Para Juanma
Hace muchos, demasiados años, conocí a un inglés que se apellidaba Pym. Entonces éramos niños de once o doce años y nuestras diferentes nacionalidades impusieron que cada uno cayera en una de las dos pandillas rivales que agrupaban a la chavalería de la colonia en que vivíamos. Las relaciones sociales entre los españoles y los extranjeros (llamados también los bárbaros a propuesta de Javi Villalba, ya desde pequeño muy aficionado a la historia) consistían principalmente en intercambio de pedradas en diversos campos de batalla, aunque el favorito era que quedaba en la parte baja de la urbanización, donde ésta lindaba con el campo, aprovechando como divisoria entre los ejércitos el curso de un escuálido y maloliente arroyuelo al que, muy ajustadamente, habíamos bautizado como Guadalquimierda. En una de esas trifulcas, Pym, cuyo nombre aún ignoraba, fue alcanzado en la frente por uno de los proyectiles pétreos y cayó de golpe, la cara empapada en sangre. Como es fácil imaginar, el revuelo fue tremendo en ambos bandos. Casi todos los chiquillos, sin distinción de nacionalidad, huyeron despavoridos abandonando a su suerte al herido y así evitar asistir a su tránsito a la categoría de cadáver; tan solo nos quedamos tres, dos bárbaros y yo. Me gustaría ver en ese lejano gesto mío una muestra de solidaridad, compasión o cualesquiera de los muchos buenos sentimientos que motivan los comportamientos altruistas. Pero, por lo que recuerdo, lo que me pasó fue que me quedé anonadado por la impresión, sin más capacidad de reacción que caminar lentamente, como si estuviera borracho, hacia el muchacho yacente. En fin, para no alargar la anécdota (que no es más que la excusa para arrancar el post), diré que Pym no estaba inconsciente (aunque así desconcertado) y que entre los tres lo llevamos a mi casa (era la más cercana), donde mis padres se ocuparon de avisar a los suyos y llevarlo a la casa de socorro, donde le pusieron unos cuantos puntos en la brecha. La consecuencia más favorable del incidente (la desagradable no la refiero pues fácil de deducir) fue que nuestras familias se hicieron amigas y Pym y yo cambiamos las pedradas por una relación más civilizada que, hasta que fue descubierta, hubimos de mantener en secreto por aquello de la confraternización con el enemigo. En todo caso, no duró mucho, pues Pym and his family dejaron España al cabo de unos meses. Nunca más volví a saber de él.
Como es natural, que alguien se llamara Pym me pareció (nos pareció a todos) una broma. De hecho, cuando mis colegas se enteraron de que andaba con Pym y con otro chico, americano llamado Paul, después de afearme la traición pasaron a adjudicarnos los burlones motes de Pim, Pam y Pum. Pero todo eso se olvidó, incluyendo el propio apellido, hasta que, muchos años después, por causas casuales como suelen ser las más que han motivado mis actos, me interesé momentáneamente por las guerras civiles inglesas, esa etapa histórica de mediados del XVII que puede entenderse como inicio del fin del absolutismo o, al menos, como el germen de algunas instituciones básicas para una sociedad democrática. Y así, leyendo y fisgoneando desordenadamente en torno a las broncas entre Carlos I Estuardo y la Cámara de los Comunes que le harían al rey perder la cabeza (no hablo metafóricamente), descubrí que el líder parlamentario era nada menos que un tal John Pym, quien, si no hubiera muerto prematuramente de cáncer, probablemente habría sido él y no Cromwell quien dirigiera los destinos de Gran Bretaña en esos años convulsos. Pero no se trata de hablar de John Pym, sobre el que hay muy abundante bibliografía, sino de dejar constancia de que me enteré de su existencia hacia finales del siglo XX, lo que me llevó a acordarme de aquel chaval de mi infancia que quizá (pensé) descendiera de tan notable prócer inglés.
