domingo, 9 de mayo de 2021

María, la empleada doméstica de Umberto D.

Intento, mientras escribo sobre la abuela y los padres de Luisa, imaginar la Roma de aquellos años. Gracias a GoogleMaps y StreetView puedo identificar los domicilios y ver fotografías actuales de esas calles y edificios. Viajar en el tiempo solo es posible encontrando fotografías viejas o –mucho mejor– con películas de la época. Los años cincuenta, además, son un momento señero del cine italiano: acabada la guerra surge el neorrealismo, movimiento al cual se adscriben grandísimas obras maestras y magníficos realizadores. De modo que podemos sumergirnos en la Roma de esa década disfrutando a la vez disfrutar de unos ratos estupendos. Acabo de ver Umberto D. (1952), una de las joyas de Vittorio De Sica (y digo ver y no volver a ver porque, aunque creía que de De Sica tenía visto casi todo, nada recuerdo de esta peli; tampoco significa mucho porque mi memoria es desastrosa). El filme muestra las andanzas de un pensionista –Don Umberto, interpretado por un ilustre lingüista, Carlo Battisti– que intenta evitar que lo expulsen de la habitación alquilada en que vive. 
 
La película nos pasea por varias zonas de Roma, que me he entretenido en intentar localizar (me han faltado algunas). Pero el protagonista casi siempre se mueve por el centro, muy lejos de los barrios vinculados a la infancia de Luisa o a sus mayores. No obstante, esas escenas nos ofrecen un buen panorama de cómo eran la ciudad y sus habitantes: la gente vestida mayoritariamente de oscuro y casi todos los hombres con sombrero, los coches que todavía recuerdan los de las películas de gangsters, la abundancia de puestos callejeros, el intenso dinamismo de una urbe monumental pero plena de miseria; eran los años durísimos de la posguerra, todavía no había llegado el “milagro italiano”. La Roma de Luisa niña sería algo distinta, menos pobre; pero la que conoció Amparo a su llegada no debía ser muy distinta (solo habían pasado cuatro años) y, desde luego, esa fue la ciudad en la que empezó Guido su vida de adulto. 
 
Pero dedico este post a una escena de interior, una escena sin palabras pero de alta intensidad dramática y con un único personaje, María, la sirvienta de la casa donde vive alquilado Don Umberto. Como es sabido, una de las notas características del neorrealismo es que con frecuencia los actores no eran profesionales; tal es el caso de Maria Pia Casilio, que con solo diecisiete años y sin experiencia previa, fue fichada por De Sica, iniciando así una interesante carrera cinematográfica, casi siempre en papeles secundarios. Reconozco que no la conocía y me he quedado prendado de su expresividad, sobradamente manifiesta en el breve fragmento –solo cuatro minutos– que adjunto y comento. 
 
Como he dicho, María es la joven empleada doméstica de la casa en que vive Umberto D. El piso, de grandes dimensiones, está en un edificio de cierto empaque situado cerca de la Stazione Termini. La propietaria, una cantante con mucha vida social, alquila habitaciones (una de ellas a Umberto y otras a amantes adúlteros). María duerme en el pasillo, en una endeble cama de campaña. Muy temprano, antes de que amanezca, le despierta Don Umberto haciendo una llamada por el teléfono negro de pared que está junto a ella. Mira hacia arriba y, a través de la tela metálica de un lucernario, ve un gato que se pasea por el techo. Se endereza, aparta las sábanas, saca las piernas y, sentada de lado, se lleva las manos a la cara y tararea un instante la que me parece una canción infantil. Se la ve preocupada y sabemos que es porque está embarazada de tres meses. Tiene el pelo recogido con una extrañas pinzas y viste una camiseta blanca con una especie de delantal por encima. Se pone unas zapatillas, coge con la mano izquierda una bata ligera y se levanta. La cámara se aleja hasta el fondo del pasillo mostrándonos esa parte de la vivienda: el suelo de mosaico cerámico, las paredes con revestimiento de madera hasta media altura y luego papel pintado, pilastras decorativas, techos altos y el lucernario de estructura metálica que se adivina algo oxidada. Mientras da quince aletargados pasos que la llevan hasta una puerta de doble hoja con cuarterones, María se va poniendo la bata. 
 
Cambio de plano al abrir la puerta, la cámara está dentro de la cocina, cuyos acabados y mobiliario me recuerdan mucho la de mis abuelos. Muebles bajos de madera, con cajón superior y armario abajo, alacena alta con hojas de cristal como motivos decorativos, garrafas enfundadas en cestillos de mimbre, tarros cerámicos, interruptores de luz de los de clavija, con el cable a la vista, una cocina de gas de cuatro fuegos … Hasta ella se acerca María, somnolienta; de una cajita fijada a la pared coge un fósforo y lo enciende raspándola contra el revoco de la pared que, precisamente por eso, está llena de rayones blancos. Me acuerdo de haber visto en mi infancia esa forma de prender las cerillas, se decía incluso que traía buena suerte; desde finales del XX, al menos en Europa, ese tipo de cerillas de tan fácil encendido (strike anywhere) ya no se fabrican. Con el primer fósforo no logra encender el fuego de la cocina; se da cuenta de que la llave del gas está cerrada, la abre y repite la operación con un segundo: ahora sí. 
 
