La ruta de este sábado ya la había caminado parcialmente el 24 de agosto de 2018 (y la narré en este post). Pero esas primeras etapas de la vuelta a la Isla Jorge no las había hecho, por lo que decidimos que merecía la pena repetir el paso por la Rambla de Castro y luego, en plan aventura, seguir por la costa hasta el barrio de Las Aguas. De modo que quedamos en el aparcamiento de este núcleo a las 7:30 y, en el coche de Jorge, fuimos hasta el Hotel Marítim, un establecimiento de una cadena alemana que se sitúa al borde del acantilado (en el que yo casi me mato cuando cometí la imprudencia de querer pasar por ahí) en el municipio de Los Realejos pero pegadito al límite del Puerto de la Cruz. Al hotel se accede por una calle sin salida transversal al camino del Burgado. Del fondo de saco que remata esta calle nace el sendero de la Rambla de Castro, punto de inicio de la etapa de hoy. Como hace más de dos años, el acceso sigue cortado (peligro de desprendimientos), pero los usuarios desobedientes ya han practicado las convenientes roturas en las vallas para posibilitar el paso sin esforzarse. De hecho, nos cruzamos a unos cuantos paseantes en este primer tramo.
Como la primera vez, vuelvo a maravillarme con el paisaje, no en vano estamos precisamente en el interior de un Paisaje Protegido: la ladera rocosa a la izquierda (con algunos muros de piedra de bancales
agrarios hoy abandonados) y a la derecha el acantilado que cae al mar,
una costa preciosa. El sendero, excepción hecha de algunos bolos desprendidos de la ladera, está en perfectas condiciones de tránsito y discurre con poquísima pendiente (más o menos siguiendo la cota altimétrica de los 40 metros) hasta el tramo final de subida a la urbanización La Romántica II que, este sí, requiere un poco de esfuerzo.
Ya referí la historia de la Romántica en el post citado, así que no me repetiré. Entramo por la calle de las Amapolas y doblamos hacia abajo para seguir por la de Las Cañaveras con la intención de atravesar un solar y un aparcamiento y salir al inmenso edificio colgado sobre el mar. Sin embargo, el solar estaba vallado, lo que nos obligó a subir por las Mimosas hasta las Palmeras, en donde había un pequeño bar abierto en cuya terraza nos tomamos unos cortaditos. Luego bajamos por la calle del Drago para volver al coloso anclado en el acantilado en el que ya estuve hace dos años, para investigar si se podía llegar a hasta el charco junto al mar que se veía en la foto aérea. No lo logramos, pero volví a quedarme impresionado de que nos atrevamos a construir edificios en emplazamientos tan inverosímiles como el de éste, como si de un más difícil todavía se tratara. Volvimos a la calle de las Palmeras, después la de las Rosas y finalmente la de los Geranios, al final de la cual se recupera el sendero de la Rambla de Castro. Este segundo tramo es
parecido al anterior, también sensiblemente horizontal pero a mayor
altura sobre el mar (discurre por la cota 105 poco más o
menos); recorre los cuatrocientos metros que hay entre ambas Románticas
pero al llegar a la primera, en vez de entrar en sus calles, la bordea
por su límite norte.
Enseguida, antes incluso de haber dejado atrás la urbanización,
aparece ante la vista, abajo junto al mar, las ruinas del elevador de
aguas de la Gordejuela; se trata de una antigua estación de bombeo,
construida en 1903 por los Hamilton que tuvo el mérito, además de las dificultades de su
construcción, de albergar la primera máquina de vapor que hubo en
Tenerife. Ahí, donde está esa edificación (de indudable valor histórico y
también arquitectónico pese a su deplorable estado) existió uno de los
nacientes más caudalosos de la isla, que describió hacia la tercera
década del XIX el naturalista Sabino Berthelot: “Retumba un fragor que
se suma al bullir de las olas; son las cascadas de Gordejuela, que se
precipitan, en una sucesión de saltos, desde lo alto de la ladera para
derramarse en transparentes cortinas de agua al pie del acantilado”.
Hamilton&Co constituyeron la Sociedad de Aguas de la Gordejuela para
explotar los manantiales y regar las fincas de plataneras que estaban
por encima. Sin embargo, tanto los altísimos costes de las obras como la
mala coyuntura internacional en los precios fruteros puso a la empresa
en una delicada situación económica que obligó a arrendar estas
instalaciones a otra compañía agraria (la más potente Elder &
Fyffes) y finalmente vendérselas. Poco a poco el sistema de elevación
fue haciéndose obsoleto y hasta innecesario, lo que llevó al progresivo
abandono y consiguiente deterioro material. En el Plan
Especial de Protección de la Rambla de Castro (aprobado en 2000) se planteaba la rehabilitación del inmueble para
dedicarlo a fines vinculados a la conservación del Espacio Natural pero nada se ha hecho. Después de recorrer unos
doscientos cincuenta metros contemplándolo, y tras cruzar el barranco
del Patrimonio por un liviano puente metálico, se llega al punto desde el
que se baja al elevador de aguas, que está cerrado.
