Por motivos que sería largo de explicar –relacionados con el azar, la fuerza más poderosa de nuestras existencias– he leído hace unos días el libro Viages de Fray Gerundio por Francia, Bélgica, Holanda y orillas del Rin, que escribió Modesto Lafuente en 1842. De este señor no había leído nada. Es más, si antes de la reciente actualización de mis conocimientos sobre el personaje me hubieran preguntado qué sabía sobre su vida y obra apenas habría podido mencionar nada salvo a vaga idea de que había escrito una historia de España (un trabajo impresionante que he procedido a descargarme y curiosear). De hecho, al oír el nombre lo primero que me venía a la cabeza era la calle madrileña del distrito de Chamberí, donde tuvo su oficina una empresa en la que trabajé unos pocos meses en el año 81. Y aunque también me sonaba el Fray Gerundio, habría sido incapaz de asociarlo al escritor real; ignoraba (o había olvidado si alguna vez lo supe) que aquél fue la cabecera de un periódico satírico que fundó y mantuvo desde 1837 a 1849, que fue asimismo el protagonista ficticio de muchos de sus escritos (en especial de sus capilladas sobre política y costumbres de la época isabelina) y que fue incluso el seudónimo que asumió el propio autor. En resumen, que muy poco, prácticamente nada, sabía de don Modesto, a pesar de que en sus tiempos alcanzó notable celebridad en toda España y se le considera “paradigma oficial de la Historiografía española del siglo XIX”. Y que nunca me haya llamado la atención este señor tiene el agravante de que mi abuela materna era Lafuente, así que hasta es posible que compartamos lejanos lazos familiares. Es que soy un descastado.
El libro (que, por cierto, se puede descargar sin problemas) narra el viaje de cuatro meses y medio que hizo Lafuente (en el texto es su personaje Fray Gerundio) en la segunda mitad de 1841. Salvando mucho las distancias y los años, me ha recordado un tanto el magnífico El Danubio de Claudio Magris, porque de forma similar al italiano, nuestro escritor, además de describir lo que ve en las muchas ciudades en las que se detiene, aprovecha para sazonar el relato con pertinentes anécdotas históricas. En fin, que me permito recomendar su lectura que sin duda resulta más que instructiva para conocer cómo era la vida hace ya casi doscientos años y, de paso, también para disfrutar con una forma de escribir elegante y que ya se ha perdido, me temo que definitivamente (aprovecho para comentar que hay algunas diferencias ortográficas con el castellano actual, entre ellas, por ejemplo, que la letra j no aparecía en tantas palabras como ahora: relox, viages, etc). Pero en este post no pretendo glosar el libro, sino referirme al objeto de uno de sus primeros capítulos, que lo coloca cuando está hablando de Burdeos, a poco pues de haber cruzado la frontera española. El artículo, denominado Ómnibus, describe con entusiasmo los que considera una cuarta especie de carruaje (las tres primeras, descritas en el capítulo anterior, eran los fiacres, cítadines y cabriolets) y que define como “carruajes largos con dos filas de asientos colocados a la larga también, comúnmente para catorce personas, y algunos para diez y seis, los cuales sirven para el trasporte de las gentes de unos a otros puntos notables de las poblaciones”. Dice Fray Gerundio que el servicio de ómnibus estaba por esas fechas generalizado por toda Europa menos en nuestro país. Y, aparte de contar algunas escenas que muestran el talante democratizador de esos vehículos donde su juntaban en armonía todas las clases sociales, nos informa de que en ellos “entran todos los que quieren (que por eso se llaman ómnibus o para todos)”.
