El 21 de enero de 1560, Don Luis de Padilla, Inquisidor de Canarias, ordena al Comisario del Santo Oficio en Tenerife, el beneficiado de La Orotava, Francisco Martín, que “examine a ciertos yngleses y flamencos por palabras y proposiciones heréticas”. Desconozco quienes eran los otros “investigados” (si es que había), pero lo cierto es que, mientras Tomás Nicolás cerraba sus asuntos en Tenerife y se preparaba a dejar unas islas de cuya peligrosidad ya se había convencido, sin él saberlo la maquinaria inquisitorial ya lo había enfocado en su mira. ¿Por qué? Sería ingenuo pensar que se trataba de una iniciativa de oficio, que el inquisidor Padilla, motivado por el ambiente político contra flamencos e ingleses, hubiera decidido informarse sobre esos nacionales residentes en el Archipiélago. No; no hay datos de que se imputaran cargos contra ningún otro “hereje” y, teniendo en cuenta el escaso rigor de las pruebas (como veremos), nada habría costado que Nichols fuera en compañía de otros. El propio Kingsmill, su colega de Las Palmas y de mayor posición en la compañía no es molestado por el Santo Oficio; pero tampoco lo son varios comerciantes ingleses y flamencos que residían en Tenerife. O sea, que parece más que verosímil que la investigación iba directa y exclusivamente contra nuestro amigo. Y, si era así, hay que pensar que, con toda probabilidad, la actuación del Inquisidor obedecía a una denuncia y, seguramente, de persona de peso, cuya palabra no podía despreciarse sin más. Unos años después, Anthony Hickman y Edward Castellan, los patronos de Thomas, redactaron un escrito de quejas a la cancillería inglesa relatando los perjuicios que había sufrido su factor en Tenerife, y en él apuntan como instigador del proceso al licenciado Morteo. Como es lógico, estos señores no hacían sino repetir lo que les habría dicho el propio Nichols (y quizá corroborado Kingsmill) pero, aunque no sea ninguna prueba definitiva, uno tiende a pensar que Polo Morteo, el de oscura fama, estuvo en efecto detrás de esta nueva y mucho mayor desgracia que se precipitó sobre el inglés. Cioranescu dice no comprender tan encarnizada persecución, porque poco beneficio iba a poder sacar de las nuevas desdichas del inglés. A mí, la verdad, no me sorprende tanto; siendo frecuente que quienes causan perjuicio a otros lo hagan por intereses lucrativos, tales acciones no pocas veces pueden obedecer simplemente al odio y emociones emparentadas. Quizá –elucubro– Morteo se sentía burlado por el inglesito y se la tenía guardada; su posición (que le daba fácil acceso al Inquisidor) y el clima político antibritánico, le dieron la oportunidad de descargar el golpe.
Así que, el 26 de enero, Francisco Martín, comisario, asistido por Francisco de Coronado, notario del Santo de Oficio, empieza sus investigaciones que no consisten más que en tomar declaración a cuatro testigos. Sabiendo que los testimonios se reciben en Las Palmas el 1 de febrero de ese 1560, hemos de concluir que no juzgaron necesario dedicar demasiado tiempo a la instrucción de esta causa. No se sabe cómo los inquisidores eligieron a los testigos pero, dado su corto número y el cariz incriminatorio de sus declaraciones, parece lógico suponer que, como el propio Nichols protestaría posteriormente, estaban señalados de antemano, tal vez por el mismo Morteo. No se trataba de descubrir la verdad (si el inglés era o no hereje) sino de construir una acusación que lo llevara al presidio. En todo caso, tal era la práctica habitual en los procesos de la Inquisición y diría yo que la misma ha enraizado profundamente en nuestro ánimos, a pesar de los siglos pasados y los notorios avances en cuanto a garantías jurídicas y presunciones de inocencias. Yo mismo he conocido (y hasta intervenido) en más de un pleito en el que el interés de los actores parecía condenar a los imputados –a modo de Dios vengador del Antiguo Testamento– sin interesarles apenas esclarecer los hechos. Será que todos llevamos nuestro inquisidor incrustado.
