Hemos ya repasado la primera etapa de la vida de Robert de Braquemont, la que llega hasta sus treinta años, a mediados de la década de los ochenta del siglo XIV. Siglo catastrófico, desde luego, “uno de los más nefastos de la historia de la humanidad, marcado por las graves plagas y las guerras que asolaron casi toda Europa” (Wikipedia). Barbara Tuchman escribió un maravilloso libro dedicado a esta centuria –Un espejo lejano–, cuya lectura es muy recomendable para hacerse una imagen panorámica de aquellos tiempos. Recuérdese, por ejemplo, que hacia la mitad del siglo Europa vivió la terrible Peste Negra que supuso, en el caso de Francia, la muerte de casi la mitad de la población; afortunadamente para él, Robin nació cuando la epidemia se estaba disipando, al menos en Normandía, aunque siguió golpeando casi hasta el final de la centuria (por ejemplo, Luis de Anjou murió de peste). Pero de lo que no se libró fue de los conflictos bélicos que asolaban todo el continente, empezando por el mayor de todos que tan de cerca le tocaba, la Guerra de los Cien Años, que ya había empezado cuando nació y no habría acabado cuando murió. Este enfrentamiento entre los reyes de Francia y de Inglaterra enmarcaba muchos otros conflictos, la mayoría de ellos también de naturaleza dinástica, peleas por el acceso a los tronos, lo que da muestra de la enorme inestabilidad política de la época. Naturalmente, en tiempos de guerra la violencia es la que manda y la gran mayoría de la población sufre sus terribles efectos. Otros, sin embargo, saben desenvolverse en ese mundo de crímenes, intrigas y acciones militares, y gracias a él medran hasta los puestos más encumbrados de la sociedad. Nuestro protagonista fue uno de ellos.
Ya hemos visto que Robert alcanza reconocimiento militar al servicio del Duque de Anjou en el conflicto sucesorio por la corona de Nápoles, aunque el bando por el que combate resultara el perdedor. También en la Península Ibérica eran aquellos tiempos de broncas sucesorias y allí habría de ir el de Braquemont. Doy unas pinceladas rápidas para situar los antecedentes. Ya me referí en la entrada anterior al ascenso al trono de Castilla de Enrique II, el primer Trastámara, gracias al inestimable apoyo francés (y particularmente del legendario Bertrand du Guesclin). Ahora bien, Fernando I, el rey portugués, no aceptó la nueva dinastía del vecino país y, con apoyos en el interior y en el exterior (pactos con Inglaterra, Aragón, Navarra y los benimerines marroquíes y granadinos), abanderó la causa legitimista contra el usurpador con las llamadas guerras fernandinas. En las dos primeras, vence Enrique y se firman los correspondientes Tratados con los habituales acuerdos matrimoniales entre ambas casas (1371 y 1373); en la tercera, ya muerto el rey castellano, Fernando pacta mediante el Tratado de Salvaterra de Magos (1383) la que parece una solución de paz a lago plazo entre ambos reinos: casar a su hija y heredera Beatriz, entonces de 10 años, con el monarca castellano, Juan I, de 25 años, viudo reciente de Leonor de Aragón, que le había dado dos hijos (los futuros Enrique III de Castilla y Fernando I de Aragón). El acuerdo estipulaba que, si bien Juan podría titularse rey de Portugal como marido de la reina, ambos estados habrían de mantener sus independencias. Para ello, el primer hijo varón de la pareja habría de ser educado en Lisboa a cargo de Leonor, la reina viuda de Fernando (estaba ya agonizante a la firma del Tratado), quien ejercería la regencia. Sin embargo, en cuanto murió el rey portugués, como siempre ocurre, las cosas se torcieron.
