Para poder seguir las aventuras de José Joaquín Ticó en América me es necesario familiarizarme mínimamente con el antiguo Virreinato de Nueva España y su división político-administrativa por esas fechas. Hasta la creación de las Intendencias por Carlos III –que ocurrió pocos años después de la llegada de la Companyia–, la división territorial de la futura República mexicana era básicamente la que había establecido el primer Virrey, Antonio de Mendoza y Pacheco. La parte continental del Virreinato comprendía las siguientes unidades de Sur a Norte: Capitanía General de Guatemala (desde Costa Rica al actual estado mexicano de Chiapas), Capitanía General de Yucatán (la península del mismo nombre), el Reino de México (la parte central en torno al actual DF), el Reino de Nueva Galicia (los actuales estados de Colima, Jalisco, Nayarit, Aguascalientes y Zacatecas, con la capital en Guadalajara), Reino de Nuevo León (en la costa del Golfo entre las desembocaduras de los ríos Pánuco y Bravo), Reino de Nueva Vizcaya (los actuales estados de Sinaloa, Durango y Coahuila) y, finalmente, la Nueva Extremadura, que se extendía hasta los confines Norte y Este en el territorio de los actuales Estados Unidos yanquis. Mirando un mapa, enseguida nos damos cuenta de que cuanto más al Norte más grandes eran las unidades político-administrativas del Virreinato; también las partes más septentrionales eran las menos pobladas. Así, la ocupación de Nueva Vizcaya no empezó hasta el siglo XVII y fue iniciativa de los jesuitas con su sistema propio de evangelización y colonización. Se fueron fundando misiones que eran enclaves bastante aislados en territorio de indios hostiles (los pimas, sobre todo). Durante los dos primeros tercios del siglo XVIII, la península de California (lo que se llamaría California Vieja) fue de hecho gobernada por los jesuitas. Ahora bien, los territorios al Norte de la actual frontera con los Estados Unidos eran prácticamente terra incógnita. Su conquista e incorporación efectiva al dominio hispano se empezaría justamente con la llegada a México de los catalanes (entre los que venía nuestro amigo Ticó).
Mientras pasaba largos ratos escudriñando mapas actuales (GoogleEarth) y antiguos, me he estado preguntando por qué España consideraba como propias las enormes extensiones de América del Norte lindantes con el Pacífico, cuando hasta el último tercio del XVIII no había ni un solo asentamiento estable de súbditos de los reyes españoles en esas tierras. Por supuesto, la base de la reivindicación hispana se remonta a la famosa bula papal de 1493 y al subsiguiente Tratado de Tordesillas, que asignaba a la corona castellana todas las tierras al Oeste de un meridiano situado a 370 leguas de las islas de Cabo Verde. Bien es verdad que se trataba de un acuerdo entre Portugal y Castilla, que las potencias venideras –Francia, Holanda, Inglaterra, Rusia e incluso los futuros Estados Unidos– no reconocerían, máxime cuando a finales del XV ni siquiera se sabía lo que se estaba repartiendo. Luego vino, claro está, Vasco Núñez de Balboa, quien el 29 de septiembre de 1513 arribó a una playa del golfo de San Miguel en la actual provincia panameña de Darién y tomó posesión solemne para la Corona española de las aguas de ese “Mar del Sur” y de todas sus tierras adyacentes. En 1542, durante el gobierno del primer virrey, se comisionó al marino Juan Rodríguez Cabrillo para que explorara las costas norteñas. Zarpó el 24 de junio desde el puerto de Barra de Navidad, en el actual estado de Jalisco, y navegó hacia el Norte recorriendo toda la península de Baja California, alcanzando la bahía de San Diego (28 de septiembre), Los Ángeles (6 de octubre), Santa Mónica (9 de octubre), Santa Bárbara (13 de octubre), la bahía de Monterey (15 de noviembre) y finalmente, bajo el mando de Bartolomé Ferrelo (porque Cabrillo murió el 3 de enero de 1543 a causa de un brazo roto en una escaramuza con los nativos), alcanzan el cabo Mendocino, en el Norte del actual estado de California. Algo más de medio siglo después, entre mayo de 1602 y febrero de 1603, el virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo encargó al comerciante y explorador Sebastián Vizcaíno que explorara el litoral californiano para localizar puertos de refugio seguros para el galeón de Manila. La expedición cartografió detalladamente la costa y probablemente llegó hasta la bahía de Coos, en el paralelo 43, ya en el actual estado de Oregón.
