una empresa de exportación, sus planes de viajar este verano a Maine para que las amigas se encuentren … Shawna es tan buena perfilando el personaje que casi acabo creyéndome que tengo una hija. Lo cierto es que, en el rato que hemos pasado juntos, poco más de una hora, hemos creado un mundo ficticio que, vista la velocidad con que va enraizándose (o enredándose a través de mentiras enlazadas), pareciera tener voluntad de existir, de convertirse en real. Vuelvo a fantasear con prolongar la ficción, aprovechar las ganas de estos tipos de conseguirme una cita con Stepehen King y hacerle una entrevista; podría ser divertido y quizá hasta salga bien, no me descubran. Pero prevalece la voz de la prudencia, no te metas en líos, me dice, que no es cuestión de que tu viaje acabe antes de tiempo con algún incidente desagradable. Acabamos de cenar y Shawna me propone que vayamos al Hollywood a jugar un rato a la ruleta y Ron se suma entusiasta (como si tuviera más interés en serme agradable que en conseguir frutos de su ligoteo con la chica). Pero educadamente rechazo la invitación; me apetece, les digo, pasear relajadamente hasta el hotel. Ponen cara de decepción pero aseguran entenderme. Ron me da su número de móvil (Shawna ya me lo había dado esta mañana) y me hace prometerle que lo llamaré mañana para hablar sobre la entrevista a Stephen King. Tendré que consultar con la almohada cómo salir de este embrollo. De momento, tras despedirme de la parejita, echo a andar de nuevo por Main Street.
Me lleva a esa mesa del fondo y mientras vamos acercándonos me pide, también él, que confirme lo que diga. Los amigos son tres parejas cuarentonas, con un cierto aire progre algo trasnochado, salvo el gordísimo que desentona (con esas dimensiones desentonaría en cualquier grupo) pero parece el más feliz e integrado de todos, estrechando a una mujer muy flaca, de pelo rizadísimo, nariz descomunal y gafas miopísimas. Son todos profesores de la universidad de Maine en Bangor, y todos del departamento de inglés. Ron me presenta –equivocándose al pronunciar mi nombre– como periodista literario español que ha venido para entrevistar a Stephen King; para justificar que estemos juntos en el restaurante, explica que conozco a una de sus alumnas (sí, aclara, la chica que está en la mesa) y a través de ella le he pedido que me ayude a concertar una cita con el escritor. Enseguida se arma el barullo, y dos o tres de los comensales se ofrecen a facilitarme el encuentro, en una especie de competencia en definir quién tiene más influencia sobre King. Maldigo para mis adentros el lío en que me he metido, sobre todo cuando alguno propone que al día siguiente nos reunamos todos en la universidad con el jefe del departamento de inglés para organizar la entrevista, que podría reconvertirse en una especie de mini-taller literario, tal vez en torno a las relaciones de la obra de King con España. La idea les entusiasma y empiezan a discutir animadamente, aunque a ninguno se le ocurre ningún nexo conector y me piden mi opinión. Contesto que tendría que pensarlo porque así, a bote pronto, tampoco me viene ninguno a la cabeza. Y Stephen King, pregunta la flaca fea emparejada con el súper-gordo, ¿crees que ha influido en la literatura española reciente, en novelistas de terror o de crímenes? Empiezo a ponerme nervioso, a notar una sorda irritación, ganas de zanjar esta incómoda escena mandándolos a todos a la mierda. Inspiró profundamente y dibujo una amplia (e hipócrita) sonrisa: me abrumáis, digo con tono conciliador, hace solo unas horas que he llegado a la ciudad; antes incluso de concretar la entrevista con Stephen o cualquier otra actividad, necesito un tiempo a solas, para reflexionar y organizarme mentalmente. Se hace el silencio y todos me miran con caras de respeto, casi de susto; como si cayeran en la cuenta de que se han pasado, de que han sido maleducados. Creo intuir una cierta inseguridad provinciana, vaya a saber quién será este europeo y la imagen que se estará formando de nosotros. El paréntesis de estupor se disipa y ahora todos barbotean disculpas y muchos “claro, claro, descansa primero, ya hablamos, etc”. Así que nos despedimos del grupo y volvemos a nuestra mesa, no sin que Ron quede designado como el enlace conmigo para organizar con calma mis actividades literarias en Bangor: prueba superada.
La cena transcurre sin nuevos sobresaltos. Shawna había hecho los pedidos y al poco de sentarnos llegan los platos. A mí me ha tocado una pechuga de pollo a la parmesana con salsa y sobre un pan de ajo con mozzarella; la verdad es que no está nada malo. La conversación, dirigida por Shawna, se centra en mi hija Katie (el nombre lo inventa ella; yo he de aclarar que en castellano es Catalina), sus estudios universitarios de ingeniería aeronáutica, su relación con un chico muy serio que tiene una empresa de exportación, sus planes de viajar este verano a Maine para que las amigas se encuentren … Shawna es tan buena perfilando el personaje que casi acabo creyéndome que tengo una hija. Lo cierto es que, en el rato que hemos pasado juntos, poco más de una hora, hemos creado un mundo ficticio que, vista la velocidad con que va enraizándose (o enredándose a través de mentiras enlazadas), pareciera tener voluntad de existir, de convertirse en real. Vuelvo a fantasear con prolongar la ficción, aprovechar las ganas de estos tipos de conseguirme una cita con Stepehen King y hacerle una entrevista; podría ser divertido y quizá hasta salga bien, no me descubran. Pero prevalece la voz de la prudencia, no te metas en líos, me dice, que no es cuestión de que tu viaje acabe antes de tiempo con algún incidente desagradable. Acabamos de cenar y Shawna me propone que vayamos al Hollywood a jugar un rato a la ruleta y Ron se suma entusiasta (como si tuviera más interés en serme agradable que en conseguir frutos de su ligoteo con la chica). Pero educadamente rechazo la invitación; me apetece, les digo, pasear relajadamente hasta el hotel. Ponen cara de decepción pero aseguran entenderme. Ron me da su número de móvil (Shawna ya me lo había dado esta mañana) y me hace prometerle que lo llamaré mañana para hablar sobre la entrevista a Stephen King. Tendré que consultar con la almohada cómo salir de este embrollo. De momento, tras despedirme de la parejita, echo a andar de nuevo por Main Street.
¡Pues valiente aprieto en el que has andado metido! ¡Jajajaja! ya veremos cómo sigue...
ResponderEliminarNo hay que decir mentiras, niños, que luego te encuentras atrapado en ellas.
EliminarMe hiciste acordar a "Perdidos en Tokio" ("Lost in translation"). Podrías decirle a los departamento de lengua que en realidad estás haciendo un trabajo de campo sobre la postverdad.
ResponderEliminarEs una opción si me decido a seguir el juego y entrevistar a Stephen King. Aunque no sé si les haría mucha gracia la explicación ...
EliminarDe Manguel he leído tres o cuatro libros, pero no el que citas al que, por cierto,ya le tenía echado el ojo.
ResponderEliminarTu propuesta me parece excesivamente peligrosa, un poco al estilo "de perdidos al río" y a mentir como bellacos. En todo caso, te aseguro que Shawna no tiene ningún interés en mí; esa chica va a su bola.