Nada más arder el fuego, María levanta la cabeza y gira el rostro hacia la cámara. Ese plano me parece bellísimo. La chica está envuelta en un aura casi majestuosa, con una mirada profunda desde sus grandes ojos negros; algo le ha llamado la atención. Camina hacia la cámara que se aparta y nos deja ver que va hacia una puerta ventana de doble hoja; se pega al cristal y mira con cierta tristeza hacia afuera: es el patio interior de manzana, al que dan las fachadas traseras de las viviendas, paredes feas y sucias, muy distintas de la cara que esos edificios muestran hacia las calles. Un gato –¿el mismo de antes?– camina precavidamente sobre la cubierta inclinada de una claraboya. Los ojos de María, tan expresivos, se mueven en todas las direcciones como si buscaran algo en el aire quieto de esa hora temprana. Tras unos segundos se da la vuelta y regresa, se llega hasta la alacena, corre una de sus portezuelas, alarga el brazo derecho y del estante superior coge una jarra metálica. Con la jarra en la mano va hasta el fregadero y abre el grifo para llenarla de agua. Mientras lo hace mira hacia arriba y, aunque no se enfoca, sabemos que está viendo hormigas corriendo por los azulejos; dobla el flexible de goma hacia arriba para mojarlas; luego bebe un chorrito y algo de agua le cae al pecho porque se sacude la ropa. Termina de llenar la jarra y con ella la mano se acerca a la mesa, sobre la que hay unos papeles, una estilográfica y un tintero. Para entonces ya existían los bolígrafos pero debían ser todavía poco habituales; de hecho yo recuerdo que en mi infancia (más de diez años después de esta película) mi padre escribía con pluma y tintero. María recoge papeles, estilográfica y tintero –¿de quién eran?– y los guarda en una gaveta. Mientras tanto, punteando sobre la música no deja de escucharse el goteo del grifo. 
 
María coge la jarra y la apoya sobre la cocina. Se queda un momento quieta, mirándola, y luego baja la vista hacia su cuerpo. Pone su mano derecha en el diafragma, marcando el abombamiento, todavía muy leve, del abdomen. Luego sube la mano a los pechos, al cuello, como si estuviera reconociéndose y al mismo tiempo mira fija e intensamente a cámara, con inspiraciones profundas, y a sus ojos asoma una lágrima. Es un breve momento de angustia y enseguida, como si no pudiera permitírselo, se mueve hacia la mesa, coge el molinillo (igualito que el que tenía mi abuela), se sienta en una silla, abre la lata del café y echa un puñado en el cacharro. Enseguida, con la lágrima resbalando muy despacio por la cara, apenas un reflejo, se pone a dar vueltas a la manivela y escuchamos el quejido de los granos al triturarse. Mientras se esfuerza en vencer la resistencia de éstos, la chica va dejándose resbalar en la silla hasta que su pie descalzo alcanza a empujar el borde la hoja abierta de la puerta para cerrarla. Entonces se endereza y vuelve a quedar bien sentada. En eso, cuando notamos que el café está casi molido, se oye un timbre. María abre más sus grandes ojos en gesto de sorpresa (¿quién toca la puerta a estas horas?), deja el molinillo sobre la mesa y con las dos manos se frota los ojos, para secar las lágrimas. Luego se levanta, abre la puerta de la cocina y, atándose la bata, se dirige a la entrada del piso. Fin del extracto.
 
 
Se tarda más en leer esta farragosa descripción (y mucho más en escribirla) que en ver este breve trocito, uno de los mejores a mi juicio de la que es una excelente película. La magistral dirección de De Sica y la no menos lograda interpretación de Maria Pia Casilio, consiguen en solo cuatro minutos que empaticemos completamente con los sentimientos y pensamientos de esa muchacha, asustada ante el futuro pero, a la vez, resignada ante la certidumbre de que nada le va a ser fácil, de que está en el lado de los derrotados. De paso, vemos uno de los interiores que mejor revela la vida cotidiana de la Italia esa época (no muy diferente eran las cocinas españolas contemporáneas). Los pisos en los que transcurrió la infancia de Luisa, de más reciente construcción y probablemente menor tamaño, no serían así, sino algo más modernos (con la modernidad en la decoración algo hortera de los sesenta). Pero posiblemente en los que viviera Guido con su madre antes de casarse sí tendrían cocinas parecidas.

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