Los últimos metros han sido de subida y el sendero es ahora una pista
–camino La Merina– que discurre más alto (hacia los 135 metros) y más
separado del mar. Al cabo de un rato recupera sus características de
sendero y empieza a descender la ladera del barranco del Moral. Cruzado
éste (hacia la curva de nivel de los 80 metros) el aparece la bajada a la playa de la
Fajana, que visité en el 18. Hoy, en cambio, seguimos el sendero para pasar por encima del Fortín de San Fernando, un
pequeño baluarte construido a finales del siglo XVIII para vigilar y
defender la costa realejera de los ataques piratas. Enseguida llegamos a la Casona de Castro, principal edificio de una hacienda cuyo origen se remonta a los primeros reparetimientos tras la conquista y de la que ya hablé en el post previo. Esta vez no entramos sino que la bordeamos por su lado Este, siguiendo un camino a borde del acantilado (por la cota de los 50 metros). Al cabo de unos quinientos metros accedemos a través de un túnel a la pequeña urbanización de Rambla del Mar. Hace dos años, al llegar aquí tomé la carretera hacia la TF-5, abandonando el litoral para subir a Los Realejos. Pero hoy vamos a seguir por la costa, de modo que a partir de aquí caminamos por terrenos que aún no había pisado.
Desde el final de la calle más alta de la urbanización sale un sendero en escaleras que baja hasta la costa, una playa de callaos de algo más de quinientos metros que hemos de transitar dificultosamente hasta llegar al viario asfaltado que da acceso a la playa del Socorro, la más importante del municipio, que es de arena negra (en la preparación de la ruta me pareció que había un sendero que discurría a media ladera pero no lo encontramos). En el Socorro se estaba celebrando un campeonato de surf por lo que toda la carretera de acceso estaba llena de coches y caminonetas, además de varios quioscos. Fuimos hasta el extremo occidental de la playa y nos sentamos en un bosque para devorar; eran las diez y diez de la mañana y teníamos hambre. Acabada la colación, nos armamos de valor para hacer el que sabíamos que era el tramo más difícil del día: caminar un kilómetro y medio sobre callaos, ejercicio que te obliga a estar muy concentrado e ir muy despacio, con el riesgo siempre presente de torcerte un tobillo. Caminados los primeros trescientos cincuenta metros vimos lo que parecía un sendero que ascendía por la ladera. Mientras discutíamos si explorarlo, Jorge se dio cuenta de que se había dejado el móvil en el banco de la playa del Socorro. Tuvo que volver a recogerlo (lo tenían los del campeonato de surf) y yo me quedé una media hora sentado frente al mar. Luego retomamos la marcha; descontando la parada, recorrer ese difícil tramo costero nos llevó una hora y cuarto, más o menos.
El sendero que ascendía la ladera partía en la desembocadura del barranquillo la Quicia que, para los que conocen Tenerife, cruza la TF-5 muy cerquita de la famosa gasolinera El Mirador, parada obligatoria cuando se está yendo a visitar esta parte de la Isla. Ahí mismo, sobre los callaos de la playa, hay un estanque en el que nadaban dos patos. Una empinada subida (40 metros de desnivel en unos 100 metros de longitud) nos lleva a un pequeño y bonito grupo de casas desde donde se disfruta de una fantástica vista de la costa que acabamos de recorrer. Este conjunto, que según la cartografía parece denominarse Finca San Antonio, tiene toda la pinta de una antigua hacienda. A partir de aquí el camino va descendiendo suavemente a través de antiguos bancales agrarios hoy abandonados. Así, en un breve paseo, llegamos al amplio cauce de la desmbocadura del barranco de los Caballos, que es el límite entre los muncipios de Los Realejos y de San Juan de la Rambla, en el que entramos. Desde ahí volver a subir (nada del otro mundo) hasta la cota de 60 metros para llegar al caserío de El Rosario.
Se trata de varias edificaciones alineadas a lo largo del camino que primero se llama Rambla de los Caballos y luego Ribera del Mar. El camino está muy bien cuidado y la mayoría de las casas son bastante bonitas, no pocas buenas muestras de la arquitectura tradicional canaria, de modo que el conjunto resulta muy agradable (vimos unas cuantas viviendas vacacionales, prueba de que los avispados propietarios se han dado cuenta del atractivo turístico de este entorno). Hacia la mitad del asentamiento se dispone la ermita de la Virgen del Rosario, del siglo XVII, junto a la que se abre la plaza. A partir de aquí conozco el trayecto porque estuve el 28 de agosto de 2018, la etapa posterior a la que ya he citado antes, después de haber descendido por el barranco de Ruíz (véase este post). Al salir del Rosario, sigue un sendero en suave bajada que, tras un kilómetro de recorrido, desemboca en la gran plaza frente al mar del pueblo de Las Aguas, justo donde había aparcado mi coche. Subí al restaurante de los arroces porque tenía encargado uno con costra para llevar; lo recogí y a la una y media arrancamos el coche para regresar. Etapa concluida a buena hora (bastante antes de lo que suele ser habitual en nuestras caminatas). Hasta la próxima.
Aprovecho que mencionas aquella caída para confiarte que, viendo tu larga ausencia, recordé aquella caída y temí que hubieras sufrido la definitiva. Después, consideré la posibilidad, aunque brevemente, de que fueras una de las víctimas de la desgraciada pandemia que sufrimos.
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