El primer testigo con el que hablaron los instructores fue un tal Pedro Soler, bachiller y vecino de Thomas (“frontero” dice, o sea, habitaría en la casa adyacente). Hay en el siglo XVI tinerfeño un Pedro Soler de relevancia; un mercader catalán que se asentó en La Laguna en los primeros años veinte del XVI. Se casó con Juana Padilla, lo que le permitió acceder a la importante hacienda que el padre de ésta había formado en el Sur de la Isla –más de mil hectáreas de monte a costa en Chasna, entre los actuales municipios de Arona y Vilaflor) gracias a la adquisición de datas otorgadas por el propio Adelantado. Por la fecha en la que estamos, el Pedro Soler interrogado pudo ser el catalán, que ya tendría avanzada edad, o el tercero de sus seis hijos, que andaría por la treintena y disfrutaba del cargo de beneficiado de la parroquia de Los Remedios (la que pasaría a ser la actual Catedral). Incluso pudieran haber intervenido ambos en el proceso porque Cioranescu nos cuenta que en una segunda información hecha en febrero de 1561 en La Laguna, declara el licenciado (no bachiller) Pedro Soler, hijo del primero. En fin, lo que queda claro es que la familia Soler era gente de calidad e instruida (vendría luego un tercer Pedro Soler, nieto del catalán originario quien, junto con su mujer María Cabrera, instituyó mayorazgo de sus propiedades sureñas a principios del XVII) que, además, se dedicaban al comercio y mantenían fluidas relaciones con mercaderes extranjeros (Pedro Soler hijo tuvo estrechos tratos con los negocios de portugueses). El primer testimonio de Soler (supongamos que fue el viejo) deja claro que el vecino se había dado sobrada cuenta del extraño comportamiento del joven inglés; dice que “así mesmo tiene sospecha que se anda por yr de la tierra encubiertamente, porque lo bee andar recatado e escondiendo de una casa en otra su ropa e hazienda, e asy estuvo en casa de otro ynglés que se llama Calafetón (se trata de Richard Grafeton, que ya ha salido en esta historia) e después la a sacado e metido en casa de Luys Leal, boticario francés”. O sea, que fue el propio Thomas el que con sus idas y venidas erráticas se hizo sospechoso ante sus vecinos pero también, como el propio Soler añade, “por ser ynglés”. Y la declaración la remata con que “no le bee yr domingos ny fiestas ny otros días a missa”. No obstante, un año después, el hijo dirá lo contrario. Da la impresión de que este primer testigo lo es de buena fe (de hecho, en un escrito posterior de Nichols en el que relaciona un buen número de personas que lo odian, no recusa a los Soler). Un señor mayor que constata un comportamiento sospechoso, temeroso, en un extranjero de país protestante. Son indicios para convencerse de no sea trigo limpio y, por tanto, no podía ser buen católico. No cuadra del todo, en cambio, que Thomas no fuera a misa; primero porque estaba organizando un matrimonio por la Iglesia y, segundo, porque para nada le convenía hacerse notar en ese sentido. Parecen pues más creíbles las declaraciones que en febrero del 61 harían más testigos (entre ellos Soler hijo) confirmando que cumplía con las obligaciones católicas.
