Robín inició su carrera militar a los 19 años, cuando en octubre de 1374 fue recibido en el ejército del rey Carlos V, el tercer Valois. Para esa fecha, el monarca tenía 36 años y llevaba ya diez de reinado, pero en realidad su protagonismo en el gobierno de Francia había empezado mucho antes, desde que tras la captura de su padre por los ingleses en la batalla de Poitiers (1356), hubo de asumir la regencia. Carlos, llamado el Sabido, subió al trono durante la paz que interrumpió la Guerra de los Cien Años tras el Tratado de Brétigny (1360), pero el estado de Francia era desastroso. Grandes partes del Occidente y Norte del país había pasado a los ingleses y otras ya eran propiedad del Plantagenet o aliadas de éste (el ducado de Bretaña). Por otro lado, los soldados mercenarios que habían participado en la Guerra al servicio de los monarcas y grandes señores, al llegar la paz se habían organizado en compañías de bandoleros y asesinos que se daban al robo y al pillaje, de modo que en casi todos lados se vivía un clima de terror. Con el doble objetivo de acabar con tantos peligrosos criminales y, de paso, constituir por primera vez un ejército estable, que no dependiera de mercenarios, Carlos recurrió al más famoso de todos aquellos aventureros violentos, tan abundantes en la Francia bajomedieval, un bretón de fealdad y fuerza legendarias (“soy muy feo para ganarme el afecto de las mujeres, pero en cambio sé hacerme temer de mis enemigos”) que para entonces ya tenía en su currículum hazañas destacadísimas: Bertrand du Guesclin o, en España, Beltrán Duguesclín. Du Guesclin comenzó sus servicios al rey sabio en la guerra por la sucesión de Borgoña y consolidó su fama como gran general en la victoriosa batalla de Cocherel de 1364 contra las fuerzas anglo-navarras (sí, la misma en que murió Jean III Bethencourt).
Por aquellos tiempos Castilla sufría las peleas por la corona entre Pedro I el Cruel, el hijo legítimo de Alfonso XI con María de Portugal, y Enrique, conde de Trastámara, y también hijo de Alfonso pero con su favorita, la bella Leonor de Guzmán. Pese a ser el heredero de derecho y llevar una década en el trono, la extrema crueldad de Pedro lo había hecho odioso a casi todos; en el plano internacional, era enemigo de Francia y, consiguientemente, los ingleses se pusieron a su favor. En 1360, Enrique, viendo que sus partidarios crecían, decidió invadir Castilla y ocupó Nájera; sin embargo, en la batalla ante esta ciudad riojana, el Trastámara fue derrotado y hubo de exiliarse en la corte de Carlos V. Unos años después, el rey francés decidió prestarle ayuda militar para el definitivo asalto al trono castellano y, de paso, librarse de los últimos tard-venus (los bandoleros que asolaban Francia), integrándolos en el ejército francés que, al mando del aguerrido Bertrand du Guesclin, envió a la Península. En la batalla de Montiel (marzo de 1369), los dos hermanos se enfrentaron cuerpo a cuerpo y, gracias a la ayuda de Duguesclín, Enrique apuñaló a Pedro. De este modo se ciñó el bastardo Trastámara la corona de Castilla e inició una casa dinástica que en el siglo XV llegaría a gobernar en Castilla, en Aragón y en Navarra. Naturalmente, durante su reinado, Enrique II mantuvo la alianza con Francia, creando unas condiciones de amistad y colaboración que explican la posterior presencia e imbricación de nuestro protagonista en Castilla.