Lo que pasó es que Juan II consideró que no le bastaba con ser nominal de Portugal, sino que quería poder ejercer de hecho como tal. En ese propósito tenía el apoyo de buena parte de la nobleza lusa pero se le oponía la incipiente burguesía y el pueblo llano; ya para entonces los portugueses recelaban muy mucho de los castellanos (y eso no ha cambiado más de seis siglos después). El caso es que cuando en varios lugares de Portugal se proclamó el ascenso al trono de Juan y Beatriz se manifestó un generalizado rechazo popular y reclamos para que otro Juan, el hijo de Pedro I de Portugal con Inés de Castro y, por tanto, hermanastro de Fernando I, fuera nombrado rey. Juan I, para evitarse problemas, encerró a su tocayo en el Alcázar de Toledo, pero entonces apareció en la partida un tercer Juan, también hijo de Pedro I, pero éste bastardo. Aún así, su sangre real hizo que le otorgaran el importante título de maestre de la orden militar de Avis, la más importante del medioevo portugués. Pues bien, este Juan maestre de Avis, se erigió como defensor de los derechos del otro Juan portugués y en contra del Juan castellano. Entre 1983 y 1985 se desarrolló esta crisis sucesoria que acabó con la contundente victoria de la resistencia portuguesa a las ansias anexionistas de Castilla. Durante esos años, el maestre de Avis ejerció un liderazgo decisivo de modo que, al final, la gran mayoría de sus partidarios deseaban colocarlo en el trono. Para ello, en la primavera de 1385 las Cortes portuguesas declararon que Beatriz era hija ilegítimo porque fue nulo el matrimonio de Fernando I con Leonor Téllez, y también que los hijos de Pedro I con la gallega Inés de Castro (entre ellos el segundo Juan) también lo eran porque también ese matrimonio fue nulo. De modo que gracias a estas dos nulidades matrimoniales a posteriori resultó que nadie tenía derecho por herencia y el pueblo era libre de escoger un nuevo soberano, a través de sus representantes, sin tener en consideración los dictámenes de las reglas sucesorias. Y, claro está, esas Cortes votaron al maestre de Avis que se convirtió en Juan I. Por primera vez en la historia de Portugal el rey era electo y, además, bastardo.
¿Y qué tiene que ver este episodio de la historia ibérica con la vida de Robert de Braquemont? Pues que, en virtud de la alianza entre Castilla y Francia a la que ya me referí en la entrada anterior, Juan I pidió ayuda a Carlos VI para reforzar el ejército con el que pretendía ocupar Portugal. Beltán Duguesclín, el fabuloso bretón, había dejado la Península quince años atrás, después de dar el trono a los Trastámara (parece que a principios de su reinado, Juan I solicitó que volviera el que ya era Condestable de Francia y él estaba dispuesto; pero enfermó de disentería y murió). Desde principios de 1384, Juan I se paseaba por el país vecino, sucediéndose una serie de ofensivas y repliegues. El ejército castellano era muy superior numéricamente al portugués, aunque éstos contaban con el apoyo de los mortíferos arqueros ingleses, a las órdenes del duque de Lancaster. Así, en vísperas del verano de 1385, las recientes contraofensivas del maestre de Avis (que siguieron a su coronación) obligaban al de Castilla a buscar una batalla final, decisiva, pero antes de acometerla esperó que le llegaran de Francia una compañía de 800 lanceros franceses mandada por Geoffroy Parthenay. Hemos de suponer que con ese contingente vendría Robin, ya en calidad de oficial de rango elevado, aunque no tenemos pruebas ciertas pues la primera constancia documental de su estancia en la Península es de 1386. Quizá sea más verosímil, dado que alcanzaría el grado de almirante, que viniera en alguna de las naves que anclaron en el estuario del Tajo a la espera del desenlace de Aljubarrota. Sin embargo, prefiero imaginarme que nuestro protagonista asistió a esa terrible batalla, que se batió cuerpo a cuerpo y que incluso se hizo notar por el rey y los nobles castellanos de modo que la humillante derrota fuera después para él fuente de ventajas y beneficios en la corte de Juan I. La importancia de Aljubarrota fue tan grande que merece que le dediquemos la próxima entrada, incluso aunque no estemos seguros de que en ella participara nuestro Mosén Rubín de Bracamonte.
