En agosto de 1767 arriba al puerto de Veracruz los poco más de cien hombres que formaban la Companyia Franca de Voluntaris de Catalunya, con el capitán Agustí Callis al frente y el teniente Pere Fagés de segundo. Hoy el área metropolitana de Veracruz es un extenso continuo urbano que ronda el millón de habitantes. Pero cuando llegaron los catalanes era un núcleo amurallado de no más de cincuenta hectáreas en la que residirían algo menos de cuatro mil habitantes. Quizá sus dimensiones no fueran muy impresionantes, pero conviene no olvidar que esta ciudad era la puerta de entrada al Virreinato de la Nueva España y el puerto de comunicación con España. Enfrente de la ciudad, en una pequeña isla (hoy absorbida en el puerto), se erigía la fortaleza de San Juan de Ulúa, bastión defensivo ante las constantes amenazas de los piratas. Para nuestro amigo Ticó, muchacho de la Cataluña interior, pisar definitivamente tierra firme después de tres meses en la mar fue la mayor de las alegrías que había sentido en su corta vida. El mareo nauseabundo no le había abandonado prácticamente en ningún momento, tanto así que muchas veces pensó que no volvería a recuperar el equilibrio y tampoco recuperar sus felices digestiones anteriores. Además de flaco y hambriento, tenía el cuerpo horadado por las incesantes picaduras de las infinitas pulgas que lo habían escogido por residencia y de las que era incapaz de librarse. Y a tantas torturas físicas había que añadir los no pocos ratos –que se le antojaron interminables– de inmenso terror, ante el convencimiento de que el océano enfurecido se tragaría en cualquier momento la frágil nao en la que maldita la hora se había dejado encerrar. Fue durante tan espantosa travesía (aunque no más que cualquiera de las de la época) que José Joaquín pudo apreciar la protectora atención –palabras de ánimo y consuelo, algún que otro abrazo– que le prestaba Pere Fages. Pero, gracias a Dios, ya se había acabado ser marinero, algo que nuestro joven se prometió que no volvería a ser en la vida (y así lo cumpliría, de modo que no dejó América hasta su muerte).
No tengo noticias de los soldados de la Compañía desde su arribo a Veracruz hasta que en Octubre llegaron al cuartel de Guaristemba, en la jurisdicción de Tepic. Pero si son ciertas las fechas entre esos dos momentos, dispusieron apenas de dos meses y pico para recorrer algo más de mil kilómetros. Esta distancia, que la habrían hecho a pie (aunque algunos de los militares fueran a caballo) les tuvo que llevar al menos seis semanas completas de marcha, lo que deja poco tiempo para las estancias en las paradas de las que, aunque nada sé, deduzco que obligadamente ocurrieron. Así, algunos días pasarían en Veracruz, para presentarse a las autoridades virreinales, pertrecharse y organizar su misión en esa tierra extraña. También se detendrían en la ciudad de México, donde es probable que los oficiales se entrevistaran con los jerifaltes de la administración novohispana, y sobre todo con Gálvez, quien los esperaba como agua de mayo y sería probablemente el que los urgiría a presentarse ante Elizondo para apoyarle en la expedición a Sonora (Gálvez mostró especial inclinación hacia los catalanes y propició la venida al Virreinato de gentes de allí). También imagino que la última parada antes alcanzar a las tropas expedicionarias sería en Guadalajara, capital de la Nueva Galicia. O sea, que a diferencia de la pachorra con que pareciera que movilizó sus fuerzas Elizondo (véase el anterior post), a nuestros amigos catalanes, para más inri recién cruzados el charco, se les obligó desde el principio a funcionar a toda prisa y, desde luego, respondieron; corroboraron pues la buena fama con la que arribaban a las tierras americanas. Me imagino que esa vida acelerada, de acontecimientos y escenarios que se sucedían casi vertiginosamente, tenía que mantener a José Joaquín en un estado casi permanente de alucinamiento, sobre todo por el radical contraste con lo que había sido su vida cotidiana en su Sedó rural. Estaría cansado como todos, pero su juventud, las continuas inyecciones de adrenalina ante tantas novedades y el alivio de estar en tierra firme, lo mantendrían en una alegre y casi permanente excitación.