Pero antes de ir a Castilla, Robin deBraquemont, según cuenta la tradición, sirvió en la escuadra del almirante Jean de Vienne. De Vienne fue uno de los principales impulsores del reforzamiento de la armada francesa, comprendiendo cabalmente que en la Guerra de los Cien Años era fundamental conseguir la supremacía naval y atacar las costas inglesas. Pudo poner en práctica sus ideas en 1374, gracias al apoyo de Castilla que envió veinte galeras al mando del almirante Fernando Sánchez de Tovar. La unión de las fuerzas navales francesas y castellanas permitió llevar a cabo varias acciones de castigo sistemáticas contra las ciudades del litoral meridional de Inglaterra. En alguna de esas expediciones pudo haber embarcado el joven Robin de Braquemont, zarpando probablemente de algún puerto normando, muy cercano a su pueblo de origen. En junio de ese mismo 1377, Robin forma parte de una compañía armada sita en Honfleur, en el estuario del Sena. Esta preciosa villa (que siglos después sería una de las preferidas de los pintores impresionistas), había sido recuperada recientemente del dominio inglés y por entonces se estaba fortificando a fin de convertir su puerto en la puerta defensiva que impidiera entrar a los ingleses por el río. Por esas fechas, raptó a la joven Isabeau de Murdac, hija del señor de Sainte-Marguerite, pues se conoce un documento de 1378 que le condena a entregarla al caballero Henry de S. Denis. Supongo yo que el señorío de Sainte-Marguerite correspondería al actual pueblito de Sainte-Marguerite-sur-Mer, en la costa de la Alta Normandía a unos quince kilómetros de Bracquemont. Así que por qué no imaginar una romántica historia de amor: dos adolescentes de pueblos cercanos que se enamoran, él inicia su carrera militar empeñado en alcanzar fama y prestigio, ella promete esperarlo. Sin embargo, el padre la promete con un extraño, un tal Henry de Saint Denis; ella, desesperada logra enviar aviso a su amado, acuartelado en la no muy lejana Honfleur. Ambos se fugan de Sainte-Marguerite y viven escondidos algunos días, dispuestos a casarse contra los deseos de la familia. Pero pronto algunos camaradas le hacen saber a Robin que se una boda proscrita trae consigo perder su prometedora carrera; el padre de Isabel lo ha denunciado y un juez del rey ordena la devolución de la doncella. El cálculo se impone al amor y nuestro joven héroe entrega a la Murdac, quizá no del todo inmaculada, pero parece que no hubo más problemas. Al fin y al cabo, pensaría Robin, por un enamoramiento juvenil no voy a estropearme el futuro.
La verdad es que desconocemos las causas y consecuencias de esta aventura mujeril. Quizás no saliera del todo bien librado pues nada se sabe del joven hasta 1384, fecha en la cual ya estaría acabando su veintena. En ese año –según la Histoire Genealogique et Chronologique de la Maison Royale de France, escrita por P. Anselme en 1733– está al servicio de Luis de Anjou. Luis, duque de Anjou, era el hermano de Carlos V y, al morir éste en1380, hubo de ocuparse junto con sus otros dos hermanos –Juan, duque de Berry, y Felipe, duque de Borgoña– de la regencia pues el heredero, Carlos VI a quien apodarían el Loco, tenía solo 11 años. Pues resulta que unos años antes, Juana I, la reina de Nápoles, que no tenía hijos varones vivos, había nombrado como su heredero a Luis de Anjou. La cuestión sucesoria de Nápoles hay que enmarcarla en el Cisma de Occidente, surgido a la muerte de Gregorio XI en 1378. Como es sobradamente sabido, la designación de Urbano VI en Roma fue rechazada por varios cardenales quienes en Fondi eligieron a Clemente VII, quien fijaría su sede en Avignon. Pues bien, Juana se decantó por Clemente (al igual que Francia, Castilla, Aragón y Escocia, entre otros reinos) y, consecuentemente, en 1380, Urbano la declaró herética y cismática, lo que autorizaba a cualquiera a deponerla del trono. Quien ansiaba hacerlo era Carlos de Durazzo, miembro de una de las ramas de la dinastía napolitana de los Anjou y fuertemente apoyado por el rey de Hungría, enemigo mortal de Juana (si ahora me pusiera a contar el embrollo de la historia napolitana durante el reinado de Juana, sus enfrentamientos con Hungría y sus complejas ramificaciones internacionales, no acabaría nunca). El caso es que Juana, viendo peligrar tanto su trono como su vida, decidió que la opción más segura que le quedaba era involucrar a la familia reinante de Francia.
