miércoles, 21 de abril de 2021

La Nonna (3)

Cuando los padres aceptaron entregar a Rachele, la niña acababa de empezar quinto de primaria en una escuela de monjas de Catanzaro. Con catorce años cumplidos debería estar tres o cuatro cursos más adelantada, en la secundaria. Para justificar su atraso escolar, Rachele explicó al Tribunal que había perdido cursos debido a los muchos cambios de destino de su padre como empleado público. Como ya he dicho, desconozco los domicilios de los Marincola anteriores a la ruina familiar y el regreso a Catanzaro, pero no me parece argumento convincente para haber acumulado un retraso escolar tan grande. Según Saverio Marincola, hijo mayor de Domenico y primo de Rachele, la verdadera razón es que Ernesto, además de ludópata, era exageradamente celoso (los celos eran una de las excusas para golpear con frecuencia a su mujer) y por eso, cuando la niña apenas tenía ocho años la sacó del colegio para que permaneciera siempre en casa vigilando a la madre e impidiendo las imaginadas infidelidades que le atormentaban. Una joya de padre le tocó, no hay duda. En todo caso, lo relevante es que a los catorce años la chica carecía de la formación que le correspondería a su edad. La Nonna llegó a ser una mujer culta, pero lo logró de forma autodidacta. 
 
Pactado el matrimonio, el siguiente paso fue presentar a los prometidos. Caligiuri ya la conocía, claro, y atendiendo al empeño que puso en casarse, infiero que la habría visto repetidas veces, buscándola en sus paseos por las calles de Catanzaro, aprendiéndose sus rutinas. Sin embargo, Rachele declaró que hasta la tarde de la presentación formal no conocía, ni siquiera de vista, a su futuro marido. No tengo ninguna prueba para desmentir esa afirmación, pero se me antoja poco verosímil. Me extraña mucho que una chica tan avispada no se percatara del acecho a que le sometía ese tipo mayor que además no era precisamente un maestro del disimulo. Tiendo a creer, en cambio, que los patéticos movimientos de Renato enseguida se le hicieron evidentes y le debieron divertir y hasta puede que halagar. Me imagino a la chica chismorreando entre risas con alguna amiga a costa del feo pretendiente que le había salido. Ciertamente no sería con las compañeras del colegio, mucho menores que ella, pero quiero creer que tendía alguna amiga de su edad (o, por ejemplo, con la prima Francesca Suriani, a la que luego me referiré). En fin, pasado tanto tiempo y sin ningún testimonio, no podemos más que fantasear sobre la cotidianidad de esa niña, lo que pensaba y lo que sentía. 
 
Sabemos no obstante –porque así lo declaró Rachele– que poco después de la segunda petición de mano, sus padres le anunciaron que se barajaba una propuesta de matrimonio. Según ella, al oírlo, se echó a reír pues le pareció un chiste absurdo, algo completamente ajeno y lejano a su mundo infantil. Puedo imaginar a la niña escuchando a sus padres en actitud dócil y hasta risueña. Sería Ernesto quien llevaría la voz cantante, explicándole en tono autoritario la necesidad de que se casara, más ordenando que buscando convencerla; la madre, a lo mejor, suavizaría el discurso del padre con palabras más afectuosas, quizá con caricias tranquilizadoras. En el juicio eclesiástico Ernesto dijo que su hija, en un principio, consintió en conocer al pretendiente, incluso en iniciar un noviazgo. Puede ser verdad; puede que Rachele, en las vísperas de la presentación formal, conmovida por los argumentos familiares (especialmente los referidos a la salud del hermano), diera a sus padres el sí provisional de una niña que, en la ingenuidad de su edad, no entendía bien lo que le esperaba. Me da la impresión de que, por más que a esas alturas ya tenía suficientes mimbres para intuir lo que se avecinaba, no terminaría de creérselo y mucho menos pensaría que sus padres la forzarían a casarse.
 