He encontrado en la red un excelente artículo de Francisco Muñoz Espejo, arquitecto mexicano especializado en restauración del patrimonio histórico y, en particular, del que se asienta en Veracruz y su entorno. El trabajo, titulado “Camino Real de Veracruz – México” describe, con amenidad y erudición, las rutas que desde los primeros años de la Conquista unían el puerto de entrada al Virreinato con la capital del mismo. Así me entero de que poco después de la llegada de los catalanes había dos caminos principales (y un tercero que era más una variante), ambos bordeaban paralelamente la meseta central y se unían pasando Puebla rumbo a México; los dos necesitados de bastantes infraestructuras y mejoras. Para esas fechas, a la obvia importancia de estos caminos (para los viajeros y comerciantes) se sumaba el estratégico-defensivo debido al conflicto hispano inglés, que se traducía en la siempre presente amenaza de que la armada británica atacase el puerto de Veracruz y, desde allí, se internase hacia la ciudad de México (en la segunda mitad del XVIII se proyectan fortificaciones donde alojar tropas). No sé cuál fue la ruta por la que se desplazó la Companyia para llegar a la capital, pero apostaría a que escogieron el camino por Xalapa, llamado de Las Ventas o de los Carros, tanto porque era el de mayor uso como porque el otro, el que pasaba por Córdoba y Orizaba, tenía una función más comercial, de distribución de productos básicos para el Virreinato. De modo que, igual que hice al hablar del país de la infancia de Ticó, y gracias a StreetView, voy a pasar un rato caminando –aunque sea de forma virtual– por las sendas mexicanas que hace doscientos cincuenta años recorrieron mi protagonista y sus compañeros (no estaría nada mal organizar un largo viaje a México, donde solo he estado una vez, y recorrer de verdad esa ruta).
Veracruz –ya lo he dicho– era una ciudad amurallada, ya que había de defenderse de los ataques de corsarios y piratas. De hecho, la decisión de construir la muralla fue consecuencia del asalto a la ciudad realizado por Laurent de Graff –conocido como Lorencillo porque era muy retaco– en compañía de Michel de Grammont. Transcribo, con ligeras correcciones, la descripción que de este suceso hace la wiki y que, a mi parecer, consigue darnos una idea clara de lo que pasó: “El 17 de mayo de 1683 aparecieron en el horizonte un par de navíos a dos leguas de Veracruz. Doscientos hombres comandados por Lorencillo desembarcaron y llegaron a la plaza de armas. A media noche, seiscientos hombres más tomaron y asaltaron el puerto. Los piratas se dividieron en grupos para saquear la ciudad; los ciudadanos, sin distinción de sexo o edad, fueron llevados a la Catedral, donde permanecieron encerrados hasta el 22 de mayo. Los filibusteros colocaron un barril de pólvora en la puerta del templo que amenazaban con hacer estallar si los prisioneros no entregaban los supuestos tesoros escondidos. La mañana del sábado 22 de mayo, Lorencillo trasladó a los prisioneros a la Isla de los Sacrificios. Tomó como rehenes a los funcionarios y el resto, a punta de palos, fue obligado a cargar el cuantioso botín, empresa que duró hasta el 30 de mayo. El 1 de junio, los piratas levaron anclas, desplegaron velas y se hicieron a la mar. Dejaron cuatrocientos muertos, además de miseria y desolación”. A la vista de esta tragedia se entiende que enseguida se pusieran a construir la muralla, trabajos que duraron hasta 1790. Medía más de tres metros de alta (cuatro varas) y un perímetro de 2.650 metros, y contaba con nueve baluartes adosados, todos bautizados con nombres religiosos y de los cuales solo permanece el de Santiago o del Polvorín. Lo localizo con Googlemaps y compruebo que se sitúa en el extremo Sur del que fue recinto amurallado; me entero también de que en la actualidad es un museo, abierto en 1991, en el cual se exhiben las “joyas del pescador”. De estas “joyas del pescador” no sabía nada y resulta ser una historia sorprendente que me ha hecho pasar unos ratos muy entretenido. Como sería desviarse demasiado del relato (aunque no hago sino desviarme), contaré esa historia en un próximo post.
