Nos cuenta Cioranescu que, de regreso en Tenerife al años siguiente (1557), Thomas Nichols “puso tienda en La Laguna, en donde vendía los paños y las telas que recibía de Inglaterra”. Si, como barrunto, Nichols vino para reemplazar a William Edge al frente de los negocios de Hickman y Castlyn (y también a representar a Lok), habría que pensar que se haría cargo del establecimiento preexistente, al menos a su llegada, aunque poco después, por los motivos que fuera, buscara y abriera un nuevo local. Pero, en cualquier caso, parece que se desconoce dónde estaba esa tienda. Para la fecha de la llegada de nuestro hombre la ciudad de La Laguna debería estar ya bastante definida en su trama urbana (me baso en el plano del ingeniero lombardo Leonardo Torriani, trazado veinte años después), aunque dicha trama distaba aún mucho de estar completamente ocupada por las edificaciones. Se ve fácilmente que, sobre todo en las manzanas de mayor tamaño al exterior del trapecio central –el delimitado por las actuales calles Bencomo y Herradores, entre la Concepción y la plaza del Adelantado– hay bastantes vacíos. Imaginaré que el local de Nichols se ubicaba en la calle Herradores, el eje con mayor actividad comercial en el siglo XVI. La calle Herradores, además, ya desde su primer trazado, giraba en su extremo hacia el Sur para convertirse en el camino hacia la costa, el que llegaba hasta Santa Cruz incluso cuando aún el lugar se llamaba Añazo. Nos cuenta Viera y Clavijo que en esta calle, a la salida de la ciudad, se situaba la mancebía, que se arrendaba por el Cabildo a cambio del pertinente arbitrio (la prostitución era una importante fuente de los ingresos públicos). Bien es verdad que hacia mediados del siglo, probablemente antes de que llegara Thomas, se había suprimido este arrendamiento, pero obviamente no habrían desaparecido los burdeles. Digo esto porque me da por imaginar que en la actual plaza de San Cristóbal, hasta quizá en su continuación (calle de Calvo Sotelo), pero no más allá de la Cruz de Piedra, zona de arrabal poco poblada, debían haber casas licenciosas; y quiero pensar que hasta ellas caminaría no pocas tardes nuestro amigo con ganas de saciar sus apetitos juveniles –tenía veinticinco añitos al instalarse en la Isla–.
Si nos queremos hacer una idea de cómo era entonces la ciudad de San Cristóbal de La Laguna hemos en primer lugar de leer lo que dejo escrito años después el propio Thomas Nichols en su “Descripción de las Islas Afortunadas”: “Hay en esta isla una hermosa ciudad, situada a tres leguas del mar, cerca de un lago llamado La Laguna. Hay en ella dos hermosas iglesias parroquiales; allí reside el gobernador, que administra con justicia toda esta isla. Hay también regidores para el público bienestar, cuyos oficios compran al Rey. La mayor parte de los habitantes de esta ciudad son hidalgos, mercaderes y labradores”. Más noticias nos da Torriani (“Descripción de las Islas Canarias”): “Esta ciudad, edificada después de la conquista, es la mayor y la más habitada de todas las demás de estas islas. Además de las mil casas que contiene, cada una de ellas tiene a su lado gran espacio de huerta, llena con naranjeros y otros árboles hermosísimos. Está situada en una amplia y espaciosa meseta encima de las montañas, las cuales, al prolongarse en dirección de la punta de Naga por espacio de dos millas y media, le forma alrededor un hermosísimo y agradable anfiteatro. Por hallarse en lo alto, en dirección norte, tiene mucha niebla, con lluvias y grandísimas intemperies, por los vientos septentrionales que la azotan y la enfrían continuamente; y por esta razón las fachadas de las casas que miran hacia norte son muy húmedas, y la mitad de las calles que están descubiertas en aquella dirección, llenas de yerbas, por la humedad que las hace brotar durante todo el año. Las casas son bajas y tétricas; pero desde lejos, mirando desde la altura de alguna montaña vecina, toda la ciudad tiene buen aspecto, por ser las calles rectas, las casas llenas de árboles, y agradable la laguna. Aquí residen la justicia y el concejo, los hidalgos ricos y mercaderes de España, de Francia, de Flandes, de Inglaterra y de Portugal; entre éstos y los isleños, hay gente muy rica”.