Corominas me confirma que, efectivamente, la palabra no es sino el dativo plural de omnis y que adquirió el significado que nos ocupa en el idioma francés. De hecho, parece que ya desde 1828 está registrado como vocablo en los diccionarios de esa lengua, mientras que la RAE no lo tenía incorporado en la edición de 1843 (aparece por primera vez en la de 1884). De hecho, haciendo una consulta en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, de la Academia) compruebo que de los 421 casos registrados, las citas más antiguas son las provenientes de esta obra de Modesto Lafuente. Casi veinte años después, en 1861, Pedro Antonio de Alarcón publicó otro libro de viajes (De Madrid a Nápoles) en el que también se refiere a los ómnibus franceses. Hay que esperar a la década de los setenta y, sobre todo, a la de los ochenta del XIX para que la palabra aparezca con mayor frecuencia y además ambientada en España (el primer caso es de un artículo de Becquer sobre Madrid y años después Pérez Galdós, Pardo Bazán …). Aunque hay algunos antecedentes un poco anteriores que no debieron cuajar, parece que el “inventor” de un servicio de transporte público abierto a todo el que lo quisiera usar fue un tal Stanislas Baudry, un médico y empresario propietario de un establecimiento de baños públicos en Nantes. Como su negocio estaba alejado del centro de la ciudad se le ocurrió montar, con autorización municipal, una línea regular de carruajes que facilitara el acceso. Eso ocurría en 1926 y obtuvo tanto éxito que poco después abandonó el sector de los baños para dedicarse de lleno al del transporte, y en 1928 abrió el servicio en París y luego en Burdeos y Lyon. Si creemos a Lafuente, una década después el servicio se había popularizado (supongo que ya no sería un monopolio de Baudry, quien murió en 1830) y extendido a todas las ciudades importantes de Europa, pero no a las españolas (Spain was different).
En la Wikipedia francesa, citando un artículo de Philippe Dossat y Denis Roux de 2009, se sugiere que el origen de la palabra provendría de que la estación principal de la primera línea de Nantes estaba ubicada frente a una sombrerería cuya enseña era Omnes Omnibus (“De todo para todos”). De modo que la gente, cuando iba a embarcar en el carruaje, diría “voy al ómnibus” y así se popularizaría el término. Ahora bien, no hay constancia de que en esas fechas existiera ninguna tienda con ese nombre. De otra parte, en un documento del “Fondo Stanislas Baudry”, conservado en el archivo municipal de Nantes, se cuenta la escena en la que el contable del empresario, al poco de empezar el servicio, explicando en qué consistía dijo que eran vehículos omnibus, en el sentido de “para todos”. Ha de aclararse que en esa época era hasta cierto punto habitual emplear palabras latinas; sin ir más lejos, el propio Lafuente empieza el capítulo que inspira este post diciendo que “en España no se conocen mas Ómnibus que los que anuncia todos los días en el Diario de Avisos y demás periódicos el profesor de cirugía D. Melchor Ibarrondo al lado de las pezoneras y biberones aspirantes”. Este Melchor Ibarrondo era un dentista famoso por la producción y venta de dentaduras artificiales muy elogiadas que anunciaba como ómnibus (para todos). Así que, pese a la referencia a una supuesta sombrerería, parece más verosímil que a la hora de bautizar el nuevo servicio se optara por un nombre que incorporara la nota distintiva del mismo, llamándolos voitures ómnibus. Enseguida, por economía del lenguaje, se caería el voitures y se quedó el dativo latino a solas. Si en vez de latín, se hubiera bautizado en francés, quizá hoy la palabra española sería purtús o algo así.
Pero si el origen etimológico de ómnibus no deja de ser curioso, mucho más lo es el de su sucesor semántico y real: el autobús. A finales del siglo XIX, los ingenieros alemanes empezaron a fabricar los primeros vehículos a gasolina. Que a estos carruajes que se movían por sí mismos, sin necesidad de la tracción animal, se los llamara automóviles tiene bastante sentido: en el propio nombre está la definición de los denominado. Cuando en los primeros años del XX los antiguos vehículos de transporte colectivo también se motorizaron, podrían haberse denominado, por la misma regla de composición, autómnibus. No pasó así. Parece que en Inglaterra, la palabra ómnibus había evolucionado hasta quedarse en bus y esa transformación debió ocurrir más o menos cuando los carruajes colectivos de caballos eran sustituidos por los de gasolina, de modo que el nuevo término se asoció al nuevo vehículo. En las lenguas latinas se mantuvo el criterio de anteceder el prefijo griego auto, pero no a ómnibus sino solo a bus, y además, al menos en español, la palabra cambió su acentuación pasando de esdrújula a aguda. No se me negará que no deja de ser extraño que el núcleo semántico de la nueva palabra no sea sino una desinencia latina, sin significado en sí misma. Lo que muestra que el cómo se generan las palabras no responde en muchos casos a lo que cabría esperar en buena lógica. Y para acabar: la palabra automóvil no se incorpora al DRA hasta la edición de 1914, y autobús es registrada en 1925 (creo); ambas palabras, pese a sus orígenes latinos y griegos pasan al español directamente del francés, igual que ómnibus. Hasta aquí.
