sábado, 24 de abril de 2021

Conduciendo ...

… Pienso en ti. Conduciendo pienso en ti. Nada extraño, casi siempre estoy pensando en ti, el cerebro se me va solo hacia ti, eres mi pensamiento “por defecto”. Dejo solo de pensar en ti cuando me fuerzo a pensar en otra cosa, y aún entonces, a poco que me descuide en mantener la voluntad de pensar en esa otra cosa, mi pensamiento se distrae hacia ti. Pero al conducir, no parecen caberme distracciones y todo el rato pienso en ti. 
 
No solo pienso, te siento a mi lado, en el asiento del copiloto. Procuro no mirar porque sé que no voy a verte y saber que la vista va a contradecir la envolvente sensación de tu presencia me avisa de un dolor agazapado que quiero evitar. Porque, de verdad, te siento ahí con mucha más intensidad de como te sentía cuando realmente estabas. Noto cómo, alternadamente, miras por la ventana y luego a mí, sonriendo. Noto cómo estás pendiente de mi conducción, como siempre hacías –no lo podías evitar a pesar de mis quejas–. 
 
Como te siento a mi lado, conduzco como a ti te gustaría que lo hiciera, con más cuidado del que tenía cuando venías conmigo en el coche –cuando venías físicamente, porque ahora sigues viniendo conmigo–. Desde que no estás, al subir o bajar por el camino de acceso a nuestra finca, lo hago más despacio y con más atención que antes, para evitar meterme en las zanjas y agujeros hechos por el agua. Y cuando caigo en un bache, aunque no sea un golpe muy brusco, te pido perdón en silencio y la mano derecha se me va sola hacia tu muslo en frustrada caricia. 
 
Pensarás que a buenas horas, que por qué no fui tan cuidadoso cuando estabas conmigo. La respuesta, por más que me duela, es evidente: porque no te daba la importancia que ahora te doy. Pensaba que eran manías tuyas –y de hecho, sigo pensando que muchas eran manías– y que no tenía por qué acceder a ellas, que hacerlo sería darte la razón cuando no la tenías. No eran más que minucias, como casi todo lo que nos ocurre durante nuestras vidas cotidianas. Minucias que, en vez de aprovecharlas para darte felicidad, eran con frecuencia excusas para las malas caras. 
 
Voy conduciendo y miro las tres consonantes de la matrícula del coche de delante y pienso una palabra que las contenga en ese orden esperando que tú te me adelantes y la digas, como hacías casi siempre. Pero no te escucho; el oído, como la vista, es también desleal a tu recuerdo –no obstante, tu voz sigue resonando dentro de mi cabeza–. Hace un rato, volviendo de Mercadona, la matrícula que seguía era GHN y se me ocurrió gehena y no puedes imaginarte cuántas ganas tuve de decírtelo, sabía que te asombrarías y me sentí orgulloso construyendo mentalmente cómo te habría explicado que es un término de origen hebreo para designar el infierno. 
 
Conduzco sintiéndote a mi lado y miro los paisajes por los que paso rememorando cuando los mirábamos juntos, porque la mayoría de estas vistas, tan repetidas, han sido comunes. De estos recuerdos, los más recurrentes –los más dolorosos– son los desplazamientos recientes para llevarte al ambulatorio de San Benito o al Hospital (bajando la autopista hacia Santa Cruz, al acercarme a la desviación del Hospital, siento la bola de angustia en las tripas). El último viaje a La Laguna, cuando de vuelta, mirabas todo con extraña intensidad, como si quisieras fijar esas imágenes; se me ocurre ahora que quizás te estuvieras despidiendo. Y yo ahora, miro el mismo paisaje como si lo viera contigo; un paisaje que es el mismo y no lo es, porque no estás tú para verlo.

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