Desde muy pronto el chico demostró que tenía empuje, desarrollando una incansable actividad a favor de los intereses de sus representados. Intuyo que tanto ir y venir en los afanes de negocios hubo de llamar la atención en un entorno en el que predominaría la indolencia y que, además, estaba grandemente jerarquizado; más de uno, supongo yo, se sentiría irritado con las frenéticas correrías de ese jovencillo inglés, probablemente no lo respetuoso que debiera. Sabemos que se movía por todo Tenerife y también viajaba con frecuencia a La Palma, para comprar vino y azúcar, o a Gran Canaria, a tratar con su colega Kingsmill, quien más veterano actuaría a modo de principal en Canarias de las firmas inglesas. Parece que Nichols vendía como mayorista, o sea, no a particulares sino a comerciantes minoristas que se ocuparían de recortar los rollos de paño inglés para servir a los consumidores. Cioranescu llega a tal conclusión tras comprobar que las cantidades que le debían varios de sus clientes eran bastante respetables. Por ejemplo, en febrero de 1559, según consta en una escritura de poder, sumaba algo más de 350.000 maravedíes, una verdadera fortuna. Como quedó de manifiesto durante su proceso, nuestro hombre movía mucho dinero, aunque anduviera muy escaso de efectivo. Es de suponer que el papel (los consiguientes documentos firmados ante escribano) correría abundantemente. Los reconocimientos de deuda, avalados por banqueros (genoveses, probablemente) valdrían para adquirir cargamentos de azúcar o vino, sin necesidad de que en las transacciones tintinearan monedas de oro. El negocio, qué duda cabe, era boyante. Valga como muestra que el valor de la mercancía que fletó Kingsmill en un solo viaje giraba en torno a los 30.000 ducados. Para hacerse una idea, sépase que el Rey obtenía de Canarias una renta anual de apenas el doble.
Interrumpo momentáneamente el relato para indagar sobre los valores de las monedas de la época. En las operaciones comerciales de envergadura (estas de export-import y de ventas al por mayor) se hablaba en ducados; sin embargo, desde la introducción del escudo (1536) –también moneda de oro de algo menor peso y ley– dejó de acuñarse aunque se mantuviera como unidad de cuenta. En aquellos tiempos el valor de la moneda era el del metal que contenía; como el ducado pesaba 3,6 gramos de oro de excelente ley (23,75 quilates) y la cotización actual del oro ronda los 35 €/gramo, una primera aproximación sería que el valor del ducado equivale a unos 125 euros. Buscando las referencias en los sueldos, consulto la imprescindible “El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II”, de Fernand Braudel, y encuentro algunas pistas. Nos dice, por ejemplo, que los muchachos encargados de la vigilancia en la Zecca de Venecia recibían la miserable remuneración de 20 ducados al año; que un contable gana unos 180 ducados anuales, lo que empieza ya a ser decente; por último, el ingeniero al servicio del Dux ganaba el sueldazo de 20 ducados mensuales (y quería que se lo subieran a 25). Si asumimos el valor del ducado calculado con el precio del oro, los ingresos mensuales actualizados de estos tres ejemplos serían, respectivamente, de 208, 1.875 y 2.500 euros (este último pediría 3.750). En mi opinión, salen cifras algo bajas; para hablar de un sueldo decente hay que estar por encima de los dos mil euros, y un sueldazo exige llegar como mínimo a los tres mil. Por tanto, aplico un incremento del 20% (que tampoco me parece una corrección excesiva) y redondeo el valor actual del ducado de la segunda mitad del XVI en la cantidad de 150 €.
Si el ducado –sustituido luego por el escudo– era la moneda de oro de la época, el maravedí era la moneda de vellón (aleación de plata y cobre) de uso mucho más corriente, y la unidad de cuenta en las transacciones minoristas. Durante el XVI el maravedí se fue devaluando (pasando de vellón rico, o sea, con más plata que cobre, a vellón pobre) de modo que el escudo pasó de cotizarse en 350 maravedíes en 1535 a 400 en 1566. Teniendo en cuenta que el escudo representaba un 93% del valor del ducado, en los años en que Thomas estaba en Tenerife éste podría valer unos 430 maravedíes y, por tanto, un maravedí equivaldría a unos 35 céntimos actuales. De modo que, si mis cálculos no están demasiado errados, la cantidad citada arriba que le adeudaban en febrero de 1559 podría corresponder en nuestros días a unos ciento veintipico mil euracos, y el flete referido de Kingsmill a Inglaterra nada menos que cuatro millones y medio de euros. Como ya hemos dicho, el bisoño inglés manejaba mucha guita, más que de sobra para despertar envidias y enconos, sobre todo si, como me barrunto, no era lo prudente y modesto que debiera. Como veremos en siguientes entradas, entre las causas declaradas de sus tribulaciones no aparecerán los asuntos económicos, pero para mí tengo que éstos subyacían en los verdaderos móviles de sus enemigos
Desde muy pronto el chico demostró que tenía empuje, desarrollando una incansable actividad a favor de los intereses de sus representados. Intuyo que tanto ir y venir en los afanes de negocios hubo de llamar la atención en un entorno en el que predominaría la indolencia y que, además, estaba grandemente jerarquizado; más de uno, supongo yo, se sentiría irritado con las frenéticas correrías de ese jovencillo inglés, probablemente no lo respetuoso que debiera. Sabemos que se movía por todo Tenerife y también viajaba con frecuencia a La Palma, para comprar vino y azúcar, o a Gran Canaria, a tratar con su colega Kingsmill, quien más veterano actuaría a modo de principal en Canarias de las firmas inglesas. Parece que Nichols vendía como mayorista, o sea, no a particulares sino a comerciantes minoristas que se ocuparían de recortar los rollos de paño inglés para servir a los consumidores. Cioranescu llega a tal conclusión tras comprobar que las cantidades que le debían varios de sus clientes eran bastante respetables. Por ejemplo, en febrero de 1559, según consta en una escritura de poder, sumaba algo más de 350.000 maravedíes, una verdadera fortuna. Como quedó de manifiesto durante su proceso, nuestro hombre movía mucho dinero, aunque anduviera muy escaso de efectivo. Es de suponer que el papel (los consiguientes documentos firmados ante escribano) correría abundantemente. Los reconocimientos de deuda, avalados por banqueros (genoveses, probablemente) valdrían para adquirir cargamentos de azúcar o vino, sin necesidad de que en las transacciones tintinearan monedas de oro. El negocio, qué duda cabe, era boyante. Valga como muestra que el valor de la mercancía que fletó Kingsmill en un solo viaje giraba en torno a los 30.000 ducados. Para hacerse una idea, sépase que el Rey obtenía de Canarias una renta anual de apenas el doble.