El libro (que, por cierto, se puede descargar sin problemas) narra el viaje de cuatro meses y medio que hizo Lafuente (en el texto es su personaje Fray Gerundio) en la segunda mitad de 1841. Salvando mucho las distancias y los años, me ha recordado un tanto el magnífico El Danubio de Claudio Magris, porque de forma similar al italiano, nuestro escritor, además de describir lo que ve en las muchas ciudades en las que se detiene, aprovecha para sazonar el relato con pertinentes anécdotas históricas. En fin, que me permito recomendar su lectura que sin duda resulta más que instructiva para conocer cómo era la vida hace ya casi doscientos años y, de paso, también para disfrutar con una forma de escribir elegante y que ya se ha perdido, me temo que definitivamente (aprovecho para comentar que hay algunas diferencias ortográficas con el castellano actual, entre ellas, por ejemplo, que la letra j no aparecía en tantas palabras como ahora: relox, viages, etc). Pero en este post no pretendo glosar el libro, sino referirme al objeto de uno de sus primeros capítulos, que lo coloca cuando está hablando de Burdeos, a poco pues de haber cruzado la frontera española. El artículo, denominado Ómnibus, describe con entusiasmo los que considera una cuarta especie de carruaje (las tres primeras, descritas en el capítulo anterior, eran los fiacres, cítadines y cabriolets) y que define como “carruajes largos con dos filas de asientos colocados a la larga también, comúnmente para catorce personas, y algunos para diez y seis, los cuales sirven para el trasporte de las gentes de unos a otros puntos notables de las poblaciones”. Dice Fray Gerundio que el servicio de ómnibus estaba por esas fechas generalizado por toda Europa menos en nuestro país. Y, aparte de contar algunas escenas que muestran el talante democratizador de esos vehículos donde su juntaban en armonía todas las clases sociales, nos informa de que en ellos “entran todos los que quieren (que por eso se llaman ómnibus o para todos)”.
Corominas me confirma que, efectivamente, la palabra no es sino el dativo plural de omnis y que adquirió el significado que nos ocupa en el idioma francés. De hecho, parece que ya desde 1828 está registrado como vocablo en los diccionarios de esa lengua, mientras que la RAE no lo tenía incorporado en la edición de 1843 (aparece por primera vez en la de 1884). De hecho, haciendo una consulta en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, de la Academia) compruebo que de los 421 casos registrados, las citas más antiguas son las provenientes de esta obra de Modesto Lafuente. Casi veinte años después, en 1861, Pedro Antonio de Alarcón publicó otro libro de viajes (De Madrid a Nápoles) en el que también se refiere a los ómnibus franceses. Hay que esperar a la década de los setenta y, sobre todo, a la de los ochenta del XIX para que la palabra aparezca con mayor frecuencia y además ambientada en España (el primer caso es de un artículo de Becquer sobre Madrid y años después Pérez Galdós, Pardo Bazán …). Aunque hay algunos antecedentes un poco anteriores que no debieron cuajar, parece que el “inventor” de un servicio de transporte público abierto a todo el que lo quisiera usar fue un tal Stanislas Baudry, un médico y empresario propietario de un establecimiento de baños públicos en Nantes. Como su negocio estaba alejado del centro de la ciudad se le ocurrió montar, con autorización municipal, una línea regular de carruajes que facilitara el acceso. Eso ocurría en 1926 y obtuvo tanto éxito que poco después abandonó el sector de los baños para dedicarse de lleno al del transporte, y en 1928 abrió el servicio en París y luego en Burdeos y Lyon. Si creemos a Lafuente, una década después el servicio se había popularizado (supongo que ya no sería un monopolio de Baudry, quien murió en 1830) y extendido a todas las ciudades importantes de Europa, pero no a las españolas (Spain was different).
