El rey de Portugal, Sebastián I (1557-1578), tenía desde muy niño ínfulas de cruzado, se consideraba un miles Christi llamado a luchar (y vencer) contra el poderío del Turco. No en vano pertenecía a la Casa de Avís, fundada por el maestre de esa orden militar, de relevante papel en la reconquista lusa. De otra parte, por aquellos tiempos la expansión musulmana por el Norte de África era preocupante y Sebastián estaba convencido de que había de ocuparse Marruecos para contener ese avance y evitar que los moros volvieran a la Península. Súmese a todo ello que desde hacía varias décadas Portugal mantenía una activa política colonial en el continente vecino. El resultado de todo ello fue que el joven rey se obsesionó con organizar una gran cruzada contra los emires marroquíes. En la navidad de 1576, con apenas veintidós años, se reunió en Guadalupe con su tío Felipe II, entonces de cuarenta y nueve. Éste trató de disuadirlo de lo que le parecía una campaña insensata y también contraria a sus intereses en esos momentos de mantener la paz con el Turco. No lo consiguió como tampoco algo que preocupaba especialmente: que el propio rey fuera a la batalla, arriesgándose a morir, lo que, al no tener descendencia, generaría una crisis sucesoria (así ocurrió, en efecto, y de ella sacó finalmente partido el propio Felipe II, incorporando Portugal a su corona). En suma, que el exaltado de Sebastián fue a la guerra y el 4 de agosto de 1578 en Alcázarquivir, el ejército marroquí masacró al cristiano. En esa batalla desapareció para siempre el joven monarca luso.
Y digo desapareció porque inicialmente no fue encontrado su cadáver, lo que dio origen a toda una leyenda mítica que se llamó sebastianismo según la cual el rey no había muerto y volvería para salvar a Portugal. Al amparo de esta creencia, durante las décadas siguientes a la funesta batalla aparecieron unos cuantos personajes que pretendían ser Sebastián y que, como era de esperar, tuvieron finales trágicos a manos de la autoridad (obviamente, el sebastianismo fue bastante incómodo para los monarcas castellanos pues cuestionaba ante el pueblo su legitimidad en el trono luso). Conozco cuatro presuntos Sebastianes y quizás hubo alguno más. El primero montó su corte en 1584 en Penamacor, un pueblo cercano a la frontera con el cacereño Valle de Jálama; fue el único que logró sobrevivir (escapó a París). El segundo había nacido en Azores y vivía como eremita en las cercanías de Lisboa hasta que, gracias a su gran parecido con el rey desaparecido y al apoyo de algunas personas con dinero, se proclamó rey en Ericeira y comenzó una campaña anunciando la pronta liberación de Portugal del yugo castellano, propiciando incluso un levantamiento armado; éste acabó decapitado y descuartizado. El tercero fue Gabriel de Espinosa, un pastelero que en 1594 apareció en Madrigal de las Altas Torres (cuna de Isabel la Católica, nada menos) declarando ser el rey luso; su impostura dio origen a una intrincada conspiración que acabó muy mal: el usurpador fue humillado, ahorcado y descuartizado.
La del cuarto Sebastián era la única historia que ya conocía aunque hasta hace una semana ignoraba el nombre del protagonista. Para escribir sobre la abuela de Luisa –la nonna– indagué un poco sobre la familia Marincola y su enraizamiento en la nobleza local de Catanzaro. Todavía en el relato no ha aparecido el padre del padre de Luisa, pero falta poco. Así que he empezado a buscar datos sobre su familia, los Catizone, también de la nobleza de Calabria. Pues bien, para mi sorpresa, me entero de que el cuarto impostor (o tal vez no) se llamaba Marco Tullio Catizone. Me pongo a fantasear e imagino una historia paralela (o virtual, la llaman a veces) en la que este Marco Tullio hubiera sido reconocido como rey luso e instalado en el trono, llevándose a sus familiares a Lisboa y tres siglos y medio después un Catizone portugués habría conocido a una chica de Gran Canaria y Luisa se habría criado en Portugal y no en Italia. Me sonrío triste: cuánto me habría gustado contarle a Luisa la historia de este remoto ancestro suyo. La cuento aquí imaginando que pueda leerla; aclaro que hay varias versiones con ligeras diferencias en los detalles aunque coinciden en lo fundamental.