El segundo testigo es un tal bachiller Pedro González de los Ramos, que oficiaba de preceptor de gramática en La Laguna y era cura al servicio de la Iglesia de la Concepción. No se termina de entender por qué se convoca a este señor en la instrucción ya que de sus parcas declaraciones pareciera que ni siquiera conocía a Thomas. Solo alcanza a decir que Nichols no iba a misa y que le habían dicho unas mujeres que tenía por buenas las doctrinas de Lutero. Esas mujeres eran las hermanas Moreno –María y Catalina– que serán las siguientes en testificar (Cioranescu presume, con bastante probabilidad, que estarían haciendo antesala mientras González declaraba ante el comisario y el escribano). En alguna fuente he leído que ejercía de “protector” de alguna de las hermanas Moreno y el término entrecomillado alude inequívocamente a una relación ilícita. Más adelante nos detendremos en estas dos hermanas a las que parece que no se podía calificar como modelos de virtudes; valga decir de momento que nada extraña el conchabamiento de este hombre –que para la época calculo yo que andaría mediada la treintena– con las hermanas y que fuera precisamente esta circunstancia la que explica su citación en el examen inquisitorial. Sea dicho más claro: que si estaba testificando era para que dijera lo que se le había dicho que tenía que decir y, así, estrechar más la soga en torno al cuello del inglés. Estaríamos pues ante un testigo preparado, no como el anterior, pero sí como, mucho más descaradamente, lo eran las dos siguientes, las hermanas Moreno. La malintencionada selección de estos tres testigos no me parece, en todo caso, que pueda atribuirse al licenciado Morteo. La veo más como una tarea menuda, impropia y hasta inconveniente para un cargo público. Se me antoja más verosímil que, suponiendo que Morteo fuera el último y más alto instigador de las desgracias de Thomas, hubiera recurrido a otra persona para la ejecución de los actos concretos necesarios para meter al inglés en la boca del lobo.
Si damos crédito a Nichols hay motivos para sospechar que quien amañó la instrucción fue Francisco de Coronado. En efecto, en su escrito de febrero del año 1561 en el que suplicaba su inocencia, recusaba al escribano del Santo Oficio, a quien tenía por su “mortalíssimo enemigo”. Para explicar el encono que según él le tenía Coronado, contó al Tribunal que había tenido problemas en la compra de azúcares blancos del ingenio de Daute, en lo que aquél había actuado de intermediario. Pero la disputa mayor ocurrió en agosto de 1559 (cinco meses antes de la instrucción), cuando Coronado fue a la tienda de Nichols y se encaprichó de una pieza de tela para calzas importada de Flandes y quiso que se la vendiera por once doblas cuando le había costado dieciséis y media. Como el inglés se negó, el otro le armó una bronca, ofendiéndole con “palabras sucias y disonestas, que no son para escribir; y aunque sea cristiano nuevo, plega a Dios que se enmendé” (nótese la insidiosa acusación de Nichols hacia el escribano para desmerecer su actuación al ser descendiente de conversos; desde luego, ya había aprendido no poco de los usos y costumbres del reino en el que residía). De este Francisco Coronado he encontrado algunas menciones en documentos de mediados del XVI, datados en la ciudad de La Laguna. Habría que pensar, en principio, que si era escribano, y más de la Inquisición, debía ser de moralidad sin tacha, pero me temo que si eso hiciéramos estaríamos de nuevo pecando de ingenuos. Creamos o no las imputaciones que le haría luego Nichols, lo cierto es que juzgando por cómo se llevó la instrucción, en la medida en que él era uno de los dos que la impulsaba, no queda en un papel muy lucido, al menos en lo que a objetividad se refiere. Desde luego, como veremos en la siguiente entrada, llamar como testigos de cargo a las dos hermanas Moreno atufa de mala manera el proceso. Pero así fueron las cosas.
Así que, el 26 de enero, Francisco Martín, comisario, asistido por Francisco de Coronado, notario del Santo de Oficio, empieza sus investigaciones que no consisten más que en tomar declaración a cuatro testigos. Sabiendo que los testimonios se reciben en Las Palmas el 1 de febrero de ese 1560, hemos de concluir que no juzgaron necesario dedicar demasiado tiempo a la instrucción de esta causa. No se sabe cómo los inquisidores eligieron a los testigos pero, dado su corto número y el cariz incriminatorio de sus declaraciones, parece lógico suponer que, como el propio Nichols protestaría posteriormente, estaban señalados de antemano, tal vez por el mismo Morteo. No se trataba de descubrir la verdad (si el inglés era o no hereje) sino de construir una acusación que lo llevara al presidio. En todo caso, tal era la práctica habitual en los procesos de la Inquisición y diría yo que la misma ha enraizado profundamente en nuestro ánimos, a pesar de los siglos pasados y los notorios avances en cuanto a garantías jurídicas y presunciones de inocencias. Yo mismo he conocido (y hasta intervenido) en más de un pleito en el que el interés de los actores parecía condenar a los imputados –a modo de Dios vengador del Antiguo Testamento– sin interesarles apenas esclarecer los hechos. Será que todos llevamos nuestro inquisidor incrustado.
