En 1972, Larry Collins y Dominique Lapierre publicaron Oh, Jerusalén. En mi casa (la de mis padres para ser precisos) la edición española entró en 1973 y en la actualidad ese viejo libro de Plaza & Janés está en mi biblioteca. Yo lo leí hacia final de ese año, en el primer trimestre de quinto de bachillerato, un tiempo en el que, a mis catorce años, ya me consideraba muy mayor. Han pasado casi cuarenta y cinco años de aquella lectura y, naturalmente, casi no me acuerdo de nada de la historia. Sí, desde luego, de que trata del nacimiento del Estado de Israel y también de que la historia y el modo con el que estaba contada me cautivaron; no en vano fue un best seller de la época y se ha reeditado repetidas veces desde entonces. Leo ahora en internet que los autores dedicaron tres años a investigar el asunto y entrevistaron a multitud de protagonistas; leo también que intentaron mantener una posición neutral, evitando caer en el maniqueísmo. No obstante, en mis desvaídos recuerdos predomina la idea de que el libro tomaba partido por la causa sionista. Sin perjuicio de que tanto tiempo después lo relea (me han entrado ganas), lo cierto es que ese libro fue el principal causante de que en mi adolescencia mis simpatías se dirigieran claramente hacia los judíos. También influiría con toda seguridad que en aquellos días aún debía durarme el impacto emocional de la masacre de las Olimpiadas de Munich. Después, claro está, han pasado muchas cosas, y casi todas malas, en ese doliente rincón del mundo, tantas que hoy me es muy difícil mirar con buenos ojos al Estado de Israel, especialmente cuando está dirigido por el Likud. Sin embargo, he de reconocer que esa simpatía adolescente no ha desaparecido completamente (quizá porque he tenido y tengo algunos judíos muy queridos).
Me acordé del Oh, Jerusalén de mi adolescencia a raíz de la aprobación por el Knesset en la madrugada del pasado jueves 19 de la llamada Ley del Estado Nación y, sobre todo, por la polémica mediática que inmediatamente desató. Algunos titulares dan idea de la divulgación de la noticia: “Israel se consagra como “Estado nación judío” y desata la protesta de la minoría árabe por discriminación” (El País), “Israel aprueba una controvertida ley que protege su carácter judío” (La Vanguardia), “Polémica ley define a Israel como ‘Estado nación del pueblo judío’ (La Razón). Titulares parecidos podían leerse ese día en periódicos extranjeros: “La Knesset adopte une loi controversée définissant Israël comme Etat juif” (Le Monde); “Israeli Law Declares the Country the ‘Nation-State of the Jewish People’” (The New York Times). Entiendo de sobra que la promulgación de una ley así por el parlamento israelí sea un motivo más de tensión en las imposibles relaciones entre palestinos y judíos. Ahora bien, lo que me sorprende es que se presente como si fuera algo nuevo; ¿acaso la creación del Estado de Israel no se hizo justamente para dar un Estado nación al pueblo judío?
La Ley recientemente aprobada tiene el carácter de básica que vendría a ser equivalente a una norma constitucional. Israel no tiene Constitución (los fundadores siguieron la tradición anglosajona) y, a lo largo de su historia estatal el Parlamento ha ido promulgando una serie de leyes calificadas como básicas y cuya modificación requiere mayorías cualificadas. El contenido de esta última (que es la décimo sexta) se corresponde con lo que sería el primer capítulo de cualquier Constitución, toda vez que se centra en definir el Estado y sus características y símbolos fundamentales. De hecho, lo sorprendente es que el objeto de la Ley no hubiera sido explícitamente promulgado en los setenta años de historia que ya tiene Israel. El primer artículo, denominado “Principios básicos”, contiene tres epígrafes que rezan lo que sigue: A) La Tierra de Israel es la patria histórica del pueblo judío en la que se estableció el Estado de Israel. B) El Estado de Israel es el hogar nacional del pueblo judío en el que ejerce su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación. C) El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío. Aunque hay 10 artículos más que tampoco han sido recibidos pacíficamente, este primero es sin duda el más polémico.