Veinte años después de la batalla de Alcazarquivir, en 1598, se presentó en Venecia un tipo con aspecto de vagabundo que decía ser el rey Sebastián. Apiadado, lo acogió un posadero y desde ese refugio la noticia de la reaparición del añorado rey no tardó en difundirse por la República Serenísima. Para explicar su larga desaparición contaba una historia bastante estrambótica pero, precisamente por ello, muy adecuada para alimentar las ansias de los sebastianistas. Según el pretendido rey, habría logrado escapar tras la derrota protegido por unos pocos nobles. No regresó a Portugal porque se sentía culpable del desastre que había causado, sino que se encaminó hacia el Este, recalando primero en Egipto y luego en Etiopía, donde permaneció varios años en la corte del mítico rey cristiano Preste Juan. Luego pasó a Persia y se enroló en el ejército de ese reino para guerrear contra los turcos. Después de seis años de batallas, visitó Jerusalén y de ahí a Constantinopla (la capital de sus odiados enemigos). Cruzó el Bósforo y recorrió Hungria, atravesó Rusia y alcanzó Suecia. De Suecia fue a Inglaterra, donde dijo que se entrevistó con el exiliado aspirante al trono portugués Antonio de Crato (lo que éste ya no podía confirmar pues había muerto en 1595). A continuación Holanda, París y finalmente bajó a Italia. Para entonces, a través de visiones sobrenaturales, se le había hecho saber que debía recuperar su trono y la mejor forma de hacerlo le pareció que sería presentarse ante el Papa quien lo reconocería como el soberano legítimo (qué ingenuidad). Según alguna fuente, llegó a ser recibido por Clemente VIII y según otros tuvo la mala suerte de ser asaltado por unos maleantes que, antes de entrar en Roma, lo dejaron en andrajos, y pareciendo un pordiosero le negaron el acceso al Sumo Pontífice. De modo que decidió ir a pedir amparo en Venecia.
Unos años después, ya prisionero en Nápoles, varios testigos lo identificaron como un comerciante de origen calabrés pero residente en la ciudad siciliana de Messina. Según parece, el apellido Catizone tendría un origen griego bizantino (provendría de khatizo, consejo, y por tanto significaría consejero o miembro del consejo), de lo que cabe deducir que la familia se remonta a los tiempos altomedievales del Ducado de Calabria, dominio de los emperadores de Oriente (que existió entre los siglos VI y XI). De hecho, el primer Catizone que he encontrado en Internet, Andrea, fue un monje eremita, discípulo de San Basilio de Cesárea, que hacia finales del siglo X era el abad del monasterio de Simeri, municipio muy cercano a Catanzaro. De otra parte, la familia Catizone aparece inscrita entre la nobleza napolitana, si bien con el título de nobile o nobiluomo, el más bajo de la escala aristocrática (por debajo del barón). Según descubro, en su origen esta distinción venía a significar sobre todo la liberación de la condición servil y de las ataduras feudales. No creo, por tanto, que en la segunda mitad del XVI nuestro Catizone fuera un aristócrata pero tampoco un campesino; seguramente la familia se adscribiría a la burguesía local de su localidad natal, Magisano, muy cercana a Taverna, ciudad que aparece repetidamente vinculada a los Catizone y que también está prácticamente al lado de Catanzaro.
En la página dedicada a los Catizone de una web sobre la nobleza del antiguo Reino de Nápoles, se afirma (sin citar fuente) que Marco Tullio luchó en la batalla de Alcazarquivir. Si suponemos que tuviera más o menos la edad del rey, cabe pensar que fuera reclutado en Calabria por la administración española. Recuérdese que durante los siglos XVI y XVII, tanto Sicilia como la Italia Meridional (Reino de Nápoles) pertenecían a la monarquía española –gobernadas por sendos virreyes– y que Felipe II, aunque a regañadientes, cedió tropas a su sobrino Sebastián en apoyo de la desgraciada campaña marroquí. Incluso podemos imaginar que Marco Tullio estuviera enrolado en el contingente italiano que, a instancias del Papa, había formado el aventurero católico Thomas Stucley, para invadir Irlanda y liberarla del dominio de la pelirroja Isabel I; soldados que el inglés finalmente sumó al ejército de Sebastián. En fin, aunque no estoy convencido de que Catizone estuviera en la batalla –y de haber estado, desconozco absolutamente cómo fue a parar allí–, asumiré que así ocurrió. Haber viajado a Lisboa, confraternizado con portugueses, puede que hasta ver al Rey (o que le hicieran notar el parecido que con él guardaba) son circunstancias que contribuyen a hacer más verosímil que, veinte años más tarde, se animara a embarcarse en una impostura de ese calibre.
Marco Tullio Catizone regresó a Italia, seguramente agradecido de haber escapado con vida de la cruenta masacre africana. En el blog “Los reinos de las Indias” se dice que se casó con una tal Paola Gallardeta con quien tuvo una hija; su profesión no quedó del todo confirmada pero se le presumía mercader con una economía holgada. Lo que parece más seguro (lo he encontrado en varias fuentes) es que residía en Messina, la ciudad siciliana más pegada al continente, la primera por tanto a la que se llega desde Calabria. Así que, a las alturas de 1578, tenemos a un caballero en la mitad de la cuarentena, marido y padre, que probablemente regentaría una casa comercial cuyos negocios marchaban bien, de buena posición social y reconocido en Messina … Y este hombre, de repente, decide iniciar una campaña para reclamar el trono portugués como soberano legítimo. ¿Cómo se le ocurrió tan disparatada iniciativa en la que se arriesgaba a echar por la borda una vida cómoda y aparentemente feliz? Se me ocurren tres posibles hipótesis.
jaaaaa, soberbio articulo! Tengo muchas ganas de ver como sigue!
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