Sin embargo, Luis no partió inmediatamente hacia Italia debido a sus obligaciones como regente (o a falta de previsión política). Carlos de Durazzo, en cambio, con la bendición del Papa romano y el apoyo militar de Hungría, tomó la capital en abril de 1381 y mandó asesinar a Juana, refugiada en el Castel dell’Ovo (desde donde se ve un magnífico panorama de la bahía napolitana, como saben todos los que han visitado la ciudad). Solo una vez que el de Durazzo ocupa el trono napolitano, el de Anjou se da cuenta de que corre el riesgo de perder la magnífica ocasión de ser rey y comienza a organizar un ejército para la reconquista de Nápoles. En 1382 Luis está en Avignon, donde se hace coronar rey de Nápoles por Clemente VII y, de paso, conde de la Provenza, que por entonces estaba unida temporalmente a la casa reinante en Nápoles. Allí, en Provenza, se dedica a reunir fuerzas (como primera acción envía doce galeras a la bahía napolitana, sin mayores consecuencias). Luis al frente de un enorme ejército cruzaría los Alpes hacia el otoño de ese año y pasaría largos meses atacando sin éxito a las fuerzas de Carlos de Durazzo. Hay que suponer, por tanto, que Robin de Braquemont acudiría enrolado en algún contingente de refuerzo, cuando ya la campaña estaba en marcha. Lo que está claro es que no debió guerrear mucho tiempo, porque el Anjou murió en su base de Bari ese mismo año de 1384 (hay incluso quienes dicen que fue en septiembre del 83). Ahora bien, por poco que durara su permanencia en Italia, hubo de darle tiempo para destacar porque, el 1 de noviembre de 1388, Carlos VI le otorgó, en recompensa por sus servicios a la familia, la considerable cantidad de dos mil francos de oro. En los inicios de su treintena, Robert de Braquemont era ya un distinguido caballero del reino de Francia.
Pero antes de ir a Castilla, Robin deBraquemont, según cuenta la tradición, sirvió en la escuadra del almirante Jean de Vienne. De Vienne fue uno de los principales impulsores del reforzamiento de la armada francesa, comprendiendo cabalmente que en la Guerra de los Cien Años era fundamental conseguir la supremacía naval y atacar las costas inglesas. Pudo poner en práctica sus ideas en 1374, gracias al apoyo de Castilla que envió veinte galeras al mando del almirante Fernando Sánchez de Tovar. La unión de las fuerzas navales francesas y castellanas permitió llevar a cabo varias acciones de castigo sistemáticas contra las ciudades del litoral meridional de Inglaterra. En alguna de esas expediciones pudo haber embarcado el joven Robin de Braquemont, zarpando probablemente de algún puerto normando, muy cercano a su pueblo de origen. En junio de ese mismo 1377, Robin forma parte de una compañía armada sita en Honfleur, en el estuario del Sena. Esta preciosa villa (que siglos después sería una de las preferidas de los pintores impresionistas), había sido recuperada recientemente del dominio inglés y por entonces se estaba fortificando a fin de convertir su puerto en la puerta defensiva que impidiera entrar a los ingleses por el río. Por esas fechas, raptó a la joven Isabeau de Murdac, hija del señor de Sainte-Marguerite, pues se conoce un documento de 1378 que le condena a entregarla al caballero Henry de S. Denis. Supongo yo que el señorío de Sainte-Marguerite correspondería al actual pueblito de Sainte-Marguerite-sur-Mer, en la costa de la Alta Normandía a unos quince kilómetros de Bracquemont. Así que por qué no imaginar una romántica historia de amor: dos adolescentes de pueblos cercanos que se enamoran, él inicia su carrera militar empeñado en alcanzar fama y prestigio, ella promete esperarlo. Sin embargo, el padre la promete con un extraño, un tal Henry de Saint Denis; ella, desesperada logra enviar aviso a su amado, acuartelado en la no muy lejana Honfleur. Ambos se fugan de Sainte-Marguerite y viven escondidos algunos días, dispuestos a casarse contra los deseos de la familia. Pero pronto algunos camaradas le hacen saber a Robin que se una boda proscrita trae consigo perder su prometedora carrera; el padre de Isabel lo ha denunciado y un juez del rey ordena la devolución de la doncella. El cálculo se impone al amor y nuestro joven héroe entrega a la Murdac, quizá no del todo inmaculada, pero parece que no hubo más problemas. Al fin y al cabo, pensaría Robin, por un enamoramiento juvenil no voy a estropearme el futuro.