El primer testigo con el que hablaron los instructores fue un tal Pedro Soler, bachiller y vecino de Thomas (“frontero” dice, o sea, habitaría en la casa adyacente). Hay en el siglo XVI tinerfeño un Pedro Soler de relevancia; un mercader catalán que se asentó en La Laguna en los primeros años veinte del XVI. Se casó con Juana Padilla, lo que le permitió acceder a la importante hacienda que el padre de ésta había formado en el Sur de la Isla –más de mil hectáreas de monte a costa en Chasna, entre los actuales municipios de Arona y Vilaflor) gracias a la adquisición de datas otorgadas por el propio Adelantado. Por la fecha en la que estamos, el Pedro Soler interrogado pudo ser el catalán, que ya tendría avanzada edad, o el tercero de sus seis hijos, que andaría por la treintena y disfrutaba del cargo de beneficiado de la parroquia de Los Remedios (la que pasaría a ser la actual Catedral). Incluso pudieran haber intervenido ambos en el proceso porque Cioranescu nos cuenta que en una segunda información hecha en febrero de 1561 en La Laguna, declara el licenciado (no bachiller) Pedro Soler, hijo del primero. En fin, lo que queda claro es que la familia Soler era gente de calidad e instruida (vendría luego un tercer Pedro Soler, nieto del catalán originario quien, junto con su mujer María Cabrera, instituyó mayorazgo de sus propiedades sureñas a principios del XVII) que, además, se dedicaban al comercio y mantenían fluidas relaciones con mercaderes extranjeros (Pedro Soler hijo tuvo estrechos tratos con los negocios de portugueses). El primer testimonio de Soler (supongamos que fue el viejo) deja claro que el vecino se había dado sobrada cuenta del extraño comportamiento del joven inglés; dice que “así mesmo tiene sospecha que se anda por yr de la tierra encubiertamente, porque lo bee andar recatado e escondiendo de una casa en otra su ropa e hazienda, e asy estuvo en casa de otro ynglés que se llama Calafetón (se trata de Richard Grafeton, que ya ha salido en esta historia) e después la a sacado e metido en casa de Luys Leal, boticario francés”. O sea, que fue el propio Thomas el que con sus idas y venidas erráticas se hizo sospechoso ante sus vecinos pero también, como el propio Soler añade, “por ser ynglés”. Y la declaración la remata con que “no le bee yr domingos ny fiestas ny otros días a missa”. No obstante, un año después, el hijo dirá lo contrario. Da la impresión de que este primer testigo lo es de buena fe (de hecho, en un escrito posterior de Nichols en el que relaciona un buen número de personas que lo odian, no recusa a los Soler). Un señor mayor que constata un comportamiento sospechoso, temeroso, en un extranjero de país protestante. Son indicios para convencerse de no sea trigo limpio y, por tanto, no podía ser buen católico. No cuadra del todo, en cambio, que Thomas no fuera a misa; primero porque estaba organizando un matrimonio por la Iglesia y, segundo, porque para nada le convenía hacerse notar en ese sentido. Parecen pues más creíbles las declaraciones que en febrero del 61 harían más testigos (entre ellos Soler hijo) confirmando que cumplía con las obligaciones católicas.