Entonces, claro, ya el apellido Pym no me parecía un chiste e incluso algo investigué al respecto. Descubrí así que es de origen medieval, una derivación de ‘Pymme’, apelativo familiar de ‘Euphemia’, joven mártir de principios del siglo IV que dio origen al nombre cristiano que se popularizaría unos siglos después en Inglaterra. Así, durante la Baja Edad Media, se registran varios personajes con alguna de las primitivas formas del apellido (‘Pimme’ la más usual), pero el primero realmente notable y con la grafía ya consolidada es precisamente John, el oponente del rey Estuardo. Para entonces ya había unos cuantos Pym por la isla y el propio John contribuyó con siete hijos a la multiplicación del apellido.
Más o menos por la misma época en que conocí a John Pym otro Pym se presentó en mi vida, pero éste era un personaje de ficción. Me refiero a Magnus, el protagonista de la novela (autobiográfica, según dicen) que John Le Carré publicó en 1986, ‘Un espía perfecto’. Han pasado veinte años desde que la leí y apenas guardo sino recuerdos difusos y, eso sí, la sensación de que me gustó. Curiosamente, hace unos pocos meses, el nombre de Magnus Pym reapareció en mi cotidianeidad en forma, no me negarán que estrambótica, de la contraseña de acceso a una plataforma de televisión de pago a la que me invitaba un amigo. De modo que me vinieron ganas de releer esa novela la cual, por cierto, tengo archivada en epub en la carpeta de literatura británica de uno de mis discos duros.
Ahora que escribo este post me doy cuenta de que el primer Pym ficticio que conocí –y sin duda el de mayor prestigio literario– fue el protagonista de la única novela de Edgar Allan Poe. Tendría yo quince años cuando leí 'La narración de Arthur Gordon Pym', y sin embargo no guardo ningún recuerdo de que entonces me evocara al Pym real de mi niñez pese a que no había pasado mucho tiempo. Y también sería por esos años de mi adolescencia cuando debí toparme con Henry Pym, el científico que se convierte en el hombre-hormiga y miembro fundador del equipo de superhéroes de Los Vengadores, todos ellos productos de Marvel. Pero aunque guardo vagos recuerdos de esos personajes, no los asocio en absoluto al apellido Pym.
Pero el Pym que motiva este post no es ficticio ni varón, sino una mujer inglesa del siglo pasado que he descubierto recientemente. Me refiero a Barbara Pym (1913-1980), una escritora que no fue traducida al español hasta después de su muerte y todavía hoy es muy poco conocida en nuestro país. He leído su segunda novela, ‘Mujeres excelentes’, que narra en primera persona la cotidianeidad de una mujer soltera en los grises años de la posguerra y me ha parecido magnífica. Lo cierto es que llevo los últimos meses enganchado a novelas escritas por mujeres británicas del siglo XX, todas ellas caracterizadas por una narrativa sin estridencias pero llena de sutileza e inteligencia (y también la dosis justa de ironía). Me encantó la saga familiar de los Cazalet narrada en cinco volúmenes por Elizabeth Jane Howard (1923-2014). Me reí con las extravagancias de la hija de Robert Post, escritas por Stella Gibbons (1902-1986). Y en estos días estoy disfrutando con las historias de la alta sociedad inglesa de Entreguerras que narra amenísimamente Nancy Mitford (1904-1973). Y tengo aguardando unas cuantas autoras más, entre ellas, por ejemplo, Elizabeth Taylor (1912-1975), que después de su muerte ha pasado a ser muy elogiada.
Pym, Pam, Pum … ¡Fuego!
Este apellido parece demostrar, como "púnico" que deriva en última instancia de la misma raíz que "fenicio", que debió haber un tiempo en que se recordaba mejor que el dígrafo "ph" era una p aspirada que pasó a ser pronunciada como "f".
ResponderEliminarMe encantan estas sorpresas que nos descubre la etimología.