Así que durante los casi dos siglos y medio que median entre la creación del Virreinato de Nueva España y las reformas de Gálvez, los españoles asumieron que el inmenso territorio que se extendía hacia el Norte formaba parte de su Imperio, aunque no se habían preocupado de ocuparlo (no alcanzaban los medios para ello). Supongo que todavía en 1767 (cuando llegó la Companyia Franca de Voluntaris) sería imposible para cualquier habitante de la Nueva España, por muy aficionado que fuera a la cartografía, señalar el límite septentrional del Virreinato. El oriental estaba algo más claro: lo constituían las Rocosas, la codillera que corre desde Canadá hasta Nuevo México separando el Midwest del Far West de los actuales Estados Unidos. Al Este de las Rocosas, el Valle del Misisipi y la región de los Grandes Lagos, estaba bajo la soberanía francesa desde finales del XVII. Esta Nueva Francia comprendía gran parte de las actuales provincias canadienses de Terranova, Quebec, Ontario y Manitoba, y en Yanquilandia los que hoy son los estados de Michigan, Ohio, Indiana, Wisconsin, Illinois, Minnesota, Iowa, Missouri, Kentucky, Tennessee (la parte occidental), Arkansas, Louisiana y Mississippi: ¡más de tres millones de kilómetros cuadrados! En comparación con las Trece Colonias, sus vecinos al Este, este inmenso territorio estaba muy escasamente poblado (no más de 70.000 habitantes frente a más de dos millones); nada más que unas cuantas ciudades –Montreal, la mayor, y Nueva Orleans, de posterior fundación– y varios fuertes diseminados. Pero al menos los franceses habían iniciado la colonización, a diferencia de los españoles en esa lejano Norte que reivindicaban como parte del Virreinato. Bien es verdad que pocos años antes del arribo de los catalanes, como consecuencia de la derrota francesa en la Guerra de los Siete Años, la Nueva Francia fue repartida entre Inglaterra (el Canadá y la franja entre las Apalaches y el Mississippi) y España, que se adjudicó la parte Oeste del gran río con Nueva Orleans. Así, durante algunas décadas, el ámbito del Virreinato de la Nueva España amplió considerablemente su extensión con lo que se llamó la Luisiana española, pero para lo que nos importa no tuvo apenas efectos (sobre la Louisiana ya escribí aquí).
Desde el cambio dinástico los estadistas borbónicos estaban empeñados en impulsar reformas buscando tanto el progreso económico como impulsar la centralización del gobierno. Esos cambios institucionales se ejecutaron primero en la Península pero a partir más o menos de la mitad del siglo la nueva concepción político-económica empezó a prevalecer entre los funcionarios hispanos en cuanto a las relaciones entre la metrópoli y las colonias. Así, comparando la forma en que otras potencias gobernaban sus dominios, los españoles comprobaron que en Nueva España, además de ser bastante pobres los beneficios obtenidos por la corona, la política de los Habsburgo no sólo había facilitado a los negociantes locales el control del comercio y al clero demasiada influencia sobre la sociedad colonial, sino que había otorgado a dicho reino un alto margen de autonomía que poco se compadecía con la ideología absolutista dominante. Pero había otras consideraciones que fueron fundamentales en la decisión española de afrontar reformas radicales en las colonias que no eran otras que las amenazas de las otras potencias sobre los dominios hispanos, por mucho que estas posesiones ignotas las tuvieran abandonadas, como era el caso ya referido de ese enorme Norte del Virreinato de Nueva España. Era urgente pues acometer cambios profundos en los cuerpos defensivos (y represivos) coloniales, enviando a Ultramar militares imbuidos de las nuevas ideas. En este sentido, Cataluña resultó una de las provincias favorecidas con la nueva política, ya que habría de convertirse en la tercera de España en número de oficiales enviados a las colonias, entre los que destacaban personal de infantería y peritos en cuestiones de artillería y fortificación, en su mayoría formados en Barcelona. De tal forma, a partir de la década de los sesenta, la mayoría de puestos de gobierno del Virreinato, y especialmente los de las regiones norteñas, empiezan a ser ocupados por militares peninsulares. De hecho, las autoridades reales comenzaron a exigir que para ocupar el cargo de gobernador el candidato debía ser “un sujeto valeroso que venga de la península con más de dos compañías de españoles para que refuercen a las que ahí existen y sofoquen a los díscolos de estas poblaciones” (Juan Marchena Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América). Había que instituir, a la fuerza si así convenía, una nueva forma de gobernar y administrar el reino.