La muralla de Veracruz tenía tres puertas de tierra y una de mar, que se abrían a las seis de la mañana y se cerraban a las seis de la tarde. La Puerta del Mar se construyó entre 1771 y 1773, en el marco de las obras de refuerzo de las defensas de la ciudad y de la fortaleza de San Juan de Ulúa, como consecuencia de la toma de La Habana por la marina de guerra británica (1762). O sea, que cuando Ticó y sus compañeros llegaron al puerto de Santa Cruz aún no estaba completamente acabado el amurallamiento de la ciudad, pero casi. No obstante, supondré que las falúas que llevaron a los soldados catalanes desde su nao hasta tierra firme los depositaron, más o menos, en el mismo lugar en que se erigiría en pocos años la hermosa Puerta del Mar, anexa al edificio de la Contaduría del Rey, en el terreno entre el convento San Francisco y la muralla, que posteriormente sería llamado plazuela del Muelle. Actualmente, ese espacio se corresponde con la plaza de la República que, por lo que leo en diversas webs, ha sufrido no pocas reformas desde principios del XX hasta estas mismas fechas. Casi ninguno de los edificios que ahora bordean esta especie de atrio urbano existía al arribo de la Companyia, creo que tan solo el hoy Museo de la Reforma y entonces convento y templo de San Francisco. La edificación religiosa –de la orden de los franciscanos, obviamente– se inauguró hacia mediados del XVII y se reconstruiría en la segunda década del XVIII después de quedar asolado tras el ataque ya relatado de Lorencillo. El complejo religioso estaba íntimamente relacionado con la actividad marinera: la Armada de la Flota tenía el patronato de la edificación, la torre de la iglesia (dedicada a San Andrés) era usada como faro y, finalmente, además de los frailes que residían permanentemente, había varias habitaciones para hospedar a los viajeros a su llegada a Nueva España. Me quiero imaginar que, nada más desembarcar, los catalanes hubieron de pasar dos o tres días en Veracruz. Quizá a los oficiales se les facilitó hospedaje en el convento franciscano y, en ese caso, voy a suponer que José Joaquín se alojó en la misma celda de su protector, el teniente Pere Fages, en calidad de su asistente. Seguro que esa primera noche el chaval durmió largas horas a pierna suelta por primera vez en meses. Al día siguiente, mientras los jefes se entrevistaban con las autoridades, aprovechó para reconocer por su cuenta la primera ciudad mexicana.
No tengo noticias de los soldados de la Compañía desde su arribo a Veracruz hasta que en Octubre llegaron al cuartel de Guaristemba, en la jurisdicción de Tepic. Pero si son ciertas las fechas entre esos dos momentos, dispusieron apenas de dos meses y pico para recorrer algo más de mil kilómetros. Esta distancia, que la habrían hecho a pie (aunque algunos de los militares fueran a caballo) les tuvo que llevar al menos seis semanas completas de marcha, lo que deja poco tiempo para las estancias en las paradas de las que, aunque nada sé, deduzco que obligadamente ocurrieron. Así, algunos días pasarían en Veracruz, para presentarse a las autoridades virreinales, pertrecharse y organizar su misión en esa tierra extraña. También se detendrían en la ciudad de México, donde es probable que los oficiales se entrevistaran con los jerifaltes de la administración novohispana, y sobre todo con Gálvez, quien los esperaba como agua de mayo y sería probablemente el que los urgiría a presentarse ante Elizondo para apoyarle en la expedición a Sonora (Gálvez mostró especial inclinación hacia los catalanes y propició la venida al Virreinato de gentes de allí). También imagino que la última parada antes alcanzar a las tropas expedicionarias sería en Guadalajara, capital de la Nueva Galicia. O sea, que a diferencia de la pachorra con que pareciera que movilizó sus fuerzas Elizondo (véase el anterior post), a nuestros amigos catalanes, para más inri recién cruzados el charco, se les obligó desde el principio a funcionar a toda prisa y, desde luego, respondieron; corroboraron pues la buena fama con la que arribaban a las tierras americanas. Me imagino que esa vida acelerada, de acontecimientos y escenarios que se sucedían casi vertiginosamente, tenía que mantener a José Joaquín en un estado casi permanente de alucinamiento, sobre todo por el radical contraste con lo que había sido su vida cotidiana en su Sedó rural. Estaría cansado como todos, pero su juventud, las continuas inyecciones de adrenalina ante tantas novedades y el alivio de estar en tierra firme, lo mantendrían en una alegre y casi permanente excitación.