El segundo testigo es un tal bachiller Pedro González de los Ramos, que oficiaba de preceptor de gramática en La Laguna y era cura al servicio de la Iglesia de la Concepción. No se termina de entender por qué se convoca a este señor en la instrucción ya que de sus parcas declaraciones pareciera que ni siquiera conocía a Thomas. Solo alcanza a decir que Nichols no iba a misa y que le habían dicho unas mujeres que tenía por buenas las doctrinas de Lutero. Esas mujeres eran las hermanas Moreno –María y Catalina– que serán las siguientes en testificar (Cioranescu presume, con bastante probabilidad, que estarían haciendo antesala mientras González declaraba ante el comisario y el escribano). En alguna fuente he leído que ejercía de “protector” de alguna de las hermanas Moreno y el término entrecomillado alude inequívocamente a una relación ilícita. Más adelante nos detendremos en estas dos hermanas a las que parece que no se podía calificar como modelos de virtudes; valga decir de momento que nada extraña el conchabamiento de este hombre –que para la época calculo yo que andaría mediada la treintena– con las hermanas y que fuera precisamente esta circunstancia la que explica su citación en el examen inquisitorial. Sea dicho más claro: que si estaba testificando era para que dijera lo que se le había dicho que tenía que decir y, así, estrechar más la soga en torno al cuello del inglés. Estaríamos pues ante un testigo preparado, no como el anterior, pero sí como, mucho más descaradamente, lo eran las dos siguientes, las hermanas Moreno. La malintencionada selección de estos tres testigos no me parece, en todo caso, que pueda atribuirse al licenciado Morteo. La veo más como una tarea menuda, impropia y hasta inconveniente para un cargo público. Se me antoja más verosímil que, suponiendo que Morteo fuera el último y más alto instigador de las desgracias de Thomas, hubiera recurrido a otra persona para la ejecución de los actos concretos necesarios para meter al inglés en la boca del lobo.
Si damos crédito a Nichols hay motivos para sospechar que quien amañó la instrucción fue Francisco de Coronado. En efecto, en su escrito de febrero del año 1561 en el que suplicaba su inocencia, recusaba al escribano del Santo Oficio, a quien tenía por su “mortalíssimo enemigo”. Para explicar el encono que según él le tenía Coronado, contó al Tribunal que había tenido problemas en la compra de azúcares blancos del ingenio de Daute, en lo que aquél había actuado de intermediario. Pero la disputa mayor ocurrió en agosto de 1559 (cinco meses antes de la instrucción), cuando Coronado fue a la tienda de Nichols y se encaprichó de una pieza de tela para calzas importada de Flandes y quiso que se la vendiera por once doblas cuando le había costado dieciséis y media. Como el inglés se negó, el otro le armó una bronca, ofendiéndole con “palabras sucias y disonestas, que no son para escribir; y aunque sea cristiano nuevo, plega a Dios que se enmendé” (nótese la insidiosa acusación de Nichols hacia el escribano para desmerecer su actuación al ser descendiente de conversos; desde luego, ya había aprendido no poco de los usos y costumbres del reino en el que residía). De este Francisco Coronado he encontrado algunas menciones en documentos de mediados del XVI, datados en la ciudad de La Laguna. Habría que pensar, en principio, que si era escribano, y más de la Inquisición, debía ser de moralidad sin tacha, pero me temo que si eso hiciéramos estaríamos de nuevo pecando de ingenuos. Creamos o no las imputaciones que le haría luego Nichols, lo cierto es que juzgando por cómo se llevó la instrucción, en la medida en que él era uno de los dos que la impulsaba, no queda en un papel muy lucido, al menos en lo que a objetividad se refiere. Desde luego, como veremos en la siguiente entrada, llamar como testigos de cargo a las dos hermanas Moreno atufa de mala manera el proceso. Pero así fueron las cosas.
Decía Harris en Vacas, cerdos, guerras y brujas que la envidia era un motivo frecuente en la denuncia de herejes. De hecho, la mayoría de procesos de caza de brujas, sin importar qué exactamente lo causó y su sustento ideológico, suele ser un espectáculo de viejas rencillas que aprovechan para resurgir.
ResponderEliminarEmplear los tribunales –sean cuales sean– para satisfacer intereses privados que nada tienen que ver con la justicia (inclyendo las más bajas y aborrecibles pasiones) ha ocurrido desde siempre. Y lo peor es que sigue ocurriendo (y hablo con triste conocimiento de causa).
EliminarEs notable la habitualidad conque hacemos canalladas justificándonos con alguna causa noble.
ResponderEliminarYa desconfío de toda causa noble declamada.