La presentación fue en noviembre de 1921 en la casa de la tía Concetta, hermana menor de Anna, la madre; el domicilio de Rachele no reunía las condiciones mínimas para una recepción de esta naturaleza. Asistieron los futuros esposos y sus respectivos padres y también, lógicamente, el matrimonio anfitrión, los Suriani. Los dos hijos, Marcantonio, de 20 años, y Francesca de 17 estaban en casa pero probablemente solo permanecerían un rato en el salón. Al fin y al cabo, era una transacción entre adultos; Rachele era poco más que el objeto del pacto. Todos los testimonios –salvo el del propio Caligiuri que no se debía enterar de nada o su orgullo le impediría admitirlo– confirman que la impresión que la chica recibió del que había de ser su marido fue pésima; le pareció muy feo, bajito –ella era alta–, de aspecto enfermizo y cegato, ridículo. Pretexto alguna excusa y huyó del salón a refugiarse en la habitación de su prima con la que guardaba una relación estrecha, de confianza, pese a ser tres años mayor, mucho a esa edad. La veo arrojándose en brazos de Francesca, llorando de rabia y angustia. No quiero casarme con ése, diría, es muy feo y además raro. La prima la serenó, le dijo que no era tan feo y le insistió en que le convenía casarse con él, tanto por su bien como por el de la familia. Rachele volvería al salón y aguantaría la que supongo que sería una reunión aburrida y ceremoniosa, plagada de frases huecas, tópicos manidos y silencios incómodos. Una tortura para una chiquilla de catorce años. Ella, por supuesto, estuvo fría y callada, seguramente con la cabeza baja y rehuyendo las miradas. Menos explicable es que Renato, por su parte, se mantuviera también rígido, sin hacer ningún intento por mostrarse simpático, por agradar a Rachele. En realidad, como él mismo declaró, lo único que importaba de ese acto preliminar era oficializar el noviazgo. 
 
Desde luego, para todos fue evidente que a la niña le desagradaba profundamente el joven con quien la querían casar. Ante el Tribunal, Rachele aseguró que desde esa tarde dejó clara la aversión que sentía. Caligiuri, sin embargo, declaró que no se percató en absoluto de ese rechazo porque, de haberlo notado, no habría consentido en casarse. Por muy pagado que estuviera de sí mismo, por muy tonto que fuera, no parece creíble que se engañara tanto. Más verosímil resulta que dijera esas patrañas para no quedar como lo que realmente era: un desgraciado ruin y egoísta que se había encaprichado de una niña sin respetar en nada sus sentimientos. De hecho, hasta su madre se dio cuenta de lo que había y me barrunto que algo le diría regresando a su domicilio, pero al hijo le entraría por un oído y le saldría por el otro, tan obtusa y terca era su vanidad (además, parece que menospreciaba a la madre). Cuando los Caligiuri se fueron, Rachele explotó y, entre hipidos y lágrimas, repetía que no quería casarse con ese tipejo. Me representó la escena: Ernesto enrojeciendo de ira ante la terca rebeldía de su hija, su cuñado calmándolo para evitar daños mayores, Anna, Concetta y Francesca –madre, tía y prima– rodeando en actitud protectora a la niña, intentando tranquilizarla y, con buenas palabras, convencerla de que había de seguir adelante con ese noviazgo. Ahora te parece feo y le tienes aversión pero verás que con el tiempo le irás cogiendo afecto, el amor surge poco a poco. En fin, que con buenas y malas palabras, con gestos cariñosos y amenazantes, lograron consolar a Rachele y que aceptara –más bien que se resignara– su nuevo estado. Ese día empezó el noviazgo que, como mandaban los buenos usos y más siendo tan tierna la edad de la prometida, se fijó en un año. Largo plazo para una adolescente; quizá que la boda fuera tan lejana contribuyó a que accediera.
 