En este contexto se enmarca la llegada a América de José Joaquín Tico, el más jovencillo de los integrantes de la Companyia catalana. Se entiende así que las autoridades del Virreinato decidieran desplazarlos a Guadalajara, la capital de Nueva Galicia, reino a partir del cual empezaba el gran Norte, amenazador y amenazado. Hacia allí habrá de ir enseguida nuestro protagonista.
Desde el cambio dinástico los estadistas borbónicos estaban empeñados en impulsar reformas buscando tanto el progreso económico como impulsar la centralización del gobierno. Esos cambios institucionales se ejecutaron primero en la Península pero a partir más o menos de la mitad del siglo la nueva concepción político-económica empezó a prevalecer entre los funcionarios hispanos en cuanto a las relaciones entre la metrópoli y las colonias. Así, comparando la forma en que otras potencias gobernaban sus dominios, los españoles comprobaron que en Nueva España, además de ser bastante pobres los beneficios obtenidos por la corona, la política de los Habsburgo no sólo había facilitado a los negociantes locales el control del comercio y al clero demasiada influencia sobre la sociedad colonial, sino que había otorgado a dicho reino un alto margen de autonomía que poco se compadecía con la ideología absolutista dominante. Pero había otras consideraciones que fueron fundamentales en la decisión española de afrontar reformas radicales en las colonias que no eran otras que las amenazas de las otras potencias sobre los dominios hispanos, por mucho que estas posesiones ignotas las tuvieran abandonadas, como era el caso ya referido de ese enorme Norte del Virreinato de Nueva España. Era urgente pues acometer cambios profundos en los cuerpos defensivos (y represivos) coloniales, enviando a Ultramar militares imbuidos de las nuevas ideas. En este sentido, Cataluña resultó una de las provincias favorecidas con la nueva política, ya que habría de convertirse en la tercera de España en número de oficiales enviados a las colonias, entre los que destacaban personal de infantería y peritos en cuestiones de artillería y fortificación, en su mayoría formados en Barcelona. De tal forma, a partir de la década de los sesenta, la mayoría de puestos de gobierno del Virreinato, y especialmente los de las regiones norteñas, empiezan a ser ocupados por militares peninsulares. De hecho, las autoridades reales comenzaron a exigir que para ocupar el cargo de gobernador el candidato debía ser “un sujeto valeroso que venga de la península con más de dos compañías de españoles para que refuercen a las que ahí existen y sofoquen a los díscolos de estas poblaciones” (Juan Marchena Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América). Había que instituir, a la fuerza si así convenía, una nueva forma de gobernar y administrar el reino.
En este contexto se enmarca la llegada a América de José Joaquín Tico, el más jovencillo de los integrantes de la Companyia catalana. Se entiende así que las autoridades del Virreinato decidieran desplazarlos a Guadalajara, la capital de Nueva Galicia, reino a partir del cual empezaba el gran Norte, amenazador y amenazado. Hacia allí habrá de ir enseguida nuestro protagonista.
Hubo una situación parecida cuando las diversas potencias intentaron conquistar la Atlántida... Aunque ahí ya abandonaron por razones climáticas. Hubo una época en que incluso existieron feudos piratas (bastantes de esos nombres aparecen en el manga One Piece).
ResponderEliminarhttps://twitter.com/onlmaps/status/790552209654030337
Supongo que querías decir La Antártida.
EliminarMuy interesante la página de mapas. No la conocía y a mí los mapas me encantan. Gracias.
En efecto, se ve que estaba pensando en otras cosas.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarMenos mal... Lo de la conquista de la Atlántida por las diversas potencias me había dejado bastante perplejo, hasta que llegué a la conclusión de que debía de tratarse de algún juego bélico de espada y brujería, y que las potencias en cuestión serían Mordor, el Imperio Galáctico y cosas de ese tipo...
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