He encontrado en la red un excelente artículo de Francisco Muñoz Espejo, arquitecto mexicano especializado en restauración del patrimonio histórico y, en particular, del que se asienta en Veracruz y su entorno. El trabajo, titulado “Camino Real de Veracruz – México” describe, con amenidad y erudición, las rutas que desde los primeros años de la Conquista unían el puerto de entrada al Virreinato con la capital del mismo. Así me entero de que poco después de la llegada de los catalanes había dos caminos principales (y un tercero que era más una variante), ambos bordeaban paralelamente la meseta central y se unían pasando Puebla rumbo a México; los dos necesitados de bastantes infraestructuras y mejoras. Para esas fechas, a la obvia importancia de estos caminos (para los viajeros y comerciantes) se sumaba el estratégico-defensivo debido al conflicto hispano inglés, que se traducía en la siempre presente amenaza de que la armada británica atacase el puerto de Veracruz y, desde allí, se internase hacia la ciudad de México (en la segunda mitad del XVIII se proyectan fortificaciones donde alojar tropas). No sé cuál fue la ruta por la que se desplazó la Companyia para llegar a la capital, pero apostaría a que escogieron el camino por Xalapa, llamado de Las Ventas o de los Carros, tanto porque era el de mayor uso como porque el otro, el que pasaba por Córdoba y Orizaba, tenía una función más comercial, de distribución de productos básicos para el Virreinato. De modo que, igual que hice al hablar del país de la infancia de Ticó, y gracias a StreetView, voy a pasar un rato caminando –aunque sea de forma virtual– por las sendas mexicanas que hace doscientos cincuenta años recorrieron mi protagonista y sus compañeros (no estaría nada mal organizar un largo viaje a México, donde solo he estado una vez, y recorrer de verdad esa ruta).