El noviazgo de entonces consistía fundamentalmente en un rito de visitas del prometido a la casa de la prometida; allí los novios pasaban el rato hablando de vacuidades y siempre con la presencia de algún familiar (las más de las veces, supongo que sería Anna, la madre). También, durante ese año, hubo algunas visitas –menos– de Rachele, escoltada por Anna, a la casa de los Caligiuri. Obviamente, los adultos habían de estar presente para prevenir muestras de afecto que pudieran atentar al decoro, riesgo que no existía en este caso: a Rachele lo que menos le podía apetecer es que Renato la acariciara o besara y éste debía ser, además de muy apocado, hombre de muy reducida libido. Ahora bien, las cartas que le escribió desde el principio (y que se presentaron durante el proceso de nulidad) muestran un Renato enamorado hasta las trancas que se lamenta amargamente de no ser correspondido. “Cuando estás junto a mí, me aíslo de todos y de todo y no vivo más que para ese instante intenso en el cual puedo mirar en tus limpios ojos serenos tu alma sencilla y buena”; “Lina mía, te adoro, enloqueceré si no me amas”; “durante la velada, te comportaste como si fuésemos extraños”; “esa cortesía glacial que usas cuando estamos juntos” … 
 
Pero en esas cartas, que corresponden al primer mes de noviazgo, también consta que la novia a veces se portaba cariñosamente, que estaba al lado de su prometido “educada, desenvuelta y sonriente” e incluso, al menos en una ocasión, lo “recibió con una luminosa sonrisa de amor” (o eso le pareció a Renato). Rachele explicó al Tribunal que sus muestras de afecto fueron siempre debidas a las presiones y amenazas de su padre, temeroso de que Caligiuri, al convencerse de que no le quería, rompiera el compromiso. Así, hay una carta del 13 de diciembre en que ella le asegura que lo ama mucho, que no debe dudar de cuanto lo quiere; pero esa carta, según declaró, fue dictada por su padre (añadió además que por su escasa formación escolar no era por entonces capaz de redactar). Más o menos lo mismo vino a confirmar Saverio Marincola, que calificó a su prima como casi analfabeta y que era el padre quien escribía las cartas a lápiz para que luego ella pasara la pluma por encima de las letras. Aunque hay pocos testimonios, parece que hasta fin de ese año de 1921 y puede que algo más, hubo una dura pugna entre de Ernesto con Rachele para convencerla –por las buenas o por las malas– de que tenía que engatusar al Caliguiri. No terminaba el padre de conseguirlo, como demuestran las quejas del novio. Incluso, algunos desplantes de la chica eran causa de que, de regreso a su casa, Renato sufriera ataques nerviosos con convulsiones; entonces, su padre iba a protestarle a Ernesto y éste castigaría a la chica, conminándola a que cambiara de actitud. 
 
Ya hacia mediados o finales de enero del 22, el pretendiente parece haberse convencido de que su novia lo quiere y achaca sus malhumores o tristezas a que él es aburrido y melancólico, no a falta de amor. Da la impresión de que en esa primera etapa del noviazgo Rachele fue domada, sometida a la voluntad de su familia. No descarto que hasta pudiera haberse resignado y, llegado a ese punto, que por momentos pudiera sentir algo de aprecio por ese con quien no tenía más salida que casarse (hacer de la necesidad virtud). Si pensamos en cómo era tratada por su padre, parece admisible que salir de su casa, aún para vivir con un marido que le repugnaba, fuera una opción con algunas ventajas; quizá calculara que podría manejar a Caligiuri y organizarse una vida más o menos aceptables. En todo caso, por muchos vaivenes de su ánimo, la aversión de Rachele no desapareció y afloró repetidamente en los siguientes meses previos a la boda.

1 comentario:

  1. Pues me parece menos malo parecer un egoísta incapaz de renunciar a una mujer por su felicidad o quedar como un tonto del culo que, además, es lo anterior.

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