La verdad es que desconocemos las causas y consecuencias de esta aventura mujeril. Quizás no saliera del todo bien librado pues nada se sabe del joven hasta 1384, fecha en la cual ya estaría acabando su veintena. En ese año –según la Histoire Genealogique et Chronologique de la Maison Royale de France, escrita por P. Anselme en 1733– está al servicio de Luis de Anjou. Luis, duque de Anjou, era el hermano de Carlos V y, al morir éste en1380, hubo de ocuparse junto con sus otros dos hermanos –Juan, duque de Berry, y Felipe, duque de Borgoña– de la regencia pues el heredero, Carlos VI a quien apodarían el Loco, tenía solo 11 años. Pues resulta que unos años antes, Juana I, la reina de Nápoles, que no tenía hijos varones vivos, había nombrado como su heredero a Luis de Anjou. La cuestión sucesoria de Nápoles hay que enmarcarla en el Cisma de Occidente, surgido a la muerte de Gregorio XI en 1378. Como es sobradamente sabido, la designación de Urbano VI en Roma fue rechazada por varios cardenales quienes en Fondi eligieron a Clemente VII, quien fijaría su sede en Avignon. Pues bien, Juana se decantó por Clemente (al igual que Francia, Castilla, Aragón y Escocia, entre otros reinos) y, consecuentemente, en 1380, Urbano la declaró herética y cismática, lo que autorizaba a cualquiera a deponerla del trono. Quien ansiaba hacerlo era Carlos de Durazzo, miembro de una de las ramas de la dinastía napolitana de los Anjou y fuertemente apoyado por el rey de Hungría, enemigo mortal de Juana (si ahora me pusiera a contar el embrollo de la historia napolitana durante el reinado de Juana, sus enfrentamientos con Hungría y sus complejas ramificaciones internacionales, no acabaría nunca). El caso es que Juana, viendo peligrar tanto su trono como su vida, decidió que la opción más segura que le quedaba era involucrar a la familia reinante de Francia.
Sin embargo, Luis no partió inmediatamente hacia Italia debido a sus obligaciones como regente (o a falta de previsión política). Carlos de Durazzo, en cambio, con la bendición del Papa romano y el apoyo militar de Hungría, tomó la capital en abril de 1381 y mandó asesinar a Juana, refugiada en el Castel dell’Ovo (desde donde se ve un magnífico panorama de la bahía napolitana, como saben todos los que han visitado la ciudad). Solo una vez que el de Durazzo ocupa el trono napolitano, el de Anjou se da cuenta de que corre el riesgo de perder la magnífica ocasión de ser rey y comienza a organizar un ejército para la reconquista de Nápoles. En 1382 Luis está en Avignon, donde se hace coronar rey de Nápoles por Clemente VII y, de paso, conde de la Provenza, que por entonces estaba unida temporalmente a la casa reinante en Nápoles. Allí, en Provenza, se dedica a reunir fuerzas (como primera acción envía doce galeras a la bahía napolitana, sin mayores consecuencias). Luis al frente de un enorme ejército cruzaría los Alpes hacia el otoño de ese año y pasaría largos meses atacando sin éxito a las fuerzas de Carlos de Durazzo. Hay que suponer, por tanto, que Robin de Braquemont acudiría enrolado en algún contingente de refuerzo, cuando ya la campaña estaba en marcha. Lo que está claro es que no debió guerrear mucho tiempo, porque el Anjou murió en su base de Bari ese mismo año de 1384 (hay incluso quienes dicen que fue en septiembre del 83). Ahora bien, por poco que durara su permanencia en Italia, hubo de darle tiempo para destacar porque, el 1 de noviembre de 1388, Carlos VI le otorgó, en recompensa por sus servicios a la familia, la considerable cantidad de dos mil francos de oro. En los inicios de su treintena, Robert de Braquemont era ya un distinguido caballero del reino de Francia.
¡Qué vida más agitada! Veamos si continuó siéndolo o ya se relajó un poco...
ResponderEliminarRelajarse? Qué va. Es a partir de ahora, en España, cuando empieza su ascenso a la gloria ...
Eliminarhola me gustaria saber si los Bracamonte de Zalamea de la serena son descendiente de ese Mosén Rubí de Bracamonte. he podido remontar hasta principio del siglo 18. pero como los archivos parroquiales fueron destruidos durante la guerra civil ya no me queda fuente por ese lado. tal vez alguien tenga mas información.
ResponderEliminarhola, pues yo te diría que si, porque fue el que trajo el apellido a la península.
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