Veracruz –ya lo he dicho– era una ciudad amurallada, ya que había de defenderse de los ataques de corsarios y piratas. De hecho, la decisión de construir la muralla fue consecuencia del asalto a la ciudad realizado por Laurent de Graff –conocido como Lorencillo porque era muy retaco– en compañía de Michel de Grammont. Transcribo, con ligeras correcciones, la descripción que de este suceso hace la wiki y que, a mi parecer, consigue darnos una idea clara de lo que pasó: “El 17 de mayo de 1683 aparecieron en el horizonte un par de navíos a dos leguas de Veracruz. Doscientos hombres comandados por Lorencillo desembarcaron y llegaron a la plaza de armas. A media noche, seiscientos hombres más tomaron y asaltaron el puerto. Los piratas se dividieron en grupos para saquear la ciudad; los ciudadanos, sin distinción de sexo o edad, fueron llevados a la Catedral, donde permanecieron encerrados hasta el 22 de mayo. Los filibusteros colocaron un barril de pólvora en la puerta del templo que amenazaban con hacer estallar si los prisioneros no entregaban los supuestos tesoros escondidos. La mañana del sábado 22 de mayo, Lorencillo trasladó a los prisioneros a la Isla de los Sacrificios. Tomó como rehenes a los funcionarios y el resto, a punta de palos, fue obligado a cargar el cuantioso botín, empresa que duró hasta el 30 de mayo. El 1 de junio, los piratas levaron anclas, desplegaron velas y se hicieron a la mar. Dejaron cuatrocientos muertos, además de miseria y desolación”. A la vista de esta tragedia se entiende que enseguida se pusieran a construir la muralla, trabajos que duraron hasta 1790. Medía más de tres metros de alta (cuatro varas) y un perímetro de 2.650 metros, y contaba con nueve baluartes adosados, todos bautizados con nombres religiosos y de los cuales solo permanece el de Santiago o del Polvorín. Lo localizo con Googlemaps y compruebo que se sitúa en el extremo Sur del que fue recinto amurallado; me entero también de que en la actualidad es un museo, abierto en 1991, en el cual se exhiben las “joyas del pescador”. De estas “joyas del pescador” no sabía nada y resulta ser una historia sorprendente que me ha hecho pasar unos ratos muy entretenido. Como sería desviarse demasiado del relato (aunque no hago sino desviarme), contaré esa historia en un próximo post.
La muralla de Veracruz tenía tres puertas de tierra y una de mar, que se abrían a las seis de la mañana y se cerraban a las seis de la tarde. La Puerta del Mar se construyó entre 1771 y 1773, en el marco de las obras de refuerzo de las defensas de la ciudad y de la fortaleza de San Juan de Ulúa, como consecuencia de la toma de La Habana por la marina de guerra británica (1762). O sea, que cuando Ticó y sus compañeros llegaron al puerto de Santa Cruz aún no estaba completamente acabado el amurallamiento de la ciudad, pero casi. No obstante, supondré que las falúas que llevaron a los soldados catalanes desde su nao hasta tierra firme los depositaron, más o menos, en el mismo lugar en que se erigiría en pocos años la hermosa Puerta del Mar, anexa al edificio de la Contaduría del Rey, en el terreno entre el convento San Francisco y la muralla, que posteriormente sería llamado plazuela del Muelle. Actualmente, ese espacio se corresponde con la plaza de la República que, por lo que leo en diversas webs, ha sufrido no pocas reformas desde principios del XX hasta estas mismas fechas. Casi ninguno de los edificios que ahora bordean esta especie de atrio urbano existía al arribo de la Companyia, creo que tan solo el hoy Museo de la Reforma y entonces convento y templo de San Francisco. La edificación religiosa –de la orden de los franciscanos, obviamente– se inauguró hacia mediados del XVII y se reconstruiría en la segunda década del XVIII después de quedar asolado tras el ataque ya relatado de Lorencillo. El complejo religioso estaba íntimamente relacionado con la actividad marinera: la Armada de la Flota tenía el patronato de la edificación, la torre de la iglesia (dedicada a San Andrés) era usada como faro y, finalmente, además de los frailes que residían permanentemente, había varias habitaciones para hospedar a los viajeros a su llegada a Nueva España. Me quiero imaginar que, nada más desembarcar, los catalanes hubieron de pasar dos o tres días en Veracruz. Quizá a los oficiales se les facilitó hospedaje en el convento franciscano y, en ese caso, voy a suponer que José Joaquín se alojó en la misma celda de su protector, el teniente Pere Fages, en calidad de su asistente. Seguro que esa primera noche el chaval durmió largas horas a pierna suelta por primera vez en meses. Al día siguiente, mientras los jefes se entrevistaban con las autoridades, aprovechó para reconocer por su cuenta la primera ciudad mexicana.
¡Caray con Lorencillo! Me alegro de que en tu relato hayas recuperado al protagonista, que apenas apareció en la parte anterior.
ResponderEliminarSí, Lorencillo era un pájaro de cuidado.
EliminarEn cuanto a mi protagonista, seguiré contando sus aventuras aunque su papel sea el de un secundario de la Historia.