En la Wikipedia francesa, citando un artículo de Philippe Dossat y Denis Roux de 2009, se sugiere que el origen de la palabra provendría de que la estación principal de la primera línea de Nantes estaba ubicada frente a una sombrerería cuya enseña era Omnes Omnibus (“De todo para todos”). De modo que la gente, cuando iba a embarcar en el carruaje, diría “voy al ómnibus” y así se popularizaría el término. Ahora bien, no hay constancia de que en esas fechas existiera ninguna tienda con ese nombre. De otra parte, en un documento del “Fondo Stanislas Baudry”, conservado en el archivo municipal de Nantes, se cuenta la escena en la que el contable del empresario, al poco de empezar el servicio, explicando en qué consistía dijo que eran vehículos omnibus, en el sentido de “para todos”. Ha de aclararse que en esa época era hasta cierto punto habitual emplear palabras latinas; sin ir más lejos, el propio Lafuente empieza el capítulo que inspira este post diciendo que “en España no se conocen mas Ómnibus que los que anuncia todos los días en el Diario de Avisos y demás periódicos el profesor de cirugía D. Melchor Ibarrondo al lado de las pezoneras y biberones aspirantes”. Este Melchor Ibarrondo era un dentista famoso por la producción y venta de dentaduras artificiales muy elogiadas que anunciaba como ómnibus (para todos). Así que, pese a la referencia a una supuesta sombrerería, parece más verosímil que a la hora de bautizar el nuevo servicio se optara por un nombre que incorporara la nota distintiva del mismo, llamándolos voitures ómnibus. Enseguida, por economía del lenguaje, se caería el voitures y se quedó el dativo latino a solas. Si en vez de latín, se hubiera bautizado en francés, quizá hoy la palabra española sería purtús o algo así.
Pero si el origen etimológico de ómnibus no deja de ser curioso, mucho más lo es el de su sucesor semántico y real: el autobús. A finales del siglo XIX, los ingenieros alemanes empezaron a fabricar los primeros vehículos a gasolina. Que a estos carruajes que se movían por sí mismos, sin necesidad de la tracción animal, se los llamara automóviles tiene bastante sentido: en el propio nombre está la definición de los denominado. Cuando en los primeros años del XX los antiguos vehículos de transporte colectivo también se motorizaron, podrían haberse denominado, por la misma regla de composición, autómnibus. No pasó así. Parece que en Inglaterra, la palabra ómnibus había evolucionado hasta quedarse en bus y esa transformación debió ocurrir más o menos cuando los carruajes colectivos de caballos eran sustituidos por los de gasolina, de modo que el nuevo término se asoció al nuevo vehículo. En las lenguas latinas se mantuvo el criterio de anteceder el prefijo griego auto, pero no a ómnibus sino solo a bus, y además, al menos en español, la palabra cambió su acentuación pasando de esdrújula a aguda. No se me negará que no deja de ser extraño que el núcleo semántico de la nueva palabra no sea sino una desinencia latina, sin significado en sí misma. Lo que muestra que el cómo se generan las palabras no responde en muchos casos a lo que cabría esperar en buena lógica. Y para acabar: la palabra automóvil no se incorpora al DRA hasta la edición de 1914, y autobús es registrada en 1925 (creo); ambas palabras, pese a sus orígenes latinos y griegos pasan al español directamente del francés, igual que ómnibus. Hasta aquí.
Me sonaba la historia del sombrerero llamado Omnés y su supuesta contribución al transporte público. Siendo que "ómnibus" era un adjetivo habitual (al fin y al cabo, ese era su uso práctico), es más probable que el origen sea "voiture omnibus", en efecto.
ResponderEliminarPor otro lado, la evolución lingüística está llena de esos accidentes. "Subasta" significa "bajo el asta" porque así se solían celebrar la subastas y "hoy" es una contracción de "hodie", a su vez de "hoc dies". No hablemos ya de las reiteraciones, como "sombra" que viene de "sub umbra", "bajo la sombra", o "conm/t/sigo", de "cum m/t/secum".
Lo que ha dado lugar al absurdo de que en castellano repitamos el "con", a pesar de estar ya contenido en el "...igo" (con perdón: en el "...ecum"), y digamos "contigo", una aberración. A mí el idioma me fascina presisamente por esas cosas.
EliminarComo no llegué a hacer BUP y soy de ciencias, jamás he estudiado en serio el latín, pero desde que conocí el origen de "-igo", me ha llamado la atención que la preposición "cum" fuera posposición para los pronombres personales... Como dices, estos accidentes ocurren, na lengua natural tampoco puede ser rígida.
Eliminar¿Eres posterior al BUP, Capolanda? Suponía que serías de la EGB y el BUP, no de la LOGSE. Yo (y Vanbrugh y otros cuantos comentaristas ocasionales de este blog) somos anteriores al BUP y, ciertamente, estudiamos como mínimo dos años de latín.
EliminarEn mi casa paterna estaba la Historia de España de Lafuente, tropecientos tomos preciosos que alguna vez, en mi descarriada infancia, me entretuve en leer a cachos con gran disfrute. La ha heredado mi hermana la historiadora, pero yo me he conseguido la obra casi completa en versión digital y sigo echándole vistazos de vez en cuando. Eso era castellano, y no lo que escribimos ahora. También yo había olvidado, si alguna vez lo supe, que fuera Lafuente el responsable de Fray Gerundio. Apetece el libro de sus viages, veré de hacerme con él.
ResponderEliminarYo estoy, poco a poco, descargando la Historia de España. Espero que pueda completarla en breve.
EliminarLa palabra "omnibus" la descubrí a eso de los siete u ocho años en alguna de mis desordenadas lecturas de por entonces, creo que algo de L. M. Alcott, ¿Mujercitas?... Del texto se desprendía claramente que era un carricoche donde cabía mucha gente, por lo que era inevitable relacionarla con los autobuses que yo cogía a diario y deducir que la raiz común de ambas cosas, el bus, era lo que se refería a "vehículo colectivo". Pero luego estudié latín y me enteré, por un lado, de lo que quería decir "omnibus" y, por otro, de que la terminación "ibus" era solo la desinencia de algunos ablativos y dativos plurales y no tenía ningún otro significado por sí misma. La cosa me tuvo perplejo durante algún tiempo. Llegué yo solito a la conclusión de que el carricoche de la Alcott se llamaba así porque era "para todos", y que los autobuses actuales había heredado el "bus" de pura chiripa. Así se le empieza a perder el respeto al idioma, cosa muy necesaria para usarlo bien...
ResponderEliminarTambién yo descubrí el origen de "ómnibus" hace tiempo, pero no tanto como tú. De hecho, mi encuentro con la palabra no fue a través de lecturas, sino por el uso, cuando a los dieciséis años fui a vivir a Lima y resultó que allí así llamaban a los autobuses. Luego, no mucho más tarde (y creo que por curiosidad personal), descubrí su absurdo origen. El leer ahora el capítulo que le dedicó Lafuente, me ha servido de excusa para revivir (y ampliar) aquellas "investigaciones filológicas" de hace cuarenta años.
EliminarLa Real Academia Española indicó que "la voz castellana más apropiada era la de autómnibus". Vease ABC de 30/1/1923. A lo largo de los años ese término se ha utilizado. Hasta hace muy poco, en Madrid tuvimos una empresa de autobuses interurbanos, AISA; Autómnibus Interurbanos S.A.
ResponderEliminarNo sabía que se usó esa voz "autómnibus", y te agradezco que informes aquí de ello. He pasado por tu blog y veo que eres todo un especialista en transporte urbano de superficie. Gracias por la visita.
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