Interrumpo momentáneamente el relato para indagar sobre los valores de las monedas de la época. En las operaciones comerciales de envergadura (estas de export-import y de ventas al por mayor) se hablaba en ducados; sin embargo, desde la introducción del escudo (1536) –también moneda de oro de algo menor peso y ley– dejó de acuñarse aunque se mantuviera como unidad de cuenta. En aquellos tiempos el valor de la moneda era el del metal que contenía; como el ducado pesaba 3,6 gramos de oro de excelente ley (23,75 quilates) y la cotización actual del oro ronda los 35 €/gramo, una primera aproximación sería que el valor del ducado equivale a unos 125 euros. Buscando las referencias en los sueldos, consulto la imprescindible “El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II”, de Fernand Braudel, y encuentro algunas pistas. Nos dice, por ejemplo, que los muchachos encargados de la vigilancia en la Zecca de Venecia recibían la miserable remuneración de 20 ducados al año; que un contable gana unos 180 ducados anuales, lo que empieza ya a ser decente; por último, el ingeniero al servicio del Dux ganaba el sueldazo de 20 ducados mensuales (y quería que se lo subieran a 25). Si asumimos el valor del ducado calculado con el precio del oro, los ingresos mensuales actualizados de estos tres ejemplos serían, respectivamente, de 208, 1.875 y 2.500 euros (este último pediría 3.750). En mi opinión, salen cifras algo bajas; para hablar de un sueldo decente hay que estar por encima de los dos mil euros, y un sueldazo exige llegar como mínimo a los tres mil. Por tanto, aplico un incremento del 20% (que tampoco me parece una corrección excesiva) y redondeo el valor actual del ducado de la segunda mitad del XVI en la cantidad de 150 €.
Si el ducado –sustituido luego por el escudo– era la moneda de oro de la época, el maravedí era la moneda de vellón (aleación de plata y cobre) de uso mucho más corriente, y la unidad de cuenta en las transacciones minoristas. Durante el XVI el maravedí se fue devaluando (pasando de vellón rico, o sea, con más plata que cobre, a vellón pobre) de modo que el escudo pasó de cotizarse en 350 maravedíes en 1535 a 400 en 1566. Teniendo en cuenta que el escudo representaba un 93% del valor del ducado, en los años en que Thomas estaba en Tenerife éste podría valer unos 430 maravedíes y, por tanto, un maravedí equivaldría a unos 35 céntimos actuales. De modo que, si mis cálculos no están demasiado errados, la cantidad citada arriba que le adeudaban en febrero de 1559 podría corresponder en nuestros días a unos ciento veintipico mil euracos, y el flete referido de Kingsmill a Inglaterra nada menos que cuatro millones y medio de euros. Como ya hemos dicho, el bisoño inglés manejaba mucha guita, más que de sobra para despertar envidias y enconos, sobre todo si, como me barrunto, no era lo prudente y modesto que debiera. Como veremos en siguientes entradas, entre las causas declaradas de sus tribulaciones no aparecerán los asuntos económicos, pero para mí tengo que éstos subyacían en los verdaderos móviles de sus enemigos
Vellón (de lana) viene del latín villus que es el pelo de los animales o de los paños. Hay muchas otras palabras en castellano con esta etimología: vello, el primer pelo que nace en la barba; velludo o velloso; vellocino … En cambio, vellón (de aleación de cobre y plata), proviene del francés billón, que antiguamente significaba lingote y aleación de un metal precioso con otro. Al pasar al castellano se escribió con b (así aparece en Nebrija), pero luego, justamente por confundirlo con el vellón de lana, se empezó a escribir con v. En conclusión, que no, que el vellón numismático nada tiene que ver con el vellón de lana esquilada.
ResponderEliminarAñado: si buscas vellón en el DRAE verás que son dos palabras, no distintas acepciones de la misma palabra. Hay otros ejemplos en castellanos de palabras distintas aunque tengan la misma grafía.
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminarJoaquín.
Casi parece la típica historia con moralina de Hollywood: muchacho espabilado deja su hogar y se va muy lejos a hacer fortuna, lo consigue pero esto le acarrea enemigos.
ResponderEliminarSí, es una manera de verlo.
EliminarSe las llama homónimos.
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