Hace ya algunos años –como unos diez– una amiga bastante más joven que yo me contaba que cuando iba al instituto ella y su pandilla (todas chicas) solían “acosar” a un compañero de curso, un chico asustadizo y muy tímido. Le rodeaban en los recreos y le seguían por la calle, espetándole obscenidades y riéndose de él al ver cómo se sonrojaba. Para colmo, los compañeros varones del curso les coreaban las “gracietas” contribuyendo al completo aislamiento y humillación del pobre chico. Mi amiga, claro está, se siente ahora muy avergonzada de ese comportamiento. No sé por qué lo hacíamos, me dijo, éramos unas adolescentes aborregadas que nos dejábamos llevar del deseo fácil de sentirse superior, de poder ofender impunemente. Lo irónico del caso es que, varios años después, solicitó un puesto de trabajo y quien la entrevistó fue ese chico apocado que ahora ocupaba un cargo relevante en esa empresa y parecia un tipo bastante seguro de sí mismo. No contaré lo que pasó porque eso da para otra historia distinta del asunto que ahora me interesa.
Me he acordado esta mañana de lo que me contó mi amiga leyendo El amor de una mujer generosa (1998), un cuento de la nobel canadiense Alice Munro en el que narra una escena parecida: “Enid había ido a la misma clase que Rupert, aunque eso no se lo mencionó a la señora Green. Ahora le daba un poco de vergüenza, porque Rupert era uno de los chicos a los que ella y sus amigas ridiculizaban y martirizaban en la escuela; al que más, de hecho. «Chinchar», solía decirse entonces. Chinchaban a Rupert, siguiéndolo por la calle y gritándole: «Hola, Rupert. Hola, Rupert», mortificándolo y viendo cómo el cogote se le ponía colorado”. O sea, que en otras latitudes y otras épocas (en el cuento de Munro la escena escolar es anterior a la Segunda Guerra Mundial) también se producían situaciones de bullying en las que las agresoras eran chicas y las víctimas chicos.
El Consejo de Ministros del pasado 6 de julio acordó remitir a las Cortes Generales el proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual (aunque parece que todavía no ha llegado o, al menos, no ha sido publicada en el Boletín oficial del Congreso). En la exposición de motivos de esta futura Ley se dice que “las violencias sexuales constituyen quizá una de las violaciones de derechos humanos más habituales y ocultas de cuantas se cometen en la sociedad española, que afectan de manera específica y desproporcionada a las mujeres y a las niñas, pero también a los niños”. Se aclara que por violencia sexual se entiende cualquier acto no consentido de naturaleza sexual. Estoy plenamente de acuerdo.
Ciertamente, la violencia sexual afecta de manera muy mayoritaria (más que “específica”) a las mujeres, niñas y niños, porque la gran mayoría de quienes ejercen la violencia (no solo la sexual) son varones adultos y la ejercen, también mayoritariamente, sobre los más débiles. Pero, aunque proporcionalmente haya muchísimos menos casos, también se puede ejercer violencia sexual sobre hombres, y esa violencia la pueden ejercer incluso mujeres. Sin embargo, el artículo 3.2 del Proyecto reza que “La presente ley orgánica es de aplicación a las mujeres, niñas y niños que hayan sido víctimas de violencias sexuales en España”. Es decir, la Ley no ampara a un varón adulto que haya sido víctima de violencia sexual.
Esta omisión no tiene consecuencias prácticas demasiado graves, toda vez que el Código Penal (incluso con las modificaciones que esta Ley introducirá) no distingue en los delitos de violencia sexual el sexo (o género) de las víctimas ni de los agresores. Ahora bien, la Ley tiene por finalidad fundamental impulsar muy varias y diversas actuaciones de los poderes públicos para prevenir, detectar, proteger y asistir a las víctimas, que nunca favorecerán a los varones. Por ejemplo, el artículo 51 reconoce el derecho a la reparación de las víctimas de violencias sexuales, lo que comprende indemnización así como las medidas necesarias para su completa recuperación física, psíquica y social, las acciones de reparación simbólica y las garantías de no repetición. ¿No se les concede también este derecho a los varones adultos que hayan sufrido violencia sexual?
Me cuesta entender los motivos por los que los redactores del proyecto excluyan a los varones adultos del ámbito de la aplicación de la Ley. Habrá que pensar que obedece a prejuicios ideológicos que hacen que solo interese la violencia sobre las mujeres. Esta suposición parece confirmarse cuando, también el la exposición de motivos, se afirma que la violencia sexual está “estrechamente relacionada con una determinada cultura sexual arraigada en patrones discriminatorios”. Alude obviamente al modelo hetero-patriarcal o como queramos designarlo. No cuestiono que el machismo hegemónico mucho tiene que ver, sin duda, pero no creo que sea el único factor causal y, desde luego, no lo es de las violencias sexuales en las que los hombres son víctimas. Quizá justamente por eso se excluyen de la Ley.
No veo qué problema habría si la futura Ley ampliara su ámbito de aplicación a todas la víctimas. Ello no impediría de ningún modo que, dado que la grandísima mayoría de las víctimas son mujeres, las actuaciones públicas (campañas de prevención o de formación, por ejemplo) se dirigieran a ellas. Sin embargo, sin ninguna contrapartida significativa (salvo, en todo caso, la simbólica), se estaría amparando a toda la población. Estaré atento a las discusiones que suscite ese artículo 3.2 durante el trámite parlamentario. Si finalmente se aprueba en su actual redacción, creo que la Ley debería pasar a denominarse “de garantía integral de la libertad sexual de las mujeres, niñas y niños”.
Nota: Según el INE, durante los años 2017, 2018 y 2019, hubo un total de 1.288 condenas por delitos sexuales en España. De ellos, 1269, un abrumador 98,5%, fueron cometidos por hombres (aunque no se dice si las víctimas fueron siempre mujeres). Pero esas escasas 19 condenas (un mínimo 1,5%) muestra que, aunque muchísimo menos, las mujeres ejercen violencia sexual.