Lo que pasó es que Juan II consideró que no le bastaba con ser nominal de Portugal, sino que quería poder ejercer de hecho como tal. En ese propósito tenía el apoyo de buena parte de la nobleza lusa pero se le oponía la incipiente burguesía y el pueblo llano; ya para entonces los portugueses recelaban muy mucho de los castellanos (y eso no ha cambiado más de seis siglos después). El caso es que cuando en varios lugares de Portugal se proclamó el ascenso al trono de Juan y Beatriz se manifestó un generalizado rechazo popular y reclamos para que otro Juan, el hijo de Pedro I de Portugal con Inés de Castro y, por tanto, hermanastro de Fernando I, fuera nombrado rey. Juan I, para evitarse problemas, encerró a su tocayo en el Alcázar de Toledo, pero entonces apareció en la partida un tercer Juan, también hijo de Pedro I, pero éste bastardo. Aún así, su sangre real hizo que le otorgaran el importante título de maestre de la orden militar de Avis, la más importante del medioevo portugués. Pues bien, este Juan maestre de Avis, se erigió como defensor de los derechos del otro Juan portugués y en contra del Juan castellano. Entre 1983 y 1985 se desarrolló esta crisis sucesoria que acabó con la contundente victoria de la resistencia portuguesa a las ansias anexionistas de Castilla. Durante esos años, el maestre de Avis ejerció un liderazgo decisivo de modo que, al final, la gran mayoría de sus partidarios deseaban colocarlo en el trono. Para ello, en la primavera de 1385 las Cortes portuguesas declararon que Beatriz era hija ilegítimo porque fue nulo el matrimonio de Fernando I con Leonor Téllez, y también que los hijos de Pedro I con la gallega Inés de Castro (entre ellos el segundo Juan) también lo eran porque también ese matrimonio fue nulo. De modo que gracias a estas dos nulidades matrimoniales a posteriori resultó que nadie tenía derecho por herencia y el pueblo era libre de escoger un nuevo soberano, a través de sus representantes, sin tener en consideración los dictámenes de las reglas sucesorias. Y, claro está, esas Cortes votaron al maestre de Avis que se convirtió en Juan I. Por primera vez en la historia de Portugal el rey era electo y, además, bastardo.
¿Y qué tiene que ver este episodio de la historia ibérica con la vida de Robert de Braquemont? Pues que, en virtud de la alianza entre Castilla y Francia a la que ya me referí en la entrada anterior, Juan I pidió ayuda a Carlos VI para reforzar el ejército con el que pretendía ocupar Portugal. Beltán Duguesclín, el fabuloso bretón, había dejado la Península quince años atrás, después de dar el trono a los Trastámara (parece que a principios de su reinado, Juan I solicitó que volviera el que ya era Condestable de Francia y él estaba dispuesto; pero enfermó de disentería y murió). Desde principios de 1384, Juan I se paseaba por el país vecino, sucediéndose una serie de ofensivas y repliegues. El ejército castellano era muy superior numéricamente al portugués, aunque éstos contaban con el apoyo de los mortíferos arqueros ingleses, a las órdenes del duque de Lancaster. Así, en vísperas del verano de 1385, las recientes contraofensivas del maestre de Avis (que siguieron a su coronación) obligaban al de Castilla a buscar una batalla final, decisiva, pero antes de acometerla esperó que le llegaran de Francia una compañía de 800 lanceros franceses mandada por Geoffroy Parthenay. Hemos de suponer que con ese contingente vendría Robin, ya en calidad de oficial de rango elevado, aunque no tenemos pruebas ciertas pues la primera constancia documental de su estancia en la Península es de 1386. Quizá sea más verosímil, dado que alcanzaría el grado de almirante, que viniera en alguna de las naves que anclaron en el estuario del Tajo a la espera del desenlace de Aljubarrota. Sin embargo, prefiero imaginarme que nuestro protagonista asistió a esa terrible batalla, que se batió cuerpo a cuerpo y que incluso se hizo notar por el rey y los nobles castellanos de modo que la humillante derrota fuera después para él fuente de ventajas y beneficios en la corte de Juan I. La importancia de Aljubarrota fue tan grande que merece que le dediquemos la próxima entrada, incluso aunque no estemos seguros de que en ella participara nuestro Mosén Rubín de Bracamonte.
El de la Tuchman es uno de mis libros de historia favoritos, junto con otros dos también suyos.
ResponderEliminarDe la Tuchman, además del citado y después de él, he leído Cañones de Agosto, la torre del orgullo y el telegrama Zimmerman (este último me dio materia para un post ya viejo). Todos me gustaron, pero el que más el "Distant Mirror".
EliminarHabiendo nacido en semejante siglo, era imposible que hubiera disfrutado de algo de paz...
ResponderEliminarSiglo movidillo, sí.
EliminarNo, nada que ver, son dos estilos muy distintos. Duby, en cualquier caso, fue otra de mis debilidades durante cierta época. Pero sí, te recomiendo el de la Tuchman, te va a gustar, seguro.
ResponderEliminarhola, hay una pagina de los bracamonte de Trujillo en Perú donde hay una genealogia, lo que pasa que no hay niguna fuente, y la infoemación no es muy fiable, esta genealogia remonta hasta el siglo 11, da los nombre de las mujeres del abuelo y del padre de Mosén Rubi de Bracamonte. me gustaría si me subiera decir algo sobre ese tema, y tambien sobre los Bracamonte de Zalamea de la serena en Badajoz Extramadura. me puedes escribir a carrerajavier@outlook.com.
ResponderEliminargracias