Ahora bien, dejando de lado la controversia, lo cierto es que no se trata de ninguna novedad. Theodor Herzl, el padre del sionismo político, publicó en 1896 Der Judenstaat, donde defendía la necesidad de crear un Estado judío. El Primer Congreso de la Organización Sionista Mundial (1897) acordó instar al establecimiento de un hogar para el pueblo judío en Palestina garantizado por el derecho público. A partir de ahí se intensificó la emigración judía a la Palestina otomana; se trata de la conocida como segunda aliyá (entre 1904 y 1014), protagonizada mayoritariamente por judíos polacos y rusos ante el recrudecimiento del antisemitismo en la Europa oriental (recuérdense los terribles pogromos de la época).Se calcula que hacia el final de la Primera Guerra Mundial, cuando se constituyó el Mandato Británico de la región, la población judía rondaría los cien mil habitantes (y seis veces más árabes).En el transcurso de la Gran Guerra, los líderes sionistas aprovecharon sus influencias para presionar a los británicos, logrando finalmente que el 2 de noviembre de 2017 Arthur James Balfour, ministro de Exteriores del Reino Unido, dirigiera al barón Lionel Walter Rothschild una carta en la que expresaba que “El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país”.
Durante las décadas de los veinte y de los treinta, los británicos comprobaron que el futuro Estado no sería nada fácil, debido a la animadversión entre palestinos y judíos. Cuando en 1922 la Sociedad de Naciones de 1922 legitimó el Mandato, ordenó dos cosas que se revelaron casi incompatibles: asegurar el establecimiento del hogar nacional judío y salvaguardar los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de Palestina. En 1937, la Comisión Peel propuso una partición del territorio entre zonas árabes y judías (ambas partes la rechazaron), y en 1939, el Gobierno de Chamberlain publicó el Libro Blanco en el que apostaba por un Estado único gobernado en común por ambas comunidades. La finalización de la Segunda Guerra Mundial y el horror generalizado ante las atrocidades nazis con los judíos, impulsó decididamente la urgencia del Estado judío. Gran Bretaña, por entonces, anunció su retirada de Palestina, lo que recrudeció la violencia entre árabes y judíos. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181 que recomendaba la partición de Palestina en un Estado judío, un Estado árabe y una zona bajo régimen internacional. El 14 de mayo de 1948, la fecha en que finalizaba el Mandato británico, las autoridades judías de la zona, reunidas en el Museo de Arte de Tel Aviv y presididas por David Ben Gurion, proclamaron “el establecimiento de un estado judío en Eretz Israel”.
Es decir, el Estado de Israel tiene su origen y su razón de ser en dotar de una estructura política (de un Estado) a los judíos, en ser el hogar nacional de los judíos. Por tanto, a nadie debería extrañar que cuente con una Ley de rango constitucional que diga esto mismo negro sobre blanco; más bien, lo que a mí me ha sorprendido es que dicha norma jurídica no existiera ya. Y digo esto porque quizá uno de los intereses de quienes disparan duras críticas contra la reciente Ley podría ser dar a entender que esta “nacionalización judía” del Estado de Israel es algo nuevo, que se está imponiendo ahora, ocultando o tergiversando la realidad de los acontecimientos históricos, nos guste o no. Cuestiones distintas son si el Estado de Israel, aún concebido como hogar nacional judío, está cumpliendo la orden de la ONU de garantizar los derechos de los no judíos, si el Estado de Israel debe ocupar todo el territorio de la antigua Palestina o debe coexistir con un Estado palestino, etc. Ciertamente, estos son los asuntos relevantes sobre los que, en principio, no parece que incida directamente el texto de la nueva Ley. Por tanto, la crítica no debería ir tanto contra el contenido de la misma (al menos no como si se estuviera diciendo algo nuevo) como contra su conveniencia en estos momentos, y el significado real que supone, más allá de su contenido textual (y, por ende, jurídico). Pero, claro, eso pertenece más a una valoración política que jurídica, que dejo para otra ocasión.
Me acordé del Oh, Jerusalén de mi adolescencia a raíz de la aprobación por el Knesset en la madrugada del pasado jueves 19 de la llamada Ley del Estado Nación y, sobre todo, por la polémica mediática que inmediatamente desató. Algunos titulares dan idea de la divulgación de la noticia: “Israel se consagra como “Estado nación judío” y desata la protesta de la minoría árabe por discriminación” (El País), “Israel aprueba una controvertida ley que protege su carácter judío” (La Vanguardia), “Polémica ley define a Israel como ‘Estado nación del pueblo judío’ (La Razón). Titulares parecidos podían leerse ese día en periódicos extranjeros: “La Knesset adopte une loi controversée définissant Israël comme Etat juif” (Le Monde); “Israeli Law Declares the Country the ‘Nation-State of the Jewish People’” (The New York Times). Entiendo de sobra que la promulgación de una ley así por el parlamento israelí sea un motivo más de tensión en las imposibles relaciones entre palestinos y judíos. Ahora bien, lo que me sorprende es que se presente como si fuera algo nuevo; ¿acaso la creación del Estado de Israel no se hizo justamente para dar un Estado nación al pueblo judío?
La Ley recientemente aprobada tiene el carácter de básica que vendría a ser equivalente a una norma constitucional. Israel no tiene Constitución (los fundadores siguieron la tradición anglosajona) y, a lo largo de su historia estatal el Parlamento ha ido promulgando una serie de leyes calificadas como básicas y cuya modificación requiere mayorías cualificadas. El contenido de esta última (que es la décimo sexta) se corresponde con lo que sería el primer capítulo de cualquier Constitución, toda vez que se centra en definir el Estado y sus características y símbolos fundamentales. De hecho, lo sorprendente es que el objeto de la Ley no hubiera sido explícitamente promulgado en los setenta años de historia que ya tiene Israel. El primer artículo, denominado “Principios básicos”, contiene tres epígrafes que rezan lo que sigue: A) La Tierra de Israel es la patria histórica del pueblo judío en la que se estableció el Estado de Israel. B) El Estado de Israel es el hogar nacional del pueblo judío en el que ejerce su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación. C) El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío. Aunque hay 10 artículos más que tampoco han sido recibidos pacíficamente, este primero es sin duda el más polémico.
Ahora bien, dejando de lado la controversia, lo cierto es que no se trata de ninguna novedad. Theodor Herzl, el padre del sionismo político, publicó en 1896 Der Judenstaat, donde defendía la necesidad de crear un Estado judío. El Primer Congreso de la Organización Sionista Mundial (1897) acordó instar al establecimiento de un hogar para el pueblo judío en Palestina garantizado por el derecho público. A partir de ahí se intensificó la emigración judía a la Palestina otomana; se trata de la conocida como segunda aliyá (entre 1904 y 1014), protagonizada mayoritariamente por judíos polacos y rusos ante el recrudecimiento del antisemitismo en la Europa oriental (recuérdense los terribles pogromos de la época).Se calcula que hacia el final de la Primera Guerra Mundial, cuando se constituyó el Mandato Británico de la región, la población judía rondaría los cien mil habitantes (y seis veces más árabes).En el transcurso de la Gran Guerra, los líderes sionistas aprovecharon sus influencias para presionar a los británicos, logrando finalmente que el 2 de noviembre de 2017 Arthur James Balfour, ministro de Exteriores del Reino Unido, dirigiera al barón Lionel Walter Rothschild una carta en la que expresaba que “El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país”.
Durante las décadas de los veinte y de los treinta, los británicos comprobaron que el futuro Estado no sería nada fácil, debido a la animadversión entre palestinos y judíos. Cuando en 1922 la Sociedad de Naciones de 1922 legitimó el Mandato, ordenó dos cosas que se revelaron casi incompatibles: asegurar el establecimiento del hogar nacional judío y salvaguardar los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de Palestina. En 1937, la Comisión Peel propuso una partición del territorio entre zonas árabes y judías (ambas partes la rechazaron), y en 1939, el Gobierno de Chamberlain publicó el Libro Blanco en el que apostaba por un Estado único gobernado en común por ambas comunidades. La finalización de la Segunda Guerra Mundial y el horror generalizado ante las atrocidades nazis con los judíos, impulsó decididamente la urgencia del Estado judío. Gran Bretaña, por entonces, anunció su retirada de Palestina, lo que recrudeció la violencia entre árabes y judíos. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181 que recomendaba la partición de Palestina en un Estado judío, un Estado árabe y una zona bajo régimen internacional. El 14 de mayo de 1948, la fecha en que finalizaba el Mandato británico, las autoridades judías de la zona, reunidas en el Museo de Arte de Tel Aviv y presididas por David Ben Gurion, proclamaron “el establecimiento de un estado judío en Eretz Israel”.
Es decir, el Estado de Israel tiene su origen y su razón de ser en dotar de una estructura política (de un Estado) a los judíos, en ser el hogar nacional de los judíos. Por tanto, a nadie debería extrañar que cuente con una Ley de rango constitucional que diga esto mismo negro sobre blanco; más bien, lo que a mí me ha sorprendido es que dicha norma jurídica no existiera ya. Y digo esto porque quizá uno de los intereses de quienes disparan duras críticas contra la reciente Ley podría ser dar a entender que esta “nacionalización judía” del Estado de Israel es algo nuevo, que se está imponiendo ahora, ocultando o tergiversando la realidad de los acontecimientos históricos, nos guste o no. Cuestiones distintas son si el Estado de Israel, aún concebido como hogar nacional judío, está cumpliendo la orden de la ONU de garantizar los derechos de los no judíos, si el Estado de Israel debe ocupar todo el territorio de la antigua Palestina o debe coexistir con un Estado palestino, etc. Ciertamente, estos son los asuntos relevantes sobre los que, en principio, no parece que incida directamente el texto de la nueva Ley. Por tanto, la crítica no debería ir tanto contra el contenido de la misma (al menos no como si se estuviera diciendo algo nuevo) como contra su conveniencia en estos momentos, y el significado real que supone, más allá de su contenido textual (y, por ende, jurídico). Pero, claro, eso pertenece más a una valoración política que jurídica, que dejo para otra ocasión.
El problema con Israel es que, siendo digno de reconocer que muchas veces violan los derechos humanos, sus críticos le dan la razón empleando exactamente los mismos argumentos que justificaron su existencia: antisemitismo y justificación de cualquier acto contra el mismo. Ya es un escándalo que haya quien no sea capaz de admitir que Hamas es lo peor que le ha podido pasar a Palestina, lo es aún más que con toda alegría digan algunos atontados que ellos se unirían a los niños palestinos lanzando piedras contra los tanques israelíes (lo de defender a esos niños de semejante situación es secundario), pero ya es el colmo que entre ciertas gentes de "izquierdas" se haya extendido ese libelo llamado Los protocolos de Sión y que, cuando se les señala lo que están haciendo, respondan con un hipócrita "No es antisemitismo, es antisionismo".
ResponderEliminarNo me digas que sigue hablándose de esa falsificación.
Eliminar¡Si sólo se hablara! Como decía Will Eisner en La conspiración, tebeo dedicado al panfleto, parece un vampiro inmortal. Nunca muere, pero lo más sorprendente es que algunos grupos de izquierdas lo usan sin remordimientos, en un ejemplo de que todo vale para el convento. Quizás se deba al hecho de que sea tan maniqueo, que llega fácilmente a los bobalicones.
EliminarEn efecto, el Estado de Israel se creó para acoger a los judíos de todo el mundo, la diáspora.
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