Hay tantas y tantas historias olvidadas. Me gustaría ser capaz de rescatarlas por el placer de narrarlas y así, de algún modo, revivirlas. La pena es que tantas y tantas de esas historias –la mayoría por mera exigencia estadística– se han perdido para siempre y ya jamás podrán contarse. Otras, innumerables también, si bien sumergidas en su casi totalidad en el olvido definitivo, aún asoman sutiles rastros que apenas testifican que algo sucedió pero sin dar casi noticias de ese algo. Asiendo esos evanescentes vestigios quizá pudiéramos recrear las historias, como si, jalándolo por los brazos, salváramos a alguien a quien engullen arenas movedizas. Digo a propósito “recrear” porque en los más de los casos son novelistas los que acometen estas tareas, rellenando mediante la ficción las muchísimas ignorancias de la historia. Tan solo, creo yo, hay que exigirles verosimilitud; al fin y al cabo, admitimos todos que no podemos saber a ciencia cierta lo que pasó pero que el relato que se nos cuente, al menos, haya podido pasar. Pienso que, ateniéndose a esa regla, es muy probable que si la historia que recreamos no coincide con la que fue, lo hará con otra ya del todo olvidada. Téngase en cuenta que, con tanto tiempo y tantas personas, cualquier relato que creemos “inventar” habrá sucedido alguna vez en algún lugar.
Por ejemplo, me gustaría poder narrar el ataque que de los españoles de la isla de Trinidad contra los holandeses de la efímera colonia de Nueva Walcheren. Ocurrió hacia mediados de la década de los treinta del XVII en la pequeña isla caribeña de Tobago. Lo que pasa es que hasta hace unos días no sabía nada de Tobago (y nada es nada, salvo que forma parte del estado soberano de Trinidad y Tobago), así que lo primero que he hecho ha sido buscarla en Wikipedia y en GoogleMaps. Resulta que es una isla alargada de solo 300 km2 (algo menos que La Gomera), situada entre las de Barlovento, las que delimitan el Mar Caribe por el Este, un poquito al Norte de Trinidad y, por lo tanto, la segunda contando desde Venezuela a la altura del Delta del Orinoco. En cuanto a su historia, Tobago fue nominalmente española hasta las guerras napoleónicas, cuando la ocuparon los británicos. Sin embargo, España no se preocupó de colonizarla y por ello durante los siglos XVII y XVIII hubo numerosos intentos de otros países de fundar asentamientos en esa pequeña isla. El de los holandeses de la historia que querría conocer fue una de las primeras empresas de esa naturaleza.
Lo cierto es que nunca había escuchado Walcheren y desconocía completamente la ubicación de ese topónimo. Resulta que es también una isla o mejor dicho lo fue porque en la actualidad está unida con otra antigua isla (Zuid-Beveland) y ésta con Bravante Septentrional, la provincia holandesa. Pues bien, algunos zelandeses que regresaban de Brasil en 1632 atracaron en Tobago y decidieron quedarse y fundar un asentamiento. Recuérdese que las entonces llamadas Provincias Unidas, aunque independizadas de la monarquía de los Habsburgo en tiempos de Felipe II, seguían en guerra con España (siguieron hasta la Paz de Westfalia de 1648). En su condición de enemigos no eran obviamente bien recibidos en América, pero ello no impedía (más bien era un acicate) para que, a partir de los años 80 del XVI, holandeses audaces, aprovechando la incapacidad castellana de gobernar tan amplísimos territorios, intentara repetidas veces (con algunos éxitos) aprovechar las riquezas (la sal, por ejemplo) y fundar puestos comerciales en esas costas.
Hay, sin embargo, otra versión según la cual la colonización neerlandesa de Tobago fue idea de Jan de Moor, burgomaestre de Flesinga, uno de los municipios de la isla de Walcheren. De Moor era uno de los más intrépidos comerciantes de Zelanda, ansioso por arrebatar para su país parte de los dominios de los odiados españoles. Algunos años antes –en la década de los veinte del XVII– un tal De Forest, hugonote que escapaba con más de cincuenta familias de la católica Francia, suplicó a este prócer que los llevara a la Costa Salvaje, que era como se conocía el litoral comprendido entre los deltas del Orinoco y el Amazonas, el área en el que los holandeses llevaban años picoteando. Parece que De Moor dividió tan gran contingente en tres grupos y a uno de ellos lo envió a Tobago. Tal vez, ambas versiones no sean excluyentes; quizá –incluso probablemente, diría yo– hubo varias llegadas a esa nueva colonia.
En todo caso, la vida de la nueva colonia de Nueva Walcheren (que se supone que estuvo más o menos donde la actual Plymouth, en la costa Norte a la altura de Scarborough, la capital de Tobago) fue breve. A los españoles de Trinidad no les gustaba nada tener tales vecinos, y no tanto por antipatías patrióticas sino por temor a que se pusieran ellos también a buscar oro en los bancos arenosos de la desembocadura del Orinoco. En todo caso, fueran cuales fueran los motivos, lo cierto es que en 1636 organizaron una expedición de gente armada apoyados por indios nativos (bastantes de ellos caníbales) a los que animaron a dar rienda suelta a los rencores acumulados en otros hombres blancos. Casi nada he podido averiguar de esa razzia salvaje e inmisericorde. Debemos suponer que muchos de los aproximadamente doscientos colonos fueron asesinados en el fragor de la desigual batalla; otros –entre ellos Cornelis, el hijo de Jan de Moor– fueron apresados y seguramente liberados tras el pago de los correspondientes rescates.
Unos pocos, se dice, lograron escapar de las sanguinarias hordas, escondidos en el bosque; luego, acabada la matanza y arrasado completamente el poblado, después de que los invasores regresaran a Trinidad, estos aterrorizados colonos se agruparon para conseguir sobrevivir los meses que transcurrieron hasta que un velero holandés atracara en las ruinas de Nueva Walcheren y pudieran escapar del lugar en que tanto dolor habían sufrido. Como ya he dicho, me encantaría saber más de esta historia y así, por ejemplo, corroborar que Lena Groenewegen, una amiga holandesa originaria de Vlissingen (Flesinga, en castellano) desciende del pequeño Jan, un chiquillo de doce años que quedó huérfano tras ese fatídico ataque; forma parte de la tradición familiar, muchas generaciones siempre residentes en Flesinga o alrededores, el recuerdo de aquella matanza. Y si hubiera hoy de recrear aquella historia, la enlazaría con la que vive mi amiga, recién casada con un venezolano perteneciente a uno de los más copetudos linajes de Margarita y cuya familia, según el mismo cuenta, hizo su fortuna en los inicios del XVII vinculada a la administración colonial y al comercio en la isla de Trinidad.
Lo cierto es que nunca había escuchado Walcheren y desconocía completamente la ubicación de ese topónimo. Resulta que es también una isla o mejor dicho lo fue porque en la actualidad está unida con otra antigua isla (Zuid-Beveland) y ésta con Bravante Septentrional, la provincia holandesa. Pues bien, algunos zelandeses que regresaban de Brasil en 1632 atracaron en Tobago y decidieron quedarse y fundar un asentamiento. Recuérdese que las entonces llamadas Provincias Unidas, aunque independizadas de la monarquía de los Habsburgo en tiempos de Felipe II, seguían en guerra con España (siguieron hasta la Paz de Westfalia de 1648). En su condición de enemigos no eran obviamente bien recibidos en América, pero ello no impedía (más bien era un acicate) para que, a partir de los años 80 del XVI, holandeses audaces, aprovechando la incapacidad castellana de gobernar tan amplísimos territorios, intentara repetidas veces (con algunos éxitos) aprovechar las riquezas (la sal, por ejemplo) y fundar puestos comerciales en esas costas.
Hay, sin embargo, otra versión según la cual la colonización neerlandesa de Tobago fue idea de Jan de Moor, burgomaestre de Flesinga, uno de los municipios de la isla de Walcheren. De Moor era uno de los más intrépidos comerciantes de Zelanda, ansioso por arrebatar para su país parte de los dominios de los odiados españoles. Algunos años antes –en la década de los veinte del XVII– un tal De Forest, hugonote que escapaba con más de cincuenta familias de la católica Francia, suplicó a este prócer que los llevara a la Costa Salvaje, que era como se conocía el litoral comprendido entre los deltas del Orinoco y el Amazonas, el área en el que los holandeses llevaban años picoteando. Parece que De Moor dividió tan gran contingente en tres grupos y a uno de ellos lo envió a Tobago. Tal vez, ambas versiones no sean excluyentes; quizá –incluso probablemente, diría yo– hubo varias llegadas a esa nueva colonia.
En todo caso, la vida de la nueva colonia de Nueva Walcheren (que se supone que estuvo más o menos donde la actual Plymouth, en la costa Norte a la altura de Scarborough, la capital de Tobago) fue breve. A los españoles de Trinidad no les gustaba nada tener tales vecinos, y no tanto por antipatías patrióticas sino por temor a que se pusieran ellos también a buscar oro en los bancos arenosos de la desembocadura del Orinoco. En todo caso, fueran cuales fueran los motivos, lo cierto es que en 1636 organizaron una expedición de gente armada apoyados por indios nativos (bastantes de ellos caníbales) a los que animaron a dar rienda suelta a los rencores acumulados en otros hombres blancos. Casi nada he podido averiguar de esa razzia salvaje e inmisericorde. Debemos suponer que muchos de los aproximadamente doscientos colonos fueron asesinados en el fragor de la desigual batalla; otros –entre ellos Cornelis, el hijo de Jan de Moor– fueron apresados y seguramente liberados tras el pago de los correspondientes rescates.
Unos pocos, se dice, lograron escapar de las sanguinarias hordas, escondidos en el bosque; luego, acabada la matanza y arrasado completamente el poblado, después de que los invasores regresaran a Trinidad, estos aterrorizados colonos se agruparon para conseguir sobrevivir los meses que transcurrieron hasta que un velero holandés atracara en las ruinas de Nueva Walcheren y pudieran escapar del lugar en que tanto dolor habían sufrido. Como ya he dicho, me encantaría saber más de esta historia y así, por ejemplo, corroborar que Lena Groenewegen, una amiga holandesa originaria de Vlissingen (Flesinga, en castellano) desciende del pequeño Jan, un chiquillo de doce años que quedó huérfano tras ese fatídico ataque; forma parte de la tradición familiar, muchas generaciones siempre residentes en Flesinga o alrededores, el recuerdo de aquella matanza. Y si hubiera hoy de recrear aquella historia, la enlazaría con la que vive mi amiga, recién casada con un venezolano perteneciente a uno de los más copetudos linajes de Margarita y cuya familia, según el mismo cuenta, hizo su fortuna en los inicios del XVII vinculada a la administración colonial y al comercio en la isla de Trinidad.
Llevas razón. Esta historia, desde luego, merecería que se contara con detalle... Aunque a veces los contadores de historias no rellenan huecos, sino que tergiversan la historia, no siempre por motivos estéticos.
ResponderEliminarSí, en efecto. Pero a mí lo que me interesa son las posibilidades literarias de completar historias incompletas. Esos vacíos los has de inventar, pero ciñéndote a las